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Luego, presa del pánico, regresó apresuradamente hacia el lugar de la ejecución. Allí su querida madre había jurado volver a por ella. Esa madre tan ocupada en encontrar, en la muerte, al hijo del que se privó en vida.

26

Los días siguientes amanecieron envueltos en una niebla de ruidos, de tañidos de campanas, de lloros, de gritos, de carcajadas, de repiques de tambor, de gemidos y de maldiciones. Con el corazón en un puño, Juan evitó acercarse a las columnas de moriscos encadenados y vigilados por soldados armados hasta los dientes, pero estaban por doquier. Todas convergían hacia el impresionante bosque de mástiles, de galeones y navíos de escolta que se contaban por decenas en el puerto y que se distinguían casi desde cualquier punto de la ciudad. Al paso de los deportados, los mirones se persignaban. Los más exaltados se arrodillaban y agradecían al Señor que los librara de los impuros; otros les lanzaban pullas y, a veces, incluso piedras. Un adolescente encadenado resultó gravemente herido por un orinal, pero los arcabuceros se negaron a que los compañeros de cadena lo atendieran en el suelo, arguyendo que su herida no era más que un pretexto para fomentar una evasión; así pues, los hombres cargaron con él por turnos. Alguien intentó huir y fue alcanzado por una masa enloquecida que lo asesinó bajo los ojos del grabador. Uno de los asaltantes le propuso a Juan medio en serio, medio en broma, que le ayudara a agujerear un cadáver. Corría el rumor de que los moriscos se tragaban el oro y las joyas que les estaba prohibido llevar consigo so pena de horca.

– Podríamos esperar a que cagara, pero… ¡imagínate que está estreñido…!

Lleno de asco y de terror, Juan vomitó todo lo que había comido bajo los ojos perplejos del asaltante.

– ¿Te apiadas de los enemigos del Señor? -le espetó reprobador el sevillano-. No serás un calvinista o un sodomita…, ¿verdad?

Al segundo día, para escapar a su propio miedo y a la insoportable mezcla de desesperación de unos y regocijo de otros, Juan decidió dedicarse a beber desde la mañana hasta la noche. Pero no olvidó el objetivo que se había marcado: hallar al pintor, a ese maldito Miguel Ribera que había violado a su madre y que, según su loca idea, debía de ser uno de sus dos padres.

Había pocas posibilidades de que aún estuviera vivo, pero decidió que no abandonaría España sin estar seguro. El segundo procreador podía esperar; se ocuparía de él cuando regresara a Italia. Según su madre, el futuro castrado partió hacia ese país al día siguiente de su acto.

Viendo la realidad a través del filtro de su ligera borrachera, el grabador se rió de la creencia de su madre. De joven, se había atrevido a preguntarle a un cura sobre la posibilidad de que un niño naciera de una mujer y de dos hombres. El cura lo había echado del confesionario por reírse del carácter sagrado de la procreación y la confesión.

El grabador decidió visitar, pues, a todos los vendedores de colores. Con su bolsa al hombro, se presentó como un artesano enviado por un impresor de Madrid para reproducir ciertas obras de don Miguel Ribera. Ningún vendedor parecía conocer al pintor, a pesar de que Juan les aseguraba que era famoso. Alguien le preguntó con ironía si era capaz de citar un solo ejemplo de las obras de ese célebre maestro. Ante la respuesta negativa del grabador, el comerciante pareció reflexionar un instante y le aconsejó que echara un vistazo por las iglesias, dado que Sevilla era tan pía que cualquier pintor un día u otro conseguía un encargo de un convento o de alguna de las tantísimas órdenes cristianas de la ciudad. Si aun así no hallaba nada, señal de que su pintor era menos conocido de lo que pretendía.

Juan se dispuso a visitar todo aquello que se pareciera ni que fuera remotamente a un edificio sagrado. Abría las puertas de las iglesias o las capillas y se santiguaba visiblemente, buscando con la mirada posibles cuadros. Luego se acercaba a ellos como si paseara e intentaba descifrar las firmas. El cuarto día, se hizo con un cirio para iluminar la parte alta de un descendimiento de la Cruz donde aparecía una inscripción que empezaba por R. El cura, desconfiado, se disponía a amonestarlo cuando una mujer entró con un bebé gritando en la iglesia.

– ¡Padre, padre, salvadme! ¡Quieren detenernos! Dadnos el asilo de Nuestro Señor, por el amor de Dios. ¡Nos quieren embarcar a la fuerza!

