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Pronto el templo se llenó como un redil abarrotado. Cuando se cerraron los portalones, Casiano, el maestro de chantre, apremió a los muchachuelos para que afinaran sus gargantas. Luego solicitó autorización a Flavio y, una vez obtenida, abrió los brazos como un ángel para dar inicio al milagro del canto gregoriano. Los asistentes, en su mayoría clérigos, agacharon las cabezas cuando la primera antífona desembocó en una sinfonía de notas celestiales que hicieron vibrar los sillares de piedra. Casiano mecía sus brazos mientras las voces se arremolinaban y ascendían por las bóvedas, envolvían las columnas y reverberaban hasta erizar los cabellos. La música siguió danzando, fluyendo de aquellos querubines que convertían sus plegarias en arrullos de jilgueros.

De repente, una de las voces se quebró hasta convertirse en un aullido de terror. Los demás niños enmudecieron y toda la iglesia se volvió hacia el coro, donde los cantores retrocedían como si huyesen de un apestado. Delante de ellos, tendido en el suelo, Korne, el percamenarius, vomitaba entre estertores lo poco que le restaba de vida. Para cuando Alcuino quiso atenderle, el viejo ya había fallecido.

Trasladaron el cuerpo a la sacristía, donde Flavio le aplicó los óleos sagrados en un último intento por resucitarle. Pese a sus esfuerzos, el cadáver no se movió. Alcuino observó que lucía la cabeza rapada, canas en el pubis y apestaba a incienso. Sus ojos aparecían desencajados y de su boca aún emanaba una espuma blanquecina. Al examinar sus manos encontró dos pinchazos en la palma derecha.

Cuando informó a Wilfred, éste continuó apurando el muslo de pollo que sostenía con las manos. Tras arrojar el hueso a los perros, miró a Alcuino con indiferencia mientras se limpiaba la boca con la manga. El fraile le informó del hallazgo de una mordedura de serpiente en la mano derecha de Korne.

– Que lo entierren fuera del claustro -fue lo único que comentó.

– No lo entendéis -insistió-. En esta época no hay reptiles.

– Würzburg está lleno de serpientes. -Y miró hacia otro lado.

Alcuino no comprendió. No sólo acababa de señalarle las coincidencias entre la muerte de Genserico y la del percamenarius, sino que además le había relatado los detalles de los cabellos canos, el hecho de que estuviera rapado y, más importante, que cada mañana, después de desayunar en las cocinas, Korne acompañaba a las gemelas a las clases de canto. Cualquier otro en su lugar habría dado saltos de alegría incluso estando lisiado y, sin embargo, Wilfred permanecía impasible, como si su destino estuviese de alguna forma ya trazado. De nada le sirvió a Alcuino afirmar que, con toda probabilidad, Korne era el secuestrador de las gemelas. Wilfred le despidió sin levantar la cabeza.

Al marcharse, el fraile advirtió lágrimas en la mirada del conde.

De camino a sus aposentos, Alcuino se preguntó sobre la extraña reacción de Wilfred. A su juicio, tal melancolía sólo podía obedecer a una demencia temporal ocasionada por la pérdida de sus hijas, si bien, curiosamente, el delirio no parecía afectar al resto de sus facultades. En consecuencia, resultaría sensato considerar que su comportamiento no era causal, sino premeditado, y que en ese caso provendría del conocimiento previo de un vínculo entre ambas defunciones: la de Genserico y la del percamenarius.

Poco después acudía a la habitación de Korne, quien desde que ardieran los talleres había residido en la fortaleza. La estancia no difería mucho de aquella en que él mismo se alojaba: disponía de un camastro, una mesa burda pegada a un poyete bajo la ventana, unas baldas sobre las que descansaba un hábito de trabajo, unos cuantos cueros, y el habitual cubo para las evacuaciones. Miró dentro del recipiente y se apartó con asco. Luego se agachó para rastrear el suelo, donde tanteó hasta toparse con lo que le pareció una cuenta de collar. Sin embargo, a la luz apreció que el pequeño guijarro blanco con un círculo azul pintado era en realidad un ojo de una muñeca de las gemelas. Le mortificó reconocer que el olor a incienso le había hecho seguir una pista equivocada.

