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– ¿De dónde lo has sacado? -le espetó.

– Pero ¿qué demonios te pasa? -Y la apartó de un empujón que la hizo caer al suelo.

La joven se levantó y volvió a amenazarle.

– ¡Maldita loca! ¿Te ha trastornado la pedrada?

– ¿De dónde has sacado ese collar? -repitió.

– Es mío. Y ahora quita de en medio o tendrás que recoger tus dientes del suelo.

Theresa clavó en él sus ojos.

– Conoces a Hóos Larsson, ¿verdad? Está ahí, en el extremo del túnel. -Se rasgó con violencia el vestido hasta dejar al aire uno de sus pechos-. Contesta ahora mismo o gritaré hasta que te mate.

– ¡Por Dios! Cúbrete. Conseguirás que nos quemen en la hoguera.

Theresa intentó gritar pero Zenón le tapó la boca. Sin embargo, el físico temblaba como un perro apaleado y miró a los ojos de la joven suplicándole que callara. No la soltó hasta que ella aceptó con la mirada.

– Me lo dio tu padre -confesó-.Y ahora déjame en paz, condenada.

Antes Theresa le obligó a que le aclarara las circunstancias del encuentro con su padre. A regañadientes, Zenón le dijo que, a instancias de Genserico, había atendido a Gorgias en un granero abandonado. Añadió que él sólo intentaba ayudar, asegurándole que su padre le entregó el collar como pago por sus servicios. No obstante, evitó mencionar que le había amputado el brazo. Cuando Theresa se interesó por su paradero, él no supo contestarle, así que ella le exigió que la condujera al lugar donde lo había auxiliado.

Zenón intentó zafarse, pero la muchacha se lo impidió. De pronto el físico cambió el semblante.

– Bonitas tetas -dijo con una risita bobalicona.

Theresa retrocedió cubriéndose el pecho. De haber podido, lo habría abofeteado.

– ¡Escúchame bien, boñiga concagatus! Me llevarás a ese lugar ahora, y si se te ocurre rozarme, juro por Dios que haré que ardas en la hoguera.

Theresa dudó del efecto de sus amenazas, pero cuando agregó que le acusaría de haber robado a su padre, el físico se enderezó como si le hubieran metido un palo por el trasero. Entonces borró su sonrisa estúpida y accedió a escoltarla.

Después de arreglarse el hábito, la joven le arrebató la talega para hacerse pasar por su ayudante. Siguió al físico, y abandonaron la fortaleza por una puerta lateral sin que nadie les importunara.

Caminó tras un Zenón más nervioso que nunca, como si ansiara llegar al almacén y acabar de una vez con aquella pantomima. Cuando alcanzaron las inmediaciones de la cabaña, el físico se detuvo. Se la señaló con el brazo e hizo ademán de volverse, pero Theresa le exigió que aguardara. Zenón obedeció de mala gana.

La joven se acercó a una construcción medio devorada por la maleza que parecía que se derrumbaría con tan sólo rozarla. Al empujar la puerta, un enjambre de moscas acompañó el hedor que provenía del interior. Entró despacio, sacudiéndose la nube de bichos que zumbaba a su alrededor mientras las arcadas le revolvían el estómago. Sintió náuseas y vomitó. Pese a ello, avanzó en la oscuridad en busca de un indicio que le condujera a su padre. De repente tropezó con algo. Bajó la vista y el corazón se le aceleró. Entre la hojarasca caída, un brazo putrefacto sembrado de insectos descansaba enhiesto como si clamara venganza.

Theresa salió aterrada y volvió a vomitar. El odio y el dolor la dominaban.

– ¿Lo mataste, canalla? -Le golpeó el pecho con los puños-. ¿Lo mataste para robarle? -lloró desconsolada.

Zenón intentó calmarla. No recordaba que había abandonado en el suelo el brazo amputado, así que se vio obligado a contarle la verdad. Theresa lo escuchó y le miró desconcertada.

