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– ¿Amputado, dices? ¡Dios mío, Theresa! ¿Por qué no me lo has contado enseguida? -gritó desesperado.

Theresa intentó excusarse, pero Alcuino parecía haber oído al diablo. Maldecía y juramentaba mientras lanzaba pergaminos de un lado para otro. Finalmente se dejó caer sobre un sillón como un pelele desmadejado. Theresa no supo qué decir. Pasado un rato, el fraile se levantó con la mirada perdida.

– Entonces tenemos un problema. Un maldito problema -dijo con voz tranquila.

– ¿Qué problema? -preguntó asustada.

– ¡Pues que aunque encontremos a tu padre, no podrá concluir el trabajo! -gritó de nuevo como un poseso.

A Theresa se le escurrió la pluma entre las manos.

– ¿Y sabes por qué? -agregó él bramando-. Porque ahora es un inválido. Un manco inútil, incapaz de escribir un legajo.

En ese momento ella lo vio claro. Aquel fraile nunca había pretendido ayudar a su padre. Tan sólo perseguía ayudarse a sí mismo, y ahora que su padre ya no le servía, dejaría de buscarlo y se centraría en el documento. Lo odió con todas sus fuerzas y tuvo que contenerse para no clavarle el estilo. Pensaba que se lo hundiría, cuando de repente recordó el pergamino escondido en la talega de su padre. Tras un instante se dijo que aún vencería a aquel diablo.

Reunió el valor suficiente para proponerle un trato.

– Encontrad a mi padre y tendréis vuestro pergamino.

Alcuino la miró de soslayo y se volvió para seguir rumiando.

– ¿Es que no me oís? -Lo aferró por el hábito-. Os digo que yo puedo terminarlo.

El fraile sonrió con ironía, pero entonces Theresa agarró una pluma y comenzó a escribir rápido.

IN-NOMINE-SANCTAE-ET-INDIVIDUAL-TRINITATIS-PATRIS-SCILICET-ET-FILII-ET-SPIRITUS-SANCTI

– – -

IMPERATOR-CAESAR-FLAVIUS-CONSTANTINUS

Alcuino palideció.

– Pero ¿cómo diablos…? -La letra era limpia como la de su padre, y el texto copiado, un calco.

– Me lo sé de memoria -mintió-. Encontrad a mi padre y me ocuparé de completarlo.

Aún incrédulo, Alcuino aceptó. Le pidió que preparase una lista de lo que necesitara y luego le ordenó que regresara a sus aposentos.

Alcuino encontró a Zenón en la taberna de la plaza mayor, tumbado sobre el pecho de una mujerzuela y atiborrado de vino. Al verle llegar, la prostituta hurgó entre los bolsillos del físico y tras apoderarse de una moneda, abandonó la mesa sin despedirse. No era el lugar adecuado, así que Alcuino convenció a Zenón para que saliera del tugurio. Nada más pisar la calle, Alcuino le arrojó un cubo de agua que le despejó lo suficiente como para confirmar lo que Theresa le había contado.

– Os juro que no tengo nada que ver con Genserico. Le cercené el brazo a Gorgias, y listo -se defendió.

Alcuino apretó los dientes. Deseaba que Theresa se hubiera confundido, pero si realmente Zenón había intervenido a Gorgias, éste moriría sin remedio. El físico le confirmó que había sido Genserico quien le encargó que atendiera al escriba.

– Un Genserico a quien por cierto encontraron muerto al día siguiente -apuntó Alcuino.

Zenón lo admitió, aunque dudaba que Gorgias fuera el asesino.

– Perdió mucha sangre cuando le corté el brazo -meneó la cabeza.

Alcuino comprendió.

– ¿Notasteis algo extraño en el coadjutor? Quiero decir… ¿Percibisteis algún malestar; algún vahído? -El fraile deseó que el vino le aflojara la lengua.

– Ahora que lo mencionáis, parecía borracho, cosa extraña porque nunca bebía. Recuerdo que mencionó algo de que le escocía una mano. La tenía enrojecida, como llena de picaduras.

Zenón no le ofreció muchos más detalles. Tan sólo le confirmó la ubicación de la cabaña donde había intervenido a Gorgias y la entrada a la cripta. Luego, con paso vacilante, regresó a la taberna.

A Alcuino no le resultó difícil encontrar ambos lugares. En la cabaña no halló nada de interés, pero en la cripta recopiló numerosos indicios que le ayudaron a comprender lo que estaba sucediendo. De regreso a la fortaleza, observó junto a la puerta de entrada un enorme revuelo. Cuando preguntó qué sucedía, una mujer le informó que los guardias habían cerrado las puertas, impidiéndoles el acceso.

– Soy Alcuino de York -se identificó ante un centinela. El guarda le hizo el mismo caso que a un chamarilero.

– Por más que chille, no le abrirán -le aseguró un mozo que empujaba como un diablo.

