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– Escucha -oyó-. Aquí fuera hay vigilancia. -Hubo un silencio-. Te sacaré de ahí, ¿me oyes?

Ella respondió que sí y aguardó a que continuara. Sin embargo, Izam no volvió a hablar.

Ya no logró conciliar el sueño, de modo que esperó despierta a que los gallos anunciaran el comienzo de la alborada. Para entonces, una tenue claridad penetraba por el conducto de la nieve, como si de algún modo le recordara que de él provenía su única esperanza. Miró hacia el hueco deseando que apareciese Izam, pero eso no llegó a suceder. Entonces advirtió unas marcas en la roca que aparentaban representar un conjunto de edificios. Al fijarse, no recordó haberlas visto el día que Zenón atendió a su padre. Le pareció que los simulacros de casas repetían con insistencia una traza horizontal similar a una viga. Al poco bajaron la escala de madera y un par de centinelas la conminaron a que subiera. Theresa olvidó las vigas y obedeció. Cuando alcanzó la bocana, la amordazaron y le vendaron los ojos. Luego, con las manos atadas, la condujeron a través de las cocinas, que reconoció por el olor a pan horneado y tarta de manzana. De allí pasaron al atrio, donde percibió el frío cortante de la mañana, y de éste, al cuarto principal donde Wilfred la aguardaba. Supuso que era él, porque los perros gruñían como si desearan devorarla. De repente recibió un varetazo que le laceró la espalda. Le preguntaron por el paradero del pergamino y ella repitió que lo ignoraba. Continuaron interrogándola hasta que se hartaron de azotarla.

Se despertó sobre un reguero de sangre, despojada ya de la venda que la había cegado. Miró alrededor y comprobó que la habían conducido al scriptorium, donde un guardia de sonrisa estúpida no paraba de mirarla. Advirtió que estaba encadenada de pies y manos. En ese instante entró Hóos Larsson, le entregó unas monedas al centinela para que saliera de la estancia y se agachó al lado de Theresa, a quien miró con desdén, como si entre ellos nunca hubiera existido nada.

– Te sientan bien los azotes -le susurró al oído. Su lengua le rozó el lóbulo de la oreja.

Ella le escupió a la cara, y él, tras reírle la gracia, le soltó un bofetón que le dejó la mejilla encarnada.

– Anda, no seas mala -prosiguió-. ¿Ya no recuerdas lo bien que lo pasábamos? -Y volvió a deslizarle la lengua por la cara. Luego le sujetó las manos y la amordazó para que no pudiera hablar. Se acercó de nuevo a su oído-. Por ahí van diciendo que has robado el pergamino. ¿Es cierto eso? -sonrió-. Lo que son las cosas: hace meses hube de apuñalar a tu padre para intentar conseguirlo, y ahora vas tú y lo sustraes como si nada.

Theresa se revolvió como si le mordiera una serpiente, pero él siguió riendo y amagando con rozarla. Le dijo que, según contaban, ni siquiera la juzgarían.

– Se ve que les has jodido bien. Ya te han preparado el patíbulo.

La puerta comenzó a abrirse y Hóos se retiró de inmediato. Al momento ingresaron en la sala Alcuino, Wilfred y Drogo, el missus dominims. Wilfred se extrañó de encontrar a Hóos junto a Theresa.

– Deseaba verla a solas por última vez -se excusó el joven-. Ella y yo…

Alcuino dio fe de que la pareja mantenía una relación poco cristiana. Wilfred asintió y ordenó a Hóos que abandonara la sala. Cuando se quedaron solos, azuzó a los perros, que se encaminaron hacia Theresa.

– En el nombre de Dios y en el de su hijo Jesucristo, por última vez te exhorto a que nos reveles dónde se encuentra el documento. Sabemos que conoces de su trascendencia, de modo que confiesa y nuestra generosidad evitará tu pesadumbre. Pero persiste en tu actitud y padecerás en tus carnes el tormento del fuego -la amenazó.

Advirtió que Theresa pretendía hablar pero se lo impedía la mordaza. Solicitó que se la retiraran, pero Alcuino se negó.

