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Sin pretenderlo, pensó en Izam. ¡Era tan distinto a Hóos! Siempre atento y educado, siempre dispuesto a ayudarla. Se juzgó sucia por imaginarlo, pero no era la primera vez que su recuerdo le asaltaba. Su hablar pausado, su voz cálida, sus ojos amables… Pese a amar a Hóos, a veces se sorprendía recordando a Izam, y eso la incomodaba.

Volvió al extraño comportamiento de Hóos, preguntándose el porqué de su conducta. Ella confiaba en él. En verdad le quería. Pensaba que en un futuro irían a Fulda, donde formarían una familia con niños fuertes y sanos a los que ella cuidaría e instruiría. Tal vez adquiriesen una casa de piedra grande, incluso con las cuadras fuera. La decoraría con cortinajes para que Hóos la encontrase acogedora, y perfumaría las estancias con romero y lavanda. Se preguntó si él se habría planteado aquellas cuestiones, o por el contrario existiría otra mujer y habría olvidado que ella le amaba. Finalmente se volvió hacia sus pergaminos para continuar la copia, pero al segundo renglón volvió a pensar en Hóos, y supo que hasta que no hablase con él, no lograría hacer nada bien.

Dejó de escribir, limpió el instrumental, y abandonó el scriptorium dispuesta a recuperar al hombre que amaba.

El mismo soldado que vigilaba el scriptorium le informó que encontraría a Hóos Larsson en el túnel que comunicaba los almacenes con la fortaleza. Cuando Theresa llegó a la galería, lo halló cargando unos sacos de trigo sobre una carreta. Al principio Hóos se mostró remiso, pero cuando ella insistió, dejó lo que estaba haciendo para atenderla.

Ella le habló de sus ilusiones y sus necesidades. Le contó que soñaba con despertar cada mañana a su lado, coserle la ropa, limpiar la casa y el huerto, aprender a cocinar para atenderle como se merecía… Incluso le pidió perdón por si, sin pretenderlo, hubiese cometido alguna torpeza. Él, sin embargo, la escuchó distante, como impaciente por que terminara. Cuando ella le exigió una respuesta, Hóos se refugió en las pocas horas que había dormido por intentar localizar a su padre. Le informó que había interrogado a media ciudad, escudriñado cada rincón, pero que era como si se lo hubiera tragado la tierra. Sus palabras la conmovieron.

– Entonces, ¿aún me quieres?

Por toda respuesta, Hóos la besó, haciendo que sus temores se desvanecieran. Theresa se sintió feliz. Aún abrazados, ella le refirió el episodio de Zenón y cómo éste la había guiado hasta la cripta.

– Pero ¿por qué no me lo contaste antes? -Se separó sorprendido.

Theresa alegó que él siempre andaba ocupado. Además, le horrorizaba que alguien la escuchase e intentase capturar a su padre.

– Le acusan de asesinato -adujo.

Hóos le confirmó que lo sabía, pero Theresa insistió en que su padre era inocente. Zenón le había amputado un brazo y podía atestiguarlo. Luego rompió a llorar desconsolada. Hóos se mostró atento, abrazándola con dulzura. Le acarició el pelo mientras le aseguraba que a partir de ese momento todo cambiaría, e insistió en que le disculpara por su conducta tan necia. Le explicó que los acontecimientos le habían abrumado, pero que la quería con locura y la ayudaría a encontrar a Gorgias.

– Visitaré la cripta de la que hablas. ¿Alguien más conoce su paradero?

Le respondió que sólo Alcuino estaba al corriente de su existencia.

Hóos sacudió la cabeza mientras le repetía que desconfiara. Luego le pidió que volviera al scriptorium. En cuanto averiguara algo, pasaría a recogerla.

De camino al scriptorium, Theresa recordó que, según Alcuino, Genserico ya estaba muerto cuando fue acuchillado, y al instante se dijo que Hóos debería conocer aquel extremo. Había jurado a Alcuino guardar silencio, pero en realidad tal juramento atañía al documento, no a un asunto que podría resultar vital para su padre. Así pues, retrocedió hasta la parte del túnel donde había dejado a Hóos, para descubrir que en el lugar sólo quedaban unos sacos de grano abandonados. Extrañada, miró alrededor y observó una portezuela lateral de la que procedían unas voces. Empujó la puerta y avanzó por un estrecho corredor en cuyo fondo le pareció distinguir dos siluetas tenuemente iluminadas. Una de ellas aparentaba ser un clérigo. La otra pertenecía a Hóos Larsson. Continuó hasta que, sorprendida, advirtió que discutían sobre ella.

