Theresa sabía perfectamente quién era el culpable, pero prefirió mantenerse callada.
– Respecto a los milagros -prosiguió Alcuino-, podría afirmar que aún no he visto ninguno. O al menos, no de esa clase que imaginan los necios. Pero piensa sobre esto: ¿cómo asegurar que realmente no resucitaste? ¿Cómo ignorar que un manto protector te sacó de aquel infierno y te guió por las montañas? Que te envió a Hóos, y a aquel trampero para que te salvaran, o a la prostituta que te acogió, e incluso a mí mismo cuando buscabas un médico. ¿De veras crees que Dios no anduvo de por medio? -La miró fijamente-. Al fin y al cabo, yo no he hecho más que protegerte. Con la mentira de un milagro, sí, pero te aseguro que guiado por el Altísimo. Él ha previsto para ti un destino que desconocías y que ahora te será revelado. Un destino en el que Gorgias, tu padre, siempre estuvo involucrado.
Theresa escuchaba ensimismada. Había cosas que no comprendía, pero el discurso parecía sincero. Alcuino se acercó a la mesa que su padre empleaba y apoyó ambas manos sobre ella, Al retirarlas, sus huellas quedaron marcadas sobre el polvo.
– Tu padre trabajaba aquí, en este mismo puesto. Aquí pasó sus últimas semanas elaborando un documento de incalculable valor para la cristiandad. Ahora responde: ¿estás dispuesta a prestar un juramento?
Theresa, aunque asustada, asintió. Repitió con Alcuino que jamás, bajo pena de castigo eterno, referiría nada de cuanto supiese sobre aquel documento. Lo juró sobre una Vulgata que luego besó con devoción. Prometió que Hóos nunca sabría nada de ello. Alcuino tomó la Biblia y la dejó sobre el lugar en que había impreso sus huellas. Luego miró las dejadas por los estilos de Gorgias y le pidió a Theresa que las observara.
– Según Wilfred, tu padre desapareció hará un mes, y Genserico apareció muerto hace dos semanas. Ahora bien, mira estas marcas. ¿Qué ves?
Theresa las examinó con detenimiento. Aparecían las manos de Alcuino impresas sobre la mesa, una fila de punzones y dos marcas pequeñas y alargadas.
– No sé… huellas en el polvo.
– Así es, pero observa con detenimiento: las de las manos que acabo de dejar aparecen impolutas. Sin embargo estas otras dos -señaló las alargadas-, que sin duda por su forma corresponden a dos punzones, ya comienzan a cubrirse de una ligera capa de polvo. Y aun así…
– ¿Sí?
– Entre ellas son diferentes. No por su forma, que es algo obvio, sino por la cantidad de polvo que acumulan. La de la izquierda, algo más grande, muestra más que la derecha. -Se dirigió al cajón donde Wilfred conservaba el estilo que habían encontrado clavado en Genserico, lo cogió y lo hizo coincidir sobre la huella pequeña-. Como ves, este velo de polvo es más fino, lo cual nos conduce a que el estilo que sostengo en mi mano, el que acabó con la vida de Genserico, fue tomado de la mesa con posterioridad al punzón mayor que descansaba sobre esta otra. -Fue hasta una mesa cercana en la que había varios libros y retiró uno-. En cambio, estas marcas de libros muestran una cantidad de polvo similar a la del punzón más grande. Wilfred me aseguró que el día que desapareció tu padre, también lo hicieron los códices y los punzones. Sin embargo, la menor cantidad de polvo depositada sobre el punzón pequeño, el que apareció clavado en Genserico, indica que en realidad fue sacado del scriptorium bastantes días después.
– Y eso significa…
– Fíjate bien: en el scriptorium no sólo faltan libros. También tinteros, secante, plumas… Justo lo que necesitaría tu padre para elaborar el documento. Y curiosamente, todas las huellas muestran una capa de polvo similar a la del punzón grande, lo que nos permite deducir que material y punzón fueron retirados en el mismo momento. En ese caso, no tendría sentido que luego desapareciera el estilo pequeño, máxime, considerando que tras la desaparición de tu padre, Wilfred clausuró el scriptorium. Así pues, alguien distinto de Gorgias tomó ese punzón para atravesar a Genserico.
