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De regreso en Würzburg, Gratz informó a Izam que un anónimo había revelado el paradero de las niñas.

– Por lo visto, un encapuchado se lo confesó a un sacerdote, que a su vez lo trasladó a Wilfred. Esta mañana nos ordenaron que organizáramos la batida.

A Izam le extrañó la coincidencia de que el delator conociera el paradero, y a la vez culpara a Gorgias de retener a las gemelas.

Le agradeció a Gratz su intervención y continuaron cabalgando hasta las puertas de la ciudadela, donde una muchedumbre aguardaba enardecida.

Nada más abrirse las puertas, vieron a Wilfred en su carromato. El conde hizo restallar el látigo y los perros tiraron del artefacto, que avanzó torpemente por el camino, dejando atrás a Alcuino, Zenón y Rutgarda, pendientes de cuanto sucedía. Cuando el tullido alcanzó el umbral de la muralla, Izam se adelantó con las dos chiquillas. En el instante en que Wilfred las abrazó, todo el pueblo celebró el fin de la pesadilla.

Ya en la fortaleza, Theresa se mordió las uñas a la espera de que Zenón y una matrona examinasen a las niñas. A su conclusión, tanto el físico como la mujer determinaron ausencia de violencia. Pronto se restablecerían. Cuando Zenón fue a atender a Gorgias, Wilfred se lo impidió. Seguidamente ordenó su traslado a las mazmorras.

Theresa suplicó una y otra vez que lo auxiliaran, pero Wilfred se mostró inflexible, hasta el punto de advertirle que si seguía insistiendo, también la encerraría a ella. La joven afirmó que no le importaba, pero Izam la arrastró a otra sala por la fuerza.

– ¡Déjame! -Le golpeó entre sollozos.

Izam la abrazó e intentó tranquilizarla.

– ¿No comprendes que así no conseguirás nada? Luego haré que lo atiendan -le prometió.

Theresa se dejó llevar porque los nervios la vencían. De vuelta en la sala capitular, advirtió la presencia de Hóos departiendo con Alcuino. Instintivamente se apartó de él para apretarse contra Izam. Éste se dirigió hacia él, pero antes de alcanzarle, Hóos dio media vuelta y se retiró de la estancia.

Izam y Theresa comieron juntos en uno de los establos, rodeados de heno y paja. Mientras compartían el guiso, Izam se sinceró. Le dijo que a excepción de dos o tres subordinados, no sabía de quién fiarse.

– Ni siquiera de ese Alcuino. Le conozco de la corte, sí. Es un hombre sabio y bien considerado, pero no sé… Con todo lo que me has contado…

Theresa asintió sin prestar atención, porque en aquel momento lo único que le importaba era que atendiesen a su padre lo antes posible. Cuando se lo recordó a Izam, éste le aseguró que buscaría a Zenón después de comer. Ya se había informado, y únicamente habría de ocuparse de pagarle lo suficiente.

– Argumentaré que preciso interrogar a tu padre. No creo que me pongan ningún inconveniente.

Theresa le rogó que le permitiera acompañarle, pero Izam arguyó que en tal caso sospecharían.

– Pues soborna a quienes le custodian, o di que mi presencia es necesaria para que hable.

– ¡Claro! Tú, yo, Zenón… ¿y cuántos más? Esto no es un banquete de bienvenida.

Theresa lo miró anonadada. De repente soltó el plato y corrió hacia la salida. Izam comprendió que le había respondido con demasiada brusquedad, así que la alcanzó y se disculpó por su torpeza. Admitió que se encontraba nervioso porque desconocía a quiénes se enfrentaba.

– ¿Acaso no viste a Wilfred? De haber podido, habría matado a tu padre con la mirada -dijo.

– Si es cuestión de dinero, por el amor de Dios, dímelo. En Fulda dispongo de tierras. -Olvidaba que Izam ya lo sabía.

– No es cuestión de… ¡Maldición, Theresa!, han matado a dos personas; a tres si contamos al percamenarius. Y dos chiquillas están no sé si enfermas, o qué demonios les pasa. Si no andamos alerta, los siguientes seremos nosotros.

