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– Izam, no seáis necio -le advirtió el missus-. Esta joven ha robado un documento de vital importancia. No sé qué es lo que os guía, pero ya he resuelto que pague con su vida.

– Ella no ha sustraído nada. Permaneció a mi lado desde que salió del scriptorium -replicó el ingeniero sin bajar el arma.

– No es lo que Alcuino me ha contado.

– Pues Alcuino miente -afirmó tajante.

– ¡Hereje! -bramó el fraile.

El tableteo de la lluvia resonó insistente mientras los hombres aguardaban. Izam inspiró con fuerza porque era el momento de su última jugada. Se adelantó unos pasos, apretó entre sus manos el crucifijo que pendía de su cuello y cayó de rodillas ante Drogo.

– ¡Reclamo el Juicio de Dios!

Todos callaron estupefactos. Los juicios de Dios se pagaban con la vida.

– Si lo que pretendéis es salvarla… -le advirtió Wilfred.

– ¡Lo exijo! -Se arrancó el crucifijo y lo elevó hacia el firmamento.

Drogo carraspeó. El missus miró a Wilfred, luego a Flavio, y finalmente al propio Alcuino. Los dos primeros se negaron. Sin embargo, Alcuino aseguró que era imposible sustraerse a la petición de una ordalía.

– ¿De modo que un Juicio de Dios…? Acercaos -ordenó Drogo-. ¿Sabéis a lo que os exponéis?

Izam asintió. Lo habitual era que obligaran al acusado a caminar descalzo sobre una reja calentada hasta el rojo: si sus pies se quemaban resultaría culpable, pero si por mediación divina sanaban, entonces se proclamaría su inocencia. También podía suceder que le arrojaran al río atado de pies y manos: si flotaba, sus faltas le serían redimidas. No obstante, su propósito era acogerse a la contienda, opción posible cuando existían dos oponentes. No tenía más que retar a Alcuino.

– No es a él a quien se acusa -replicó Wilfred al oírlo.

– Alcuino asegura que Theresa le robó, pero yo afirmo que es él quien enarbola la mentira. En tal caso, sólo Dios puede discernir cuál es la oveja descarriada.

– ¡Pero qué necedad más grande! ¿Acaso olvidáis que Alcuino es el pastor y Theresa la oveja?

En ese instante, Alcuino se acercó a Izam, le miró fijamente a los ojos y le arrebató el crucifijo.

– Acepto la ordalía.

Regresaron al edificio después de acordar que se encontrarían al amanecer junto a la pira. Izam volvió al navío con la promesa del missus de que nada le sucedería a Theresa. Por su parte, Wilfred, Flavio y Alcuino permanecieron en cónclave para abordar los detalles de la ordalía.

– No deberíais haber aceptado -repitió indignado Wilfred-. No había razón para…

– Creed que sé lo que hago. Pensad que lo que ahora juzgáis como locura, en realidad resulta la forma perfecta de justificar una ejecución que, a ojos de la plebe, resultaría comprometida.

– ¿A qué os referís?

– La muchedumbre idolatra a Theresa. Creen que esa joven ha resucitado. Ajusticiarla ahora no tendría sentido, y menos aún, acusarla de un crimen del que no podemos hablar demasiado. En cambio, un Juicio de Dios lo justificaría.

– Pero vos no sabéis de armas. Izam os mandará al infierno.

– Bueno, ésa es una posibilidad, pero Dios está conmigo.

– ¡No seáis necio, Alcuino! -intervino Flavio Diácono-.

Izam es un soldado experto. Al primer envite vuestros intestinos rodarán por el precipicio.

– Confío en Dios.

– ¡Maldita sea! Pues no confiéis tanto.

Alcuino pareció meditarlo. Pasado un rato se levantó entusiasmado.

– Un campeón. Eso es lo que necesitamos -les recordó que en una ordalía, el ofendido podía designar un valedor que le defendiera-. Tal vez Theodor -sugirió-. Es fuerte como un toro y le saca una cabeza a Izam.

– Theodor es un inútil. Si tuviera que pelar una cebolla, al primer tajo se quedaría sin dedos -sentenció Wilfred-. Habrá que pensar en otro.

– ¿Y Hóos Larsson? -propuso Flavio Diácono.

– ¿Hóos? -se extrañó Wilfred-. De acuerdo con que es hábil, pero ¿por qué se ofrecería a ayudarnos?

– Por dinero -sentenció Flavio.

Alcuino coincidió en que el joven mencionado gozaba del ímpetu y la maestría necesaria para el duelo, pero no confiaba tanto en que quisiera asumir el riesgo. En cambio, Flavio no sólo no lo dudó, sino que se ofreció para tratar de convencerlo. Wilfred y Alcuino se mostraron de acