Él también lloraba.
Con la manga se secó las lágrimas. Luego se alejó con paso cansino sin soltar el insulto que me tenía preparado.
Bajé la cabeza ante la imposibilidad de representar lo inexpiable. Para que me perdonaran mi traición, alisé la hoja del caballete y empecé a dibujar solo al morisco que lloraba.
Epílogo de la madre
Ahora ya no recuerdo demasiadas cosas. Pero ¿acaso tiene importancia?
Yo, María, solo sé que en el fondo he tenido mucha suerte, incluso siendo el fantasma de una mujer quemada por razones que ya ni me interesan.
Aun así, soy una proscrita. Durante toda mi existencia intenté con toda la energía del desespero evitar lo que creí que era el colmo de la desgracia.
Muerta y exiliada, avanzo en dirección a lo que los Vivos llaman el Nuevo Mundo, en (o sobre, o dentro o, más bien, mezclada en) un galeón escoltado por otros dos que se han unido a nosotros esta mañana.
«¡El Nuevo Mundo!», exclaman con orgullo. ¡Qué pretensión tan grotesca! El mundo en el que me debato desde mi muerte es eterna e incomparablemente nuevo.
Pero un fantasma ya no tiene por qué ser listo ni cauteloso. Lo confieso, sí: a pesar de todos los infortunios de mi existencia terrenal, con qué voluptuosidad volvería a sumergirme en la estúpida y cruel candidez de la vida…
– Pero ¿cómo lo has hecho?
Estaban asomados a la cubierta y parecían admirar los delfines.
– Parecía que lo hubieras hechizado. ¡Estaba aterrorizado! ¿Qué le hiciste? -repitió angustiada.
Él la observó y, aunque estaba igual de sorprendido que ella, le sonrió.
La víspera, el capitán del barco, tras mucho palabreo y una atenta lectura de los documentos de identificación, aceptó presentarlo ante el alto funcionario. Este último, un hombre rechoncho en ropa interior y de muy mal humor, no apreció demasiado su dibujo.
– ¿Por qué os habéis limitado a representar a un hombre que llora? Hemos expulsado a toda una nación impura. ¡Al Señor le hubiera gustado contemplar el aplastamiento de todo ese pueblo! Y vos, joven, habéis sido incapaz de comprender esa virtuosa exigencia.
Juan se justificó servilmente.
– Solo es un esbozo, señor… Me dispongo a realizar una gran obra sobre la expulsión de esa secta inspirándome en todas las sugerencias que tengáis la bondad de hacerme. ¡Ese será el primer testimonio para las Indias de la santa inflexibilidad de nuestra Iglesia!
El gobernador dudó; apreciaba el argumento y quizá la obsequiosidad del solicitante. Dio una última ojeada al retrato antes de lanzarlo sobre la mesa.
– ¿Sabéis hacer algo más? ¿Tenéis estudios?
– Asistí a algunos cursos en la Universidad de Salamanca. Hablo latín, italiano y… -mintió.
– ¡Ya basta de tanta jactancia, joven! -le interrumpió impaciente el gobernador-. No necesito ningún mal escritor, necesito un artesano. Además, al no ser vos hidalgo, sería sensato por vuestra parte no vestiros ridículamente con más cualidades de las que os autoriza vuestro nacimiento. Sin embargo, habéis tenido suerte. Mi estúpido pintor murió a manos de esos herejes y no tengo demasiado tiempo para encontrar otro.
Se dirigió al capitán. Su mueca de desdén ponía de manifiesto que le repugnaba ser prisionero de las circunstancias.
– Este individuo viajará con nosotros. Pero, como aún no ha demostrado su valía, pagará el precio de la travesía, así como los gastos derivados de su estancia a bordo.
Satisfecho de su mezquindad, repiqueteó los dedos sobre la mesa, dando a entender que daba por terminada la entrevista.
– … Solo asumiremos vuestros gastos si, durante el viaje, nos demostráis que vuestro trabajo está a la altura de nuestras exigencias. Comprobad su identidad y discutid con él las condiciones de embarque, capitán.
– ¿Tenéis dinero para pagar? -fue la primera pregunta del oficial cuando se hallaron al aire libre en el puente superior-. Os costará…
Juan hizo una mueca al oír el importe: todo su peculio. Sin embargo, asintió con un vigoroso movimiento de cabeza.
– ¿Y tienes para pagarme a mí? -intervino Leonor con una voz que parecía un susurro.
Juan se sobresaltó. ¡Se había olvidado de la criada!
– ¿Pagarte? ¿Quieres una recompensa por tus esfuerzos?
– No seas animal -le cortó-. ¡Para pagarme el pasaje y la comida!
– ¿Quieres cruzar la Mar Océana conmigo? Durante todos estos días, me has ayudado… ¿para eso? -Estaba sinceramente sorprendido, pero algo en él lo había presentido desde el principio.
La joven bajó la mirada, los colores le encendían las mejillas.
– Sí, pero creo que te habría ayudado a pesar de todo.
El oficial se rió divertido por las pretensiones de la puta.
– ¡Está fuera de lugar que viajes con él! ¿Una criatura de tu calaña en un barco real? ¡Vamos! Vas a bajar en la barcaza con tu fardo y regresarás a nuestra bonita Sevilla, te aplicarás bálsamo en el ojo y rezarás por la salvación de nuestras almas si tu corazón es suficientemente misericordioso. No porque tú y yo hagamos… En fin… nos entendemos, ¿verdad?
Con el rostro descompuesto, Leonor tomó a Juan por el brazo.
– ¡No me dejes en Sevilla, Juan! -Su voz, rota por la angustia, temblaba-. Quiero vivir una nueva vida. ¡Págame también mi parte, por el amor de Dios! Te ayudé, recuérdalo.
El oficial se dirigió al grabador, petrificado por el apuro.
– ¿La señora es vuestra esposa? Ante Dios, quiero decir -precisó con un guiño cómplice.
– Esto… ¡No! -negó el grabador con una precipitación que le avergonzó.
Un mal pensamiento surcó todos los recodos de su cráneo: «Cerdo, ¿qué bajeza de ánimo te impide ser agradecido con quienes te han ayudado? Eres un traidor. Un traidor para todos: para los tuyos, para la pobre Leonor…». Cerró la boca y la abrió de nuevo, incapaz de soportar el sabor de la humillación de su saliva.
El capitán alzó los hombros.
– Incluso si pagara tu pasaje, campanilla, el gobernador y yo mismo nos opondríamos solemnemente.
Los ojos de la mujer se velaron. Un músculo hizo temblar imperceptiblemente su mejilla y dos perlas líquidas surgieron de sus ojos.
– Juan… No quiero quedarme en Sevilla. Me moriría aquí. Capitán, os lo suplico, por vuestros hijos…
– No tengo hijos, hermosa -se rió-, excepto los que voy sembrando por aquí y por allá.
Con una mano Leonor sacudió el brazo de su compañero y con la otra sujetó la manga del uniforme del navegante. Ahora lloraba a lágrima viva.