– Pero ¿por qué?
– Obviamente, para incriminar a tu padre. Es más. Tengo la certeza de que Genserico no murió apuñalado, sino que su asesino le clavó el estilo después de haberlo matado.
– Pero ¿cómo podéis asegurarlo? -preguntó extrañada.
– Verás: con la insólita excusa de aplicar unas reliquias al cadáver del coadjutor, extraje su ataúd y examiné su hábito. He de reconocer que si Genserico no hubiese sido un meón, le habrían enterrado con otras ropas, pero en fin, el caso es que fui afortunado… Durante el examen, hallé el orificio de entrada del punzón: traspasaba sus ropas a la altura del vientre. Una herida así le habría hecho morir desangrado, pero curiosamente el hábito apenas mostraba un pequeño cerco de sangre.
– No entiendo…
– Pues resulta bastante obvio. Un corazón vivo impulsa la sangre a través de la herida provocando la muerte por desangramiento, cosa que nunca ocurre en un cuerpo ya muerto.
– ¿Queréis decir que Genserico falleció de otro modo y luego intentaron simular un asesinato?
– No murió de otro modo. ¡Lo mataron de otro modo! -puntualizó.
Le relató cómo había examinado los restos de vómito hallados sobre la pechera, sin lograr discernir la naturaleza de la ponzoña.
– Porque eso es lo que seguro acabó con él. Alguna especie de veneno.
Theresa respiró aliviada. Pensó en contarle lo que había averiguado tras la excursión con Zenón, pero sin saber bien por qué, decidió esperar un rato. Mientras tanto, Alcuino, que recopilaba códices y ordenaba el scriptorium, continuó rumiando detalles sobre sus teorías.
– De tal forma que quien accedió al scriptorium, con toda probabilidad fue quien asesinó a Genserico -dijo de repente.
– ¿Os referís a Wilfred?
– El pobre Wilfred es un impedido. Además, no es el único que dispone de llaves. De hecho también las tenía Genserico.
– ¿Entonces?
– Eso es lo que pretendo averiguar…
Le explicó que antes de desaparecer, Gorgias trabajaba en un documento de vital importancia para los intereses de Carlomagno y el Papado. Un testamento del siglo IV en el que el emperador Constantino cedía a la Iglesia romana los Estados Pontificios, reconociéndole la capacidad de gobernar el mundo cristiano.
– Gorgias no concluyó el documento, una réplica del original que se encuentra deteriorado. Lo cierto es que necesitamos concluirlo, y para ello preciso a tu padre.
– ¿A qué os referís? -le interrumpió ella.
– A que es el único que puede acabarlo. De ahí que quiera proponerte un trato: tú permaneces en el scriptorium, trabajando en este borrador, y mientras yo me encargo de buscarlo.
– ¿Y qué tendría que hacer?
– Repasar el borrador… adecentarlo. Tal vez podamos emplearlo, en caso necesario. La verdad es que nadie más debería conocer de este asunto, y en estas circunstancias, dar con un amanuense que domine el griego, lo escriba con corrección, y en quien pueda confiar, resultaría complicado.
Alcuino le explicó en qué consistiría su trabajo y le reiteró la importancia de que no hablara del mismo.
– ¿Ni siquiera con Wilfred?
– Ni con él, ni con nadie. Trabajarás sola en este scriptorium, y si te preguntan, contestarás que estás transcribiendo un salterio. Continuarás alojada en la fortaleza, vendrás por las mañanas y terminarás al anochecer. Mientras tú avanzas, yo buscaré a tu padre. No puede haber desaparecido.
Theresa se mostró de acuerdo. Finalmente comprendió que debía hablarle de Zenón. Aunque dudando, le contó el descubrimiento del brazo amputado y de la cripta en la muralla.