El cura examinó con cara de perplejidad a aquella mujer casi despechugada y con el pelo revuelto que lloraba sin parar de repetir: «Nos quieren detener…, nos quieren retener…». Pillado por sorpresa, el sacerdote se decantó por el camino de la piedad y le tendió la mano para calmarla. Pero luego, como si le hubiera picado un aguijón, la retiró.

– Eres morisca, hija de moriscos, ¿verdad?

– Sí, padre, pero ahora soy una verdadera cristiana. No tengo nada que ver con los demás… Ellos son unos embusteros, que siguen la fe errónea… Os lo juro por la cruz que siempre he llevado… Rezo mis oraciones. Amo a Nuestro Señor Jesucristo y, sin embargo, los soldados quieren embarcarme… Ya han matado a mi marido…

– ¿Eres una verdadera cristiana, dices? ¿Y buscas asilo en nuestra Santa Iglesia?

Mientras mecía al bebé que había empezado a gemir, la mujer inspiró con esperanza.

– Sí, padre… Asilo, por piedad, para mi niño y para mí… Los soldados nos buscan…

Se arrodilló a los pies del cura y casi golpeó la cabeza del niño contra el suelo. El hombre la dejó hacer. Su mirada, casi meditativa, se detuvo con curiosidad sobre la criatura en lágrimas. Y luego, resoplando, apartó a la madre con la punta del pie. Le ordenó con aspereza que se levantara, que se tranquilizara y que esperara un momento hasta que él pudiera comprobar algo por sí mismo. Salió antes de que la mujer se hubiera incorporado por completo.

– ¡Que Dios os bendiga, padre! -gritó antes de girarse, llena de esperanza, hacia quien ella había tomado por un ayudante del cura-. Ya lo veis, tiene buen corazón… Ha comprendido que yo no tenía nada que ver con los impíos a los que están expulsando…

La mujer buscó la aprobación en los ojos de Juan, pero este desvió cobardemente los ojos hacia el cuadro. La mujer se acercó y, tirándole de la manga, lo interrogó con voz suplicante:

– ¿Acaso no tiene buen corazón el cura? ¡Que Dios lo guarde en su seno! Vos le conocéis bien, ¿no es así?

La desgraciada deseaba tanto creer en el milagro, que Juan sintió un escalofrío de compasión y de despecho.

– ¡Decidle que le daré todos los nombres de todos los que blasfeman en secreto el nombre de Nuestro Señor y la Virgen!

Para acallar los gemidos de su hijo, se descubrió un pecho y lo amamantó. La madre, ajena a todo excepto a su propio terror, temblaba como una hoja. Extrajo un rosario y empezó a rezar, aunque como le temblaba tanto la voz, Juan no se dio cuenta hasta bastante después de que era el padrenuestro.

La mujer aulló de terror cuando el sacerdote regresó acompañado por dos soldados blandiendo sendas espadas.

– Padre, padre… yo no he hecho nada. ¡Soy tan cristiana como vos! ¡No quiero subir a sus barcos! ¡Padre, no me entreguéis! ¡Salvadme! ¡Decídselo vos! -gritó en dirección a Juan mientras los soldados la arrastraban sin contemplaciones.

El cura asistió impávido a la escena.

– Hija, la cátedra de san Pedro no se extiende a los herejes -sentenció.

Juan sintió un frío glaciar en el cuerpo. «Es el frío de tu crueldad, cerdo», le sugirió una voz desde el fondo de su cabeza.

El insulto había sido pronunciado con tal intensidad que, por un instante, en un repunte de pánico, Juan creyó que alguien se lo había dicho al oído. Le fallaron las piernas y tuvo que apoyarse con la mano herida en una columna. Se mordió los labios del dolor.

Cuando los gritos de la desdichada se hubieron desvanecido entre los ruidos de la ciudad, el cura sacó un pañuelo de la manga de la sotana, se secó distraídamente la frente e hizo un vaguísimo amago de arrodillarse ante el crucifijo antes de girarse hacia el otro visitante.

– ¿Qué deseáis, hijo? ¿Con qué permiso tomáis mis cirios como si fueran vuestras velas? ¿Qué os habéis hecho en la mano? ¿Os habéis batido en duelo? -espetó a un Juan aún conmocionado.

Su tono seguía siendo reprobador, aunque menos agresivo; se diría que incluso había en él una nota dulce de connivencia. Una vez cumplido con su deber, el cura había recuperado rápidamente sus tareas ordinarias. Solo una respiración ligeramente acelerada y algunas perlas de sudor en el labio superior le traicionaban.

Juan sintió que los testículos se le encogían. La menor sospecha de impureza de sangre y ese religioso de modos paternalistas se regocijaría entregándolo a la cohorte de arcabuceros que patrullaban sin cesar las callejuelas de Sevilla.