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– ¿Qué queréis? -gruñó.

Juan había perdido de repente toda su cólera. Sin aliento se descubrió, se presentó y balbuceó que buscaba al gran maestro don Miguel Ribera. Explicó que un italiano, hombre de buen gusto y mejor fortuna, le había encargado comprar unos cuadros y unos dibujos de ese pintor al que tanto admiraba. Él, como representante de dicho italiano, se preguntaba si todavía sería posible verse con el pintor para hablar sobre la posibilidad de adquirir algunas obras y…

La mujer lo interrumpió. Una soberbia arruga surcaba su frente dividiéndola en dos.

– ¿Si todavía es posible…, decís? ¿Me estáis preguntando si el pintor aún es de este mundo?

Juan se quedó mudo y boquiabierto.

– Señor… ¡mala hierba nunca muere! -prosiguió sin esconder su acritud-. Pasad, pasad o acabaréis atrayendo la curiosidad de nuestros vecinos. ¿Qué es lo que proponéis exactamente?

Avanzaban por un largo y sombrío pasillo que conducía hasta una escalera. Juan se estaba preparando para desplegar su cuento cuando de repente la mujer se puso rígida, y volviéndose hacia él le dirigió una mirada llena de sospecha.

– Pero… don Miguel no pinta desde hace mucho. ¿Cómo puede conocerlo ese extranjero? ¿Y cómo decís que se llama?

– Mi cliente, messire Gentile Pesaro, vivió un tiempo en Sevilla durante su juventud y apreció el trabajo de… -Movido por una intuición repentina, aventuró-: de… ¿vuestro esposo? Don Miguel es vuestro esposo, ¿verdad, señora?

El esperpento de mujer dejó caer lo que le quedaba de pestañas, poniéndose roja como un pimiento. Y con un tono repentinamente enternecido, hizo un ridículo melindre.

– Querido Juan, sois un verdadero hidalgo, intuitivo y culto… Mi… mi querido esposo os recibirá en un instante. Pero disculpadlo, no se encuentra muy bien estas últimas semanas… está algo… ausente. Además, ya no está acostumbrado a recibir visitas.

Abrió una puerta que daba a una sala grande y la cruzó para abrir los postigos. A juzgar por los caballetes y las telas que colgaban de la pared, aquella habitación de olor agrio tuvo que ser el taller del pintor, pero ahora parecía más bien un desván polvoriento, lleno de trastos que nadie había tocado desde hacía muchísimo tiempo.

– Esperad aquí, por favor. Vuelvo enseguida… Él está arriba. Ah, y llamadme doña Ana… No sé… En fin.

La señora de la casa había abandonado su desdén y se había convertido en una anciana febril que se retorcía las manos sin saber qué hacer. Antes de subir la escalera, se giró con una mezcla de agitación e inquietud.

– No me vais a creer, pero es nuestra primera visita desde hace… hace quince años… o quizá más. Ya ni me acuerdo. -Rió como una niña-. Bueno, me refiero a visita normal… Porque de las otras… ¡ya me hubiera gustado a mí que no hubieran venido nunca!

A Juan le costó soslayar el pellizco de compasión que sintió cuando volvió a sonreír, esta vez suplicándole:

– No os vayáis, ¿de acuerdo? ¡Qué sorpresa se llevará!

Juan dejó vagar su mirada sobre el desorden de la habitación. En un rincón, se amontonaban telas medio rotas, bastidores llenos de excrementos de mosca, potes de pintura, pinceles unidos por telarañas… Como si a alguien le hubiera dado un arrebato y hubiera barrido a trompicones una parte del taller antes de resignarse a abandonar el resto.

Así que fue allí, en ese lugar que aún exhalaba vagos olores de pigmentos y de aceite secante, donde su madre posó de adolescente para el infecto ser que la violaría.

Juan se concentró en su odio. ¡Lo había alimentado durante tantos años! Había llegado el momento de usarlo para hacer justicia a su querida madre, contra la que tantas veces en su exilio italiano había generado un rencor más corrosivo que el agua fuerte de su arte.

Desde lo alto de la escalera, oyó el anuncio de la vieja mientras apretaba los dientes para controlar los recuerdos.

– Ya bajamos… ¡Ya bajamos, Juan!

A través de la neblina, María vio a su hijo introducir su mano herida en el zurrón. Mientras, doña Ana condujo a don Miguel a pasitos precavidos y lo sentó en un sillón; luego se sacó un pañuelo de la manga para secar con ternura la boca babosa de su esposo.

Bartolomé se mofaba de la escena desde su silencio del no ser:

– ¿Quién es ese joven gallardo? No parece sentir demasiado afecto hacia la vieja sanguijuela que la mujer cuida con tanta solicitud. ¿Le conoces? ¿Y por qué estamos aquí, en esta casa desvencijada?

Ella se había jurado no contarle nada al espectro del hombre al que había asesinado. Se había dado cuenta de que este, a pesar de su sarcasmo, sufría como mil muertos por no recordar absolutamente nada de su existencia anterior al degüello. En aquel universo extravagante en el que sentía con la misma intensidad que en su vida anterior y en el que estaba, a la vez, más indefensa, su única venganza posible consistía simplemente en permanecer callada, a pesar de las continuas súplicas del fantasma. María había descubierto que le bastaba solo con no querer que Bartolomé accediera a sus pensamientos para resultar más inaccesible que una tumba para un Vivo. Sí, era cierto: su hija Catalina había penetrado en lo más íntimo de sus recuerdos, pero se debía al estupor ante su nuevo estado. Se juró que no permitiría a nadie más y, mucho menos a aquel que la había ultrajado en vida, que le hiciera sentir esa repugnante sensación de profanación después de muerta.

El fantasma del cazador de esclavos no la había abandonado un solo instante, ni siquiera cuando días atrás se instaló en la residencia de don Miguel para vigilar la inevitable llegada de su hijo. Bartolomé se pavoneaba diciendo que se pegaría a ella como los restos de mierda al culo de los españoles. No deseaba correr riesgo alguno, y nada era más fácil para un fantasma que perder la huella de otro. Se había consumido durante demasiado tiempo en el baño ácido del desconocimiento para aceptar ni siquiera la posibilidad remota de volver a él.

Al principio ella se había enojado por haber resultado tan previsible como una oveja ante su pesebre. ¿Cómo había sabido él que tarde o temprano María pasaría por la posada? Bartolomé le había respondido que era evidente: «Los Muertos siempre volvemos al lugar donde más hemos sufrido en vida. En mi caso, además, no tenía alternativa: era el único lugar que conservaba en la memoria».

María estuvo a punto de responderle con desprecio que su grotesca justificación solo era válida para éclass="underline" esa famosa noche obviamente fue él quien más sufrió… ¡un tajo le había sesgado el cuello de lado a lado! Pero ella… la posada seguía siendo un recuerdo impregnado por el miedo, un miedo intenso, ciertamente… pero con un delicioso aroma de venganza. Además, si ese cuento fuera verdad, entonces ella debería haber aparecido merodeando por las Alpujarrras, donde empezó toda la desgracia de su vida.