De inmediato se dirigió al scriptorium, donde encontró a una Theresa inusualmente torpe con la pluma. Generalmente la joven practicaba el texto a copiar en un pergamino viejo antes de emprender la escritura definitiva, pero aquella tarde sus trazos chorreaban como si los pintase con brocha. Aunque Alcuino la amonestó, intuyó que sus errores provenían no de su impericia, sino de algo que le preocupaba.

– Es por Hóos -acabó por confesar-. No sé si es que le habéis reprendido, pero desde la última noche… -Se sonrojó-. En fin, que parece cambiado.

– Pues no; no he hablado con él. ¿A qué te refieres con que ha cambiado?

La joven derramó unas lágrimas y le contó que Hóos la rehuía. Aquella misma mañana, tras encontrarse casualmente con él, la había rechazado de malas maneras.

– Incluso temí que me pegara -sollozó.

– A veces los hombres nos comportamos rudamente -dijo él, intentando consolarla-. Es cuestión de naturaleza. Si en ocasiones las circunstancias enturbian el ánimo de los tranquilos y oscurecen el entendimiento de los instruidos, ¿qué no harán con quienes se solazan en los apetitos más bajos?

– No es eso -se quejó ella como si Alcuino no entendiera nada-. Fue algo extraño en su mirada.

Alcuino asintió palmeándola en la espalda. Luego, mientras recogía sus notas, se dijo que bastante tenía con la desaparición de las niñas como para, además, tratar de razonar con una joven enamorada.

Le preguntó cómo iba con el pergamino.

– Ya casi lo he terminado -contestó-. Sin embargo, debo confesaros algo que me tiene preocupada.

– Te escucho.

Theresa fue a buscar algo y regresó con un códice esmeralda que depositó frente a Alcuino.

– ¡Aja! Una Vulgata -comentó el fraile mientras la hojeaba.

– Es la Biblia de mi padre. -La acarició con ternura-. La encontré en la cripta donde lo encerraron.

– Bonito ejemplar. En griego, además.

– No sólo eso. -Cogió la Vulgata y la abrió aproximadamente por el centro-. Antes del incendio mi padre me dijo que si le sucedía algo, mirase en su interior. Entonces no entendí a qué se refería; es más: ni siquiera imaginé que pudiera sucederle nada. Pero ahora creo que mientras trabajaba para Wilfred, comenzó a temer por su vida.

– No comprendo. ¿A qué te refieres?

Levantó el códice y forzó el lomo hasta dejar un hueco entre éste y los cuadernillos. Luego introdujo los dedos y sacó un trozo de pergamino que desplegó mostrando su contenido.

– Ad Thessalonicenses epistula i Sancti Pauli Apostoli. 5,21. «Omnia autem probate, quod bonum esttenete» -leyó-. «Examinadlo todo; retened lo bueno» -tradujo.

– Ya. ¿Y qué significa? -preguntó él extrañado.

– En apariencia, nada, así que hice lo que decía la cita: dejarme los ojos examinando la Biblia. Ahora mirad aquí. -Señaló un párrafo.

– ¿Qué es? No lo distingo.

– Precisamente casi no se aprecia. Mi padre debió de diluir la tinta con agua para que apenas se marcara, pero si os fijáis, advertiréis que entre renglón y renglón, tan tenue como el rocío, hay escrita una reseña.

Alcuino acercó la nariz pero no consiguió distinguir nada.

– Interesante. ¿Y qué dice esa reseña?

– Aún estoy confusa. Son datos y más datos sobre la Donación de Constantino. Pero creo que mi padre descubrió algo extraño en ella.

Alcuino tosió y la miró con sorpresa.

– Entonces lo mejor será que me ocupe yo de este códice -determinó-. Y ahora, procura acabar tu trabajo. Yo continúo buscando a tu padre.

Cuando el fraile se marchó, ella se sintió abandonada. Añoraba un hombro en el que poder refugiarse; alguien en quien confiar.