A media tarde, Alcuino localizó a Wilfred en el scriptorium. Sus perros gruñeron nada más verle, pero el conde les tranquilizó. Sacudió las riendas y dirigió los animales hacia donde se encontraba Alcuino, quien aprovechó para ofrecerles dos trozos de carne que había hurtado de las cocinas. Los canes devoraron los filetes como si llevaran meses sin comer.
Observó que Wilfred aún conservaba la muñeca que se habían olvidado sus hijas. El monigote lucía unos curiosos ojos blancos confeccionados con guijarros a los que alguien había pintado un descuidado iris azul.
– ¿Cómo hacéis para abrir las puertas? -se interesó el fraile.
– O bien utilizo este gancho -le enseñó una especie de arpón unido a una vara de avellano-, o los animales me acercan. ¿Qué os trae por aquí?
– Un asunto delicado. Comentasteis que Genserico murió apuñalado.
– Así es. Atravesado con un estilo. -Azuzó los perros, que giraron sobre sí mismos para trasladarle junto a una hornacina. Abrió un cajón, sacó un punzón de los utilizados por los escribas y se lo mostró-. Exactamente con éste.
El fraile lo miró con detenimiento.
– Bonito -observó-. ¿Pertenecía a Gorgias?
Wilfred asintió y volvió a guardarlo en el mismo sitio.
Alcuino examinó la mesa que hacía las veces de scriptoria. Preguntó si era allí donde escribía Gorgias, y el conde se lo confirmó. Advirtió la presencia de otros estilos perfectamente alineados junto a unos tinteros y un botecito de secante. Una gruesa capa de polvo descansaba sobre los instrumentos, a excepción de dos cercos finos y alargados que lucían algo más limpios. Se calló sus sospechas y continuó el examen con disimulo. Le extrañó no encontrar los textos en griego que sin duda Gorgias habría necesitado para la confección del manuscrito. Cuando planteó el asunto de la exhumación del cadáver de Genserico, Wilfred enarcó una ceja.
– ¿Desenterrarle? ¿Y esa ocurrencia?
– Me complacería otorgarle el favor de las santas reliquias -mintió el fraile-. Flavio es custodio del lignum crucis, la madera de la cruz de Cristo.
– Sí, ya sé, pero no comprendo…
– Genserico murió inesperadamente, tal vez con algún pecado en su conciencia. Disponiendo de estas reliquias, sería una falta de caridad no emplearlas para santificar su cuerpo.
– ¿Y para eso hay que sacarlo de su tumba?
Alcuino le aseguró que era preciso.
Tras unos instantes de indecisión, Wilfred accedió. No obstante, le remitió al gigantón de Theodor para que le condujese hasta el sepulcro de Genserico.
Además de aparentar medio cuerpo más grande que el de cualquier persona, Theodor resultó ser también medio mudo. Mientras extraía paletadas de tierra sin parar, lo único que barruntó fue que la tumba apestaba a estercolero. Alcuino pensó que mentiría si afirmara que Theodor olía mejor. Tras un rato de jadeos, la pala de Theodor chocó contra el ataúd. A Alcuino le alegró comprobar que habían empleado un sarcófago de madera, pues de lo contrario la tierra habría estropeado las posibles huellas dejadas por el asesino. Con la ayuda de otra pala, apartó los últimos restos de tierra y pidió a Theodor que le auxiliara a extraer el ataúd, pero cuando le dijo que abriese la tapa, el gigante de ojos azules respondió que aquello ya no era asunto suyo y se retiró unos pasos, dejando a Alcuino a solas con la sepultura. Al tercer intento, la tapa saltó.