– De quererlo, ya habría confesado -le bajó el vestido para mostrar los varetazos en su espalda-. Aguardemos a que las llamas acaricien sus pies y entonces sabremos si su lengua sigue vaga.

Drogo asintió. Alcuino le había informado de todo lo sucedido, así que acordaron quemar a la muchacha tras la cena, justo después del oficio de vísperas. Luego salieron de la estancia, dejándola en compañía de un centinela al que instruyeron para que nadie se le acercara.

Izam supo de cuanto acontecía a través de Urginda, un tonel de cocinera que había intimado con Gratz cuando éste la ayudó con las provisiones en las cocinas. Además de preparar el pedido para el barco, la mujer le entregó a Izam un pastel de calabaza. Mientras lo envolvía, le contó que la ejecución tendría lugar en la fortaleza, porque según Alcuino, los lugareños no aprobarían que ajusticiaran a una joven que acababa de resucitar hacía unos días.

. -De esto último me enteré escondida tras una cortina -rio ufana, al tiempo que añadía una manzana de propina-. Yo, desde luego, no lo entiendo. Si antes fue un milagro, ¿cómo va a ser ella ahora una arpía? A mí esa joven me cae bien, pero claro, yo sólo entiendo de comidas. Pruebe el pastel. -Y volvió a reír con descaro, orgullosa de cuanto sabía.

Izam mordió el dulce que encontró duro y desabrido. Le pagó por los alimentos antes de calcular la hora. Luego rezó por que su plan resultara mejor que la calabaza de la cocinera.

Dejó los alimentos en el almacén y se dirigió hacia la torre donde, según Urginda, quemarían a la chica. El lugar, una imponente construcción de piedra, coronaba un risco en lo alto de la fortaleza, convirtiéndose de ese modo en su último baluarte. Desde la torre se dominaba no sólo Würzburg, sino también los accesos a la villa, el valle del Main y los desfiladeros de las colinas. Una vez a pie de torre, descubrió que los años, y un deficiente mantenimiento, habían obligado a apuntalar la atalaya con una enorme viga cuyo extremo superior se apoyaba contra el interior de la muralla.

Torció el gesto cuando en el patio de acceso advirtió la presencia de una pira. La zona era de difícil acceso, pues la bordeaba un despeñadero que se precipitaba sobre el foso que antecedía a la muralla. Se agazapó tras el montículo de leña y aguardó a que llegara la comitiva.

Comenzó a llover. Se arrebujó bajo la capa, y se consoló pensando que la humedad dificultaría la combustión de la madera. Poco después resonaron las campanadas. Mientras esperaba, observó el extraño tronco que consolidaba la torre. Se dijo que a través de él se podría salvar el abismo que separaba la torre de la muralla.

Pasado un rato apareció el carromato de Wilfred. Le seguían Drogo, Alcuino y Flavio Diácono ricamente ataviado. Detrás caminaba Theresa custodiada por un par de guardias. Izam se ocultó aún más cuando los perros empujaron el artilugio hasta la pira. Los domésticos que auxiliaban a Wilfred clavaron sus antorchas en el suelo y salieron del patio de armas. La lluvia arreciaba. A una voz del conde, los guardias aferraron a Theresa, quien parecía adormilada. Se disponían a subirla sobre la pira cuando Izam intervino.

– ¡Pero qué diablos! -masculló Wilfred al verlo. Los centinelas empuñaron sus armas, pero Drogo les contuvo.

– Izam, ¿eres tú? -preguntó el missus extrañado.

El joven se inclinó ante él.

– Magistrado, esa joven es inocente. No podéis permitirlo.

Al intentar acercarse a ella, los guardias se lo impidieron. Wilfred azuzó a los perros, que ladraron como posesos. A continuación ordenó a los soldados que encendieran la pira, pero Izam sacó su puñal y lo lanzó. El arma surcó el aire hasta hundirse en la silla bajo las partes pudendas de Wilfred. Sacó otra daga de su cinto y le apuntó.

– Os aseguro que si tenéis corazón, puedo acertarle -lo amenazó.