– No sé qué sucedería después -se disculpó él-, pero Gorgias seguía vivo. Genserico me pidió que les trasladara a otro lugar, yo le obedecí y regresé al pueblo.

– ¿Adonde le llevaste?

Zenón escupió antes de mirar fijamente a Theresa.

– Te acerco y me largo.

Avanzaron bordeando las murallas hasta un punto donde las defensas se intrincaban siguiendo los caprichos de un risco. Zenón le indicó el lugar donde la frondosidad de la hiedra ocultaba un acceso. Al otro lado del muro se adivinaba el perfil de un edificio que Theresa juzgó parte de la fortaleza. En ese instante, el físico se dio la vuelta y la dejó sola, plantada frente a la puerta.

Le costó forzar la entrada porque la humedad había hinchado la madera hasta aprisionarla contra el quicio de piedra. Sin embargo, al tercer empujón la puerta cedió, dando acceso a una capilla en la que parecía, haber acontecido una pelea. La luz de la entrada se derramaba sobre los muebles, que yacían caídos por el suelo, mientras el aire elevaba en pequeños remolinos restos de pergamino como si fueran hojarasca. Examinó cada rincón sin hallar nada que pudiera ayudarla, hasta que de repente advirtió la portezuela que comunicaba con la celda donde su padre había permanecido encerrado. Entró con cautela. Allí encontró, desordenado, abundante material de escritorio que enseguida reconoció como perteneciente a Gorgias.

Con el alma en vilo, voló hacia el códice de cubiertas esmeralda en que su padre solía guardar los documentos de importancia. «Si alguna vez me sucede algo, busca en su interior», le había dicho a menudo.

Lo guardó sin examinarlo. Luego recogió cuantos pedazos de pergamino encontró por la estancia. También se apoderó de un estilo, las plumas y una tablilla de cera. Echó un último vistazo y después salió corriendo como si el diablo quisiera arrebatarle el alma.

Al llegar a la fortaleza hubo de avisar a Alcuino para que le franquease el acceso. Cuando el fraile le preguntó de dónde venía, ella bajó la cabeza e intentó escabullirse, pero él la condujo del brazo hasta un rincón apartado.

– ¡De buscar a mi padre! ¡De ahí vengo! -respondió la muchacha, retirándole la mano.

Alcuino la creyó. Comprendió que no podría retenerla indefinidamente.

– ¿Y qué has averiguado?

Ella negó con la cabeza. Alcuino advirtió entonces la herida de la pedrada que le había propinado Korne. Theresa le informó del episodio, y él le pidió que lo siguiera.

Ya en el scriptorium, esperó a que se sentara. Luego se paseó en silencio, como si dudara en contarle lo que estaba sucediendo.

– Está bien -se decidió el fraile-. En cierta ocasión te hice prometer una cosa y faltaste a tu palabra. Ahora preciso saber si estás dispuesta a guardar un extraordinario secreto.

– ¿Otro milagro? Perdonad, pero estoy harta de vuestras mentiras.

– Escúchame. -Se sentó-. Hay ciertas cosas que aún no comprendes. El amor ni es puro, como tú lo imaginas, ni viciado porque yo lo diga; los hombres no son protervos y pecaminosos, ni inmaculados y compasivos. Sus acciones dependen de sus ambiciones, de sus deseos y anhelos, y en ocasiones, en más de las que puedas imaginar, de la presencia del maligno. -Se levantó de nuevo y deambuló por el scriptorium-. Existen tantos matices como variaciones en el cielo; a veces tibio y soleado, proveedor de cosechas y calidez; otras gélido y tormentoso, como el más mortal enemigo. ¿Qué es verdad y qué es mentira? ¿Las acusaciones que Korne vierte contra ti, confirmadas por sus parientes y amigos, o tu verdad, la que crees absoluta y exenta de culpa alguna? Dime, Theresa, ¿no habita en ti un punto de rencor? ¿No alberga tu alma la sombra del resentimiento?…