Pero no le dijo nada. Ni siquiera intentó librarse del cazador de esclavos; encontraba cierto placer teniendo a su merced al causante de su fracaso existencial. Y haciendo gala de todo su cinismo, María se dijo que al fin y al cabo llevaba muerto mucho más tiempo que ella y que, por tanto, disponía de mucha más experiencia sobre ese estado fantasmal que podía revelarse útil, al menos al principio.
Y sin embargo, cuando vio al joven de rostro níveo, María suspiró, incapaz de resistirse a una bocanada de orgullo que rápidamente dejó paso a una profunda tristeza.
– Es mi hijo. Como cree que no lo amé lo suficiente, ahora se dispone a hacer una bobada.
Lo primero que vio Juan fueron sus ojos: grises, redondos, parecidos a los de un lagarto al acecho. Tragó saliva. Buscaba las palabras con las que preparar para la muerte al crápula que asomaba entre esa ropa desgastada, con las mejillas surcadas de venas, coronadas por un cráneo casi calvo.
Con su mejor sonrisa, el tocado algo menos desordenado y colorete de Granada en las mejillas, la vieja acababa de salir precipitadamente del taller. Exclamó que don Miguel aún no había tomado su medicina y que, además, un poco de vino haría bien a su conversación.
– No hagáis caso del polvo, tengo que limpiar un poco… Si paso un paño, veréis las telas aún más bonitas… ¡El polvo protege las cosas y se quita tan deprisa!
Juan se acercó, amenazante, al individuo hundido en su sillón. La inmovilidad del pintor, que se mantenía echado hacia atrás en un equilibrio inestable, le hizo sentirse incómodo. A pesar de su extraña posición, el viejo no se había movido un ápice desde que su mujer lo había ayudado a sentarse.
El corazón le dio un vuelco cuando volvió a examinar sus ojos. Se había equivocado, estos no mostraban ninguna dureza de reptil, más bien se deslizaban sobre el recién llegado con una especie de placidez bovina carente de sorpresa y de inquietud. De las comisuras de los labios, volvía a caerle baba.
Juan movió la mano ante la cara del hombre. Su mirada atontada siguió con dificultad el movimiento de, los dedos del joven antes de perderse en el vacío. Una mueca de los labios desveló dos hileras de dientes desparejos.
Ese hombre era… La verdad se abrió paso en su cabeza dolorosamente, como si le hubieran arrancado una mata de zarzas del cerebro. Sintió cómo un velo rojo se levantaba ante sus ojos.
«Es demasiado fácil -pensó-, ¡no vas a escapar de esta así como así! ¿Crees que porque hayas perdido la cabeza voy a olvidar el daño que le hiciste a mi madre?»
Sacó el buril y lo clavó en la espalda del anciano.
– ¡No! -conjuró el fantasma de María-. Eso no sirve de nada, Juan. Te quiero más que a la venganza… Ese perro ya es un cadáver, está más muerto que vivo, pero terminará reaccionando, gritando, los alguaciles te detendrán, te partirán las piernas… las rodillas… ¿Para qué? ¡Para nada, hijo!
El pintor emitió un débil gemido.
– ¿María? ¿Te acuerdas de María? La joven esclava que tú… -Y hundiéndole aún con más violencia el buril en el mismo lugar, añadió-: Mi madre dice que eres mi padre, pedazo de carroña… Bueno… la mitad de mi padre.
La cara venosa de don Miguel estaba crispada de dolor; le saltaban las lágrimas. La mancha de sangre de la camisa se expandía, sin que ese idiota esbozara el menor gesto de defensa. Indignado por la pasividad del violador de su madre, Juan le asestó un nuevo golpe.
– ¿No te vas a revolver? Pintaste a mi madre hasta saciarte y ahora te has vuelto un montón de carne inofensiva… ¿Crees que eso es suficiente para que no te mate? ¿Cómo pensaste en ella mientras la violabas? ¿Como simple carne morisca a disposición del colgajo que pende entre tus piernas? ¿Y a mí? ¿Como un residuo del líquido de tus cojones?
El discurso de Juan se disolvía entre sollozos.
– Voy a grabarte tu indignidad en la piel… Vas a ver cómo grita el cobre cuando lo trabajo… ¡Madre, hubiera preferido no nacer nunca!
María lloraba ahora como solo lloran los espectros: sin lágrimas, por supuesto, ni nariz enrojecida, ni sollozos; tan solo se hundía en las arenas movedizas de una tristeza sin fin, sin ilusión de salvación. A lo largo de su vida todo le había salido mal, y esa monstruosa mala suerte la seguía incluso después de muerta.
Por su parte, Bartolomé observaba con una curiosidad enfermiza el espectáculo que se desarrollaba al otro lado de la barrera que separa el mundo de los Muertos del de los Vivos. De vez en cuando mendigaba a María alguna respuesta.
– María, ¡no entiendo qué sucede! Cuéntame, ¿quién es ese joven? ¿Es tu hijo, como dice? Y el otro, ese cadáver andante…, ¿es su padre? ¿Has tenido un hijo con ese imbécil…? Pero ¿cómo es posible? ¿Qué te pasó?
Los ruidos que emitía la boca del pintor podrían haberse confundido con el piar de un gorrión. El contraste entre la debilidad de sus gemidos y la gravedad de sus heridas hacía que la escena pareciera casi irreal.
– Recuerda a la pequeña María, bazofia. Ella, la querida hija de Francisco e Isabel -escupió Juan tirando de un puntapié al viejo de su taburete.
Cuando el pintor golpeó el suelo se oyó un grito estridente, acompañado por el ruido de una vajilla haciéndose añicos. Por un instante, Juan creyó que el hombre había recuperado milagrosamente la potencia de voz.
– ¿Qué estás haciendo, asesino?
27
La vieja se cubrió la boca con la mano. A sus pies yacían rotos una jarra y dos cuencos. El líquido vertido le había salpicado las sandalias y los bajos de la falda.
– Maldito seas, ¿por qué quieres matarlo?
Jadeante, Juan cerró los ojos, intentando discernir algo a través de la niebla de su propia ira. La esposa del pintor mascullaba a su alrededor palabras incomprensibles. Se había lanzado sobre el hombre que yacía en el suelo profiriendo maldiciones entrecortadas por gritos de auxilio; intentaba proteger al moribundo con su propio cuerpo del arma amenazante que el asesino seguía blandiendo. La ropa se le había levantado obscenamente y el grabador entrevió dos piernas delgadas coronadas por una mata grisácea. Una parte de su cerebro protestó: «¡Tápate, vieja chocha sinvergüenza!». Mientras, la otra se preguntaba: «¿Y ahora qué tengo que hacer? ¿Matarlos a los dos?».
La mujer percibió la indecisión del visitante. Dejó de gritar, las pupilas se le contrajeron y la curiosidad ganó la batalla al pánico.