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El viento condujo hasta mi nariz un intenso hedor de mierda y orina.

«¿Es este, pues, el olor del fin del mundo?», exclamé para mis adentros con el estómago hecho un nudo.

Leonor escupió de asco.

– ¿A qué esperas? -susurró con voz temerosa-. Vamos, pinta lo que tengas que pintar y vayámonos lo antes posible.

Durante toda su vida, mi madre me habló del miedo a ser privada un día de su país. Para convencer a mi «padre», ella afirmaba que Dios, que todo lo sabe de antemano, había dividido el mundo en tres: el Edén, el infierno y una última parte, «el tercio restante», un territorio de angustia reservado, decía, a los que por toda la eternidad no poseerían ninguna patria. Algunas mañanas, juraba que acababa de soñar con ese odioso «tercio restante», y lo interpretaba ante su esposo como una señal inequívoca de su inexorable expulsión.

De niño siempre consideré que mi madre exageraba sobre la oscuridad de sus sueños. Ahora estoy viendo con mis propios ojos la tercera fracción de la Creación y comprendo por qué estaba tan asustada.

– ¡Rediós! Esto huele tan mal como la mierda de los bautizados, ¿eh? -gruñó un soldado conduciéndome hacia el estrado-. A tu antecesor le aplastaron la cabeza y luego lo sepultaron bajo cubos de mierda. ¡Nos costó horrores arrebatarles el cuerpo!

Apartó de un puntapié una piedra que aún estaba sobre un peldaño de la escalera.

– A estos blasfemos no les debe de gustar demasiado la pintura. Menos mal que los obligamos a pagarse el pasaje, ¡al menos eso servirá para limpiar esta pocilga!

Su mano abarcó con un gesto vago la explanada y el estrado; el terreno estaba totalmente cubierto de piedras y excrementos. Una mácula de sangre manchaba el suelo; a su alrededor había tubos de pintura, un paño y unos pinceles. El caballete era lo único que había sobrevivido en pie a la carnicería.

Algunos moriscos se habían acercado al estrado y nos observaban con la mirada vacía. Uno de ellos me amenazó furtivamente con el puño.

– ¡Soldado, quédate conmigo! -le supliqué en un ataque de pánico-. Lo estoy haciendo para el servicio del rey.

El soldado alzó los hombros con una mezcla de piedad y desprecio. Se ajustó el casco; con la otra mano no dejaba de toquetear nerviosamente la empuñadura de su espada.

Con el mentón señaló la multitud.

– Para el rey o la Virgen, valiente, yo no voy a arriesgar la vida por un capricho. Ya tenemos bastante con contener a estas fieras como para además tener que defender a los cortesanos que se empeñan en hacerles quedar en ridículo. En caso de gran… eh… dificultad -se giró y me señaló la batería de cañones que apuntaban a la explanada-, dispararemos sin contemplaciones, incluso si para ello tuviéramos que sacrificar a uno o dos de los nuestros. Estamos defendiendo Sevilla, joven, no a un… -hizo una mueca de desdén-… a un cantamañanas cortesano. Consolaos: si os sucediera algo, se os consideraría un buen creyente.

Soltó una sonora carcajada y me preguntó cómo me llamaba.

– ¡Estupendo, pronto habrá un san Juan Cortés en el calendario! -exclamó llorando de risa, encantado por su ocurrencia-. Os prometo que acabaré con no menos de diez de estos piojosos para celebrar vuestro martirio. De todas formas, tranquilizaos; buena parte de ellos terminan siendo lanzados por la borda y devorados por los peces.

Se hallaba ya a unos diez codos del estrado, cuando volvió a interpelarme sin perder su ironía.

– Os habríais podido vestir un poco para un día como este. Al Señor no le gusta admitir a santos mal vestidos en su paraíso.

El viento había empezado a soplar, llevándose consigo algo del hedor a mierda. El individuo que me había amenazado con el puño reapareció. Aún era joven, tendría unos treinta años. Me desafió. Su cara parecía envejecida por una rabia triste. Había dispuesto papel aceitado en el caballete. Me temblaban las manos. Cogí el lápiz sin dejar de vigilar al hombre por el rabillo del ojo. Se disponía a insultarme, creo, cuando un profundo grito de mujer se elevó entre la multitud.

Ambos nos giramos hacia el lugar de donde provenía el grito: una barcaza que apenas había cubierto la mitad de la distancia que la separaba del navío de deportación más cercano. Sobre ella, una mujer estaba en pie y gritaba con todas sus fuerzas. Parecía que iba a desgañitarse, que se le iba a salir la vida entera por la boca. «Tiene la cabeza demasiado tensa, va a resquebrajarse», fue mi absurdo pensamiento. Inconscientemente, tomé una bocanada de aire, como para ayudar a respirar a esa mujer. Uno de los remeros empezó a insultarla diciendo que desequilibraba la embarcación. Luego un segundo individuo, quizá otro remero, tiró brutalmente del vestido de la morisca y la hizo caer en medio de los demás pasajeros.

Se produjo un silencio absoluto en la explanada, como si, soldado o proscrito, cada cual esperara con angustia la reanudación de la desgarradora protesta.

Entonces, desde el centro de la plaza, se alzó el tradicional yuyu de las moriscas, relevado, justo en el momento en que expiraba, por un segundo en la otra punta del puerto, seguido de un tercero…

Así fue como, de todas partes, del mar y de la tierra, se elevó un clamor de miles de aullidos de desespero que brotaban de los pechos de las mujeres amontonadas en los muelles, apretujadas en las barcazas o peligrosamente asomadas a los empalletados de los barcos del exilio.

Y tan repentinamente como empezó, el clamor de las proscritas se interrumpió. Un último y solitario yuyu se alzó débilmente, pero acabó roto en sollozos. Por un instante, mientras los oídos me zumbaban, fui incapaz de oír el chasquido de los estandartes ni el rechinar de las armas de los impresionados soldados. Un escalofrío me recorrió la espalda y puso cómo escarpias hasta el último pelo de mi cuerpo. Lo sentía con toda mi alma: yo hubiera tenido que compartir el destino de esa gente. Pero estaba tan aterrorizado que por nada del mundo hubiera bajado del estrado para unirme a su suerte.

Intenté tragar saliva, pero algo -¿una esponja?, ¿un pedazo de cuero?- parecía haberme bloqueado la garganta. Mi madre solía contarme que eso significaba que Iblis había aprovechado para soplar en el saquito de amargura que todo ser humano posee justo encima de la nuez. Se reía y decía que solo el beso de una madre amorosa podía deshincharlo; en caso contrario, si el niño seguía demasiado enfadado acababa muriendo de asfixia. Por eso corría siempre tras ella, medio incrédulo, medio atemorizado, para que me ofreciera el beso de la salvación. Me encantaban esos juegos que mi madre me concedía solo raramente.

Sin embargo, mi madre había sido quemada en la hoguera y ya nunca volvería a concederme esa caricia salvadora que me llenaba de alegría.

Seguía enarbolando el lápiz. Lo asía con fuerza, presa del vértigo, casi sorprendido de hallarme tras un caballete. Mi mirada se fijó en el hombre del puño. Me miró aterrado.