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– ¿Quién eres, extranjero? Él nunca te hizo nada, ¡mi pobre marido! ¿Y quién es esa María de la que…?

La mujer se calló al instante.

– ¡María…! -balbuceó con voz estrangulada, como si ella también hubiera recibido una puñalada en el pecho.

La cara se le desencajó antes de volver a recuperarse bajo el efecto de la incredulidad y, más tarde, del estupor.

– María, la joven esclava, ¿la que…? Pero hace… hace ya tanto tiempo…

Boquiabierta y con el pavor titilando en sus ojos, observaba a aquel muchacho que se había hecho pasar por comprador. Aún asustada, pero ya calculadora, movía la cabeza de izquierda a derecha, como si estuviera manteniendo un debate consigo misma. Se pasó la lengua por el labio inferior y dejó sobre él un rastro de saliva.

– Dios mío, cómo te pareces… -Y dándose cuenta de la peligrosa ambigüedad de la frase, añadió-: A tu madre, me refiero…

Luego, suavizando su tono, escondió la mirada y sentenció:

– ¡Aunque en absoluto a su maestro don Miguel, como puedes ver!

Juan apretó los dientes y asestó una patada de rabia a la vieja.

– ¿Su maestro…? ¡Serás víbora!

La mujer lanzó un alarido. Cuando reculó arrastrándose sobre sus nalgas se dio cuenta de que llevaba sus vergüenzas al aire. Se bajó rápidamente la falda, balbuceando:

– Perdón, perdón, ¡no me había dado cuenta…! -Como si el hombre la hubiera golpeado por su falta de pudor.

Juan cerró los ojos con fuerza un momento y los volvió a abrir. Estaba sudando. Le dolía la mano que sujetaba el buril. La punta de la herramienta estaba ensangrentada, pero los golpes infligidos al anciano pintor no habían sido suficientes. Este yacía en el suelo, seguía tumbado sobre el vientre, seguía mudo… pero respiraba emitiendo grandes soplidos.

– ¡Voy a vaciarte la sangre de tus venas!

Levantó la mano y cogió aire para recuperar la ira que le había permitido acuchillar al pintor. La mujer alzó los brazos y gritó:

– ¡Ten piedad, no tiene ya más cabeza que un niño!

Su exclamación había detenido al asesino, así que continuó balbuceando de miedo.

– Lo siento, por María… tu madre. Fue… Fue un error. Él… Te lo suplico… Está así desde que dejó de pintar… Su cerebro se fue consumiendo lentamente por la pena… No nos mates… Él me quiere, lo sé, estoy segura… Es el único hombre que me… ¡Misericordia!

Se irguió de repente. Su astucia y su compasión por sí misma se aliaron entonces para hacerle ver la escena con otros ojos.

– Ya sé… has venido a por tu herencia. Crees que es tu padre… Pero en realidad, todo me pertenece… Aunque has hecho bien: te daré la mitad. Lo compartiremos. Quédate con más si quieres. Es un gran pintor, mi don Miguel… Yo no soy su criada. Es mi marido ante Dios y ante los hombres. Nos casamos el año pasado. El cura no quería… porque mi hombre no conseguía decir que sí. Esperé tanto tiempo y tuve que sobornar al cura… ¿Comprendes? Aún no me he cansado de ser su mujer… Toda la vida me ha tratado como si no valiera nada… Por Dios, no nos mates. ¡Espera al menos al próximo año!

Juan sintió que una extraña suciedad le entorpecía los músculos. No habría tenido que dejarla hablar tanto tiempo. Su discurso tenía ese regusto de fracaso que conocía tan bien.

– Perdónale, hijo mío…

– ¡No soy tu hijo, vieja loca! -rugió el grabador. Y avanzó hacia ella titubeante, blandiendo el arma por encima de la cabeza de la esposa.

– Espera… Tengo algo que te gustará.

Se levantó de un salto y rebuscó entre los cuadros apilados. Los levantaba uno por uno, gruñendo con un tono que oscilaba entre la rabia y la angustia: «No, este no. No… Pero ¿dónde los pusiste, idiota? Este cuadro no, veamos…».

Luego los lanzaba sin ningún miramiento, daba la impresión de que buscaba con frenesí algo en concreto. A veces tosía a causa del polvo que levantaba y lo resolvía escupiendo gargajos negruzcos sobre el suelo.

– ¡Mira! A ver qué piensas de esto…

Juan retrocedió estupefacto. La mujer blandía un cuadro con los bordes cubiertos de telarañas. El tema era un banal descendimiento del cuerpo de Cristo ejecutado al estilo de Botticelli. A los pies de la Cruz, arropada por varios personajes que recogían el cuerpo de Su Hijo, se hallaba una Virgen medio desvanecida en la que acababa de reconocer a su propia madre… pero mucho más joven de lo que él la recordaba. El pintor había subrayado además el carácter extraño y casi ridículo de la diferencia de edad: la Virgen, envuelta en una aureola y velos de colores demasiado alegres para el tema, parecía más la hija que la madre del viejo con la corona de espinas, un barbudo descarnado con sus partes claramente sugeridas a pesar del paño que descansaba sobre ellas.

– Dios mío, ¡qué hermosa eras, madre! -suspiró el grabador.

En el corazón sintió cómo se abría la puerta del tiempo, que había permanecido más sellada que miles de prisiones concéntricas. Juan supo que de un momento a otro su principal preocupación sería no imitar a la adolescente que lloraba desamparada a los pies del cuadro.

Deslizó la mirada hacia el autor de la pintura, admirado. Aunque su forma de pintar no fuera demasiado original, ese desgraciado había conseguido plasmar los trazos de la muerta cuando su propio hijo había fracasado lamentablemente.

Pero claro… ¡el violador había decidido estudiar todos y cada uno de los rincones de su madre!

El grabador se sobresaltó ante la vulgaridad de su pensamiento. Acumuló saliva para escupir sobre el hombre tendido, pero no hizo nada para no romper el encanto del momento. Se volvió de nuevo hacia el cuadro. Las comisuras de los párpados le quemaban como durante aquellos primeros meses de exilio cuando no conseguía comprender por qué esa madre a la que adoraba había vomitado tanta crueldad sobre él.

El grabador quedó absorto en la contemplación de la hermosa muchacha y sintió que se fundía de ternura. Tuvo unas ganas repentinas de bromear con ella sobre el nimbo de santidad que la coronaba y su virtuosa compañía.

«Madre, nuestros vecinos del pueblo se hubieran muerto de envidia si hubieran visto a todos estos importantes personajes que te rodean en el cuadro… Tú que eras más disoluta que…»

Confundido, Juan pidió disculpas con una sonrisa en los labios: «Perdona, Yemma, soy tu hijo y un hijo no se ríe de su madre».

Negó con convicción: «Sí, madre. Un hijo digno de ese nombre no juzga a quien lo ha traído al mundo».

Tragó saliva e insultó a los encargados del gobierno del cielo: «¡Malditos seáis!». Estaba haciendo esfuerzos para estrangular el gimoteo que intentaba escapar entre sus labios. En el Evangelio, era el hijo quien debía morir; su madre, la famosa María, la madre de Dios, solo aparecía para poner rostro al dolor de la muerte. La realidad había invertido los papeles con toda su crueldad.