– Ni entrar ni salir. No dejan transitar ni a sus propios soldados -afirmó otro que parecía más enterado.

Alcuino trepó hacia el montículo donde se apostaba el centinela, pero éste le propinó un varetazo. Mientras descendía, Alcuino se sorprendió maldiciendo al hombre que acababa de lastimarle. Varios campesinos se rieron de su enfado.

Pese a los rumores, nadie sabía realmente qué estaba sucediendo. Algunos decían que se había desatado la peste. Otros, que los sajones estaban atacando. E incluso alguno afirmó que seguían apareciendo muchachos muertos. Alcuino ya pensaba en acudir a la iglesia más cercana cuando sobre la muralla advirtió la presencia de Izam. Sin pensarlo se encaramó sobre un tonel y agitó los brazos. Izam lo reconoció y ordenó a sus hombres que le franquearan el paso.

– ¿Se puede saber qué ocurre? -protestó Alcuino una vez dentro-. Ese necio me ha golpeado -dijo señalando al de la puerta.

Izam lo cogió del brazo y le pidió que le acompañara. De camino a la sala de armas le confesó que el diablo se había adueñado de la fortaleza.

– No entiendo. ¿Las hijas pequeñas de Wilfred? ¿A qué os referís?

– Desde esta mañana nadie sabe de ellas.

– ¡Dios! ¿Y por eso todo este alboroto? Estarán en cualquier rincón, jugando con sus muñecas. ¿Habéis preguntado al ama de cría?

– Tampoco la encuentran -respondió apesadumbrado el joven.

Cuando llegaron a la sala, se toparon con un hervidero de sirvientes, soldados y frailes. La mayoría murmuraba en corrillos, a la caza del último comentario, mientras otros aguardaban desconcertados. Izam y Alcuino se dirigieron a la sala de armas, donde esperaba Wilfred. El hombre se debatía sobre sus muñones en su sillón con ruedas.

– ¿Alguna novedad? -le preguntó a Izam.

El joven apretó los dientes. Le informó que sus hombres controlaban todos los accesos y que había organizado batidas por las cuadras, los almacenes, los huertos y las letrinas… Si las niñas estaban en la fortaleza, sin duda las hallarían. Wilfred asintió de mala gana. Luego miró a Alcuino a la espera de alguna noticia.

– Acabo de enterarme -se disculpó éste-. ¿Ya habéis registrado sus habitaciones?

– Hasta detrás de las paredes. ¡Dios todopoderoso! Anoche parecían tan confiadas, tan tranquilas… Comento que las chiquillas dormían siempre con el ama de cría, una solterona que jamás había ocasionado problemas.

– Hasta ahora -añadió, y estrelló el vaso contra la chimenea.

Izam decidió que interrogarían a cuantos se encontraran en la fortaleza, en especial a los sirvientes y los allegados al ama de cría. Alcuino solicitó permiso para registrar las habitaciones y Wilfred ordenó a un doméstico que le acompañara.

Cuando Alcuino entró en la celda la halló completamente revuelta. Le preguntó al doméstico si tal desorden obedecía a la búsqueda de los hombres de Wilfred, hecho que éste confirmó, puntualizándole que el ama de cría era una mujer muy cuidadosa.

– ¿Estabas presente cuando registraron la habitación?

– En esta misma puerta.

– ¿Y cómo se encontraba antes de que entraran?

– Limpia y pulcra, como cada mañana.

Alcuino pidió al doméstico que le ayudara a recoger algunas de las prendas que yacían desperdigadas, la mayoría procedentes de dos baúles que los hombres de Wilfred habían vaciado buscando a saber qué cosa. El más grande pertenecía a las niñas, y el otro, al ama de cría. Emparejaron calcetines, zapatos y vestidos teniendo en cuenta los que pertenecían a las dos gemelas y los que eran del ama. Luego Alcuino se detuvo en el instrumental que descansaba sobre un aparador basto. Enumeró un plato de metal pulido que hacía las veces de espejo, un peine de hueso, varios cordeles, un par de fíbulas, dos frasquitos que parecían contener afeites, otro más diminuto con perfume de rosas, una pieza de jabón y una pequeña jofaina. Todos lucían perfectamente dispuestos, lo que coincidía con el carácter ordenado de la cuidadora. En la sala se ubicaban dos camas cuadradas de generoso tamaño; la perteneciente a la mujer, situada junto a la ventana, y la de las dos niñas al otro lado de la estancia. Alcuino se entretuvo en la primera, que olió y examinó como si fuera un perro de caza.

– ¿Sabes si el ama de cría se relacionaba con alguien? Quiero decir, ¿había algún hombre? -aclaró mientras extraía unos cabellos de entre las mantas.

– No, que yo sepa -contestó el doméstico, extrañado.

– De acuerdo -agradeció-. Ya puedes cerrar la estancia.