Nada más abrirla, el hedor les hizo vomitar. Theodor se alejó aún más mientras Alcuino se las entendía con el enjambre de bichos que cubría el cadáver de Genserico. El fraile se protegió la nariz con un trapo, al tiempo que apartaba los gusanos que pululaban sobre el rostro medio podrido. Cuando lo logró, buscó sobre el hábito del muerto el sitio donde le habían clavado el estilo. Encontró la abertura de la punzada a la altura del vientre: una hendidura pequeña y limpia. Se fijó en el cerco de sangre reseca a su alrededor. Estimó que la mancha rondaría el diámetro de un cirio. Después observó el rostro carcomido, sin rastro de los espumarajos mencionados por Bernardino. No obstante, sí halló restos en la collera del hábito, de modo que empuñó un cuchillo, cortó un trozo de tela, de la que apartó las larvas, y la guardó en un bolsito. Luego le examinó con cuidado las palmas. La derecha aparecía amoratada, con dos extraños orificios. Después, para disimular, sacó un trozo de madera que anunció como lignum crucis y lo depositó en el ataúd mientras rezaba una plegaria. Finalmente cubrió la tapa y pidió ayuda al gigante para enterrar el sarcófago.
Por la noche, en el refectorio les sirvieron unos platos de pescado que parecieron ofender a Flavio Diácono. Wilfred se disculpó por las viandas, pero los víveres suministrados no alcanzaban para celebraciones, y sus propias reservas estaban casi agotadas.
– Es una lástima que parte de las provisiones se hundieran bajo el hielo -se lamentó Wilfred-. La gente anhelaba esa comida.
– ¿No son suficientes los víveres desembarcados? -preguntó Flavio.
– ¡Ja! -rio Wilfred con desgana-. ¿A un buey medio muerto, seis celemines de trigo y tres sacos de avena lo llamáis provisiones? Con eso no llegaría ni para ensuciar los platos.
– Dos navíos aguardan aún río abajo. En caso necesario, podríamos reparar nuestro barco y navegar hasta ellos -sugirió Izam.
– ¿Y hasta ahora cómo habéis hecho para alimentaros? -se interesó Alcuino-. Quiero decir… Según comentan, habéis padecido hambruna.
Wilfred confesó que aguantaron hasta agotar sus propias reservas, pero cuando los muertos comenzaron a amontonarse, hubieron de recurrir a los graneros reales.
– Los avituallamientos no llegaban, y la gente seguía muriendo -se justificó-. Como sabéis, el grano real se custodia para alimentar a las tropas en caso de combate, pero la situación se tornó insostenible, así que decidí proceder a su racionamiento.
– En cualquier caso, no parece que vos os encontréis en la indigencia -señaló Flavio-. Hasta un sordo se atronaría con el mugido de vuestras vacas y el cacarear de vuestras gallinas -dijo señalando la zona del patio donde se ubicaban los corrales.
Wilfred retrocedió en su carromato.
– ¿Así es como agradece un invitado mi largueza? ¿Desde cuándo los romanos se ocupan de las cuitas de los campesinos? -clamó ofendido-. Encerrados como vivís en vuestras catedrales, ignoráis la escasez de vuestros feligreses. Disponéis de huertos de los que obtener el sustento; de ganado y aves; de tierras que rentáis; de siervos que a cambio de alimento desbrozan los campos y reparan los muros. Obtenéis el diezmo de cuantos os rodean; cobráis impuestos por el uso de vuestros caminos, pero, sin embargo, estáis exentos de pagarlos. ¿Y aún venís a decirme a mí…? Claro que dispongo de comida, no soy ningún necio. Soy clérigo, pero también gobierno. ¿Qué sucederá cuando los ciudadanos no aguanten más; cuando la desesperación y el hambre les dominen, se armen con lo que encuentren y asalten nuestras despensas?
Alcuino se apresuró a intervenir.
– Por favor, aceptad nuestras disculpas. Esta situación nos ha cogido por sorpresa, pero os aseguro que agradecemos vuestra hospitalidad al igual que vuestra largueza. Decidme, ¿en verdad opináis que los suministros transportados en el barco resultan insuficientes?
Flavio se molestó por lo que consideró una intromisión de Alcuino. Sin embargo, admitió que su intervención había resultado de lo más oportuna.
– Echad vos la cuenta -rumió Wilfred-. Sin contar curas y frailes, en Würzburg habitan unas trescientas familias. Pero a este paso, tal vez el mes que viene no quede ninguna.