– Te repito que esa joven es un problema. Si conoce la ubicación de la cripta, puede contárselo a cualquiera. Debemos eliminarla -afirmó el hombre de la sotana.

A Theresa le palpitó el corazón.

– ¿Y también a los demás? La muchacha confía en mí y hará cuanto yo diga. No sabe lo de las niñas, ni lo de su padre y la mina -comentó Hóos-. Cuando concluya el documento ya nos desharemos de ella.

El clérigo meneó la cabeza pero se mostró de acuerdo. Al punto, Hóos Larsson dio por concluida la conversación y sin despedirse se encaminó hacia la puerta. Cuando Theresa se percató corrió por el pasillo hasta llegar al exterior, pero al salir tropezó con un saco de grano y cayó al suelo sobre ellos. Al girarse para levantarse, Hóos le tendía un brazo para ayudarla.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó sin soltarla.

– Regresé para decirte que te quería -mintió temblando.

– ¿En el suelo? -Hóos se había fijado en la puerta que él había dejado entornada, pero no comentó nada.

– Con la oscuridad me caí.

– Bien. Dímelo.

– ¿Que te diga el qué? -preguntó azorada.

– Que me amas. ¿No habías venido a eso?

– ¡Ah! Sí. -Tembló mientras forzaba una sonrisa.

Hóos la atrajo hacia él sin soltarle el brazo y la besó en los labios. Ella se lo permitió.

– Ahora vuelve al scriptorium.

Cuando por fin la soltó, Theresa odió con toda su alma aquella serpiente tatuada.

No lograba asimilarlo. La sola idea de que Hóos, la persona a quien se había entregado, pretendiera asesinarla, le impedía pensar con claridad. Corrió hacia el scriptorium sin mirar por dónde pisaba. Tan sólo vagaba como una proscrita a la que persiguiera una jauría de alimañas. Intentó explicarse cómo podría haber sucedido, pero no encontró ninguna justificación. Las imágenes de su padre en la mina se arremolinaban con las de Hóos haciéndole el amor. Mientras corría, las lágrimas le entorpecían la visión. ¿Quién sería el clérigo a quien había visto de espaldas? ¿Tal vez el propio Alcuino?

Cuando llegó al scriptorium lo encontró vacío, pero el centinela le permitió entrar porque gozaba de su confianza. Buscó el documento en que estaba trabajando pero no lo encontró, así que supuso que Alcuino o Wilfred se lo habrían llevado. Sin embargo, bajo unos pergaminos halló la Vulgata esmeralda de su padre. La cogió junto a un par de plumas y se marchó con la intención de escapar de la fortaleza.

Caminó por los pasillos evitando los rincones, como si temiese que alguien pudiese saltar para detenerla. Al pasar junto a la sala de armas, un hombre con sotana se interpuso en su camino. A Theresa se le heló la sangre; sin embargo, el religioso sólo le señaló una pluma que acababa de caérsele. La joven la recogió, se lo agradeció y siguió andando, apresurando cada vez más el paso. Bajó las escaleras y giró por la galería que comunicaba el recibidor con el claustro. Desde allí saldría al patio, y después a las murallas.

Avanzaba con la cabeza baja intentando ocultarse bajo su capa, cuando de repente divisó a Hóos y Alcuino hablando al otro extremo del claustro. Hóos también la vio. Ella esquivó su mirada y continuó caminando, pero Hóos se despidió de Alcuino y se dirigió rápido hacia ella. Theresa casi había ganado la salida. Salió al patio y echó a correr, pero al aproximarse a la muralla comprobó con horror que las puertas se encontraban cerradas. Miró hacia atrás y vio a Hóos avanzando despacio pero con determinación. El corazón le palpitó. Se volvió de nuevo, desesperada, buscando una escapatoria. En ese instante descubrió a Izam montado a caballo junto a las cuadras. Corrió hacia él y le pidió que la subiera. Izam no entendió pero tendió su mano y la izó a la grupa. Entonces ella le suplicó llorando que la sacara de la fortaleza. Izam no le preguntó nada. Espoleó el caballo y ordenó a gritos que abriesen las puertas. Instantes después, con Hóos maldiciendo su suerte, atravesaban las murallas y abandonaban la ciudadela.