Theresa se mordió los labios, pero insistió en ver a su padre. Izam comprendió que no desistiría. Entonces él le hizo prometer que se mantendría a su lado hasta que todo se aclarara.

– ¿Y el scriptorium} Le prometí a Alcuino que le ayudaría.

– ¡Por Dios! ¡Olvida el scriptorium, a Hóos y al maldito Alcuino! Y ahora encontremos a ese físico antes de que acabe con todo el vino de las bodegas.

Localizaron a Zenón en una casucha, atendiendo a un lugareño que había perdido tres dientes en una pelea. Mientras el físico terminaba con él, le preguntó por el motivo de su presencia, pero Izam disimuló interesándose por el estado de las gemelas. Cuando el herido se retiró, Izam le reveló sus verdaderas intenciones.

– Lo siento, pero Wilfred me ha prohibido que le atienda -se disculpó el físico mientras se secaba la sangre de las manos-. Aunque no entiendo el porqué: al fin y al cabo, ese escriba va a espicharla de todas formas.

Al escuchar su pronóstico, Izam se alegró de que Theresa aguardara fuera.

– Si va a morir, lo mismo dará que le veas. -Hizo sonar su bolsa.

Terminó de convencerle asegurándole que se las arreglaría para sustituir al vigilante de Wilfred por alguien de su confianza: Zenón solicitó el pago por adelantado, pero Izam sólo le ofreció un par de monedas. Cuando fue a apropiárselas le sujetó la muñeca.

– Un aviso: ve sobrio, o serás el próximo a quien tengan que arreglar la boca.

Zenón sonrió estúpidamente. Antes de separarse, acordaron encontrarse tras el oficio de sexta, hora para la que Izam suponía habría persuadido a Wilfred de que incrementase la vigilancia en las mazmorras. Luego acompañó a Theresa a su celda para que tomase lo que precisara, porque no quería que permaneciera más tiempo allí. La joven cogió algo de ropa, un buril y sus tablillas de cera. Después se dirigieron a la celda de Izam.

– ¿Qué piensas hacer? -le preguntó ella una vez cerrada la puerta.

Izam se despojó de la espada, que arrojó sobre la mesa. Le dijo que le propondría a Wilfred aumentar la guardia con uno de sus hombres; luego esperaría a que el centinela de Wilfred se ausentara.

– Ya encontraré la forma de que sea Gratz quien vigile la puerta.

Le pidió que aguardase allí y que bajo ningún concepto abandonara la estancia. Luego se pertrechó con un puñal que escondió bajo su capa. Cuando marchaba, Theresa le detuvo. Tenía miedo de que Hóos la atacara, pero él le aseguró que eso no ocurriría. Salió al pasillo y llamó al soldado que montaba guardia. El jovenzuelo, un imberbe comido por los granos, asintió con presteza cuando le ordenó que nadie franqueara la puerta. Después de que Izam se fuera, Theresa se acurrucó sobre el jergón a esperar su regreso.

Theresa permaneció mirando el techo, especulando sobre el motivo que habría llevado a Wilfred a confinar a Gorgias en una mazmorra, pero pasado un rato decidió ojear la Vulgata que aún llevaba en su talega. Acercó el códice a la ventana y, tras encontrar el versículo de Tesalonicenses, repasó las indicaciones que su padre había escrito con tinta aguada. En total contabilizó sesenta y cuatro frases, o más bien sesenta y cuatro líneas, ya que éstas no se correspondían con sentencias o párrafos, sino que formaban sucesiones de palabras inconexas, todas relacionadas con el famoso pergamino. Lo sacó de la talega, pero no le sirvió de nada. Sabía que aquellos textos debían encerrar un sentido, así que se ocupó en transcribir cada palabra a sus tablillas de cera. Cuando terminó, depositó las tablillas sobre el jergón y con el puñal que le había dejado Izam raspó el texto oculto de la Vulgata. Luego cerró el códice, ocultó el pergamino de Gorgias bajo su falda, y esperó a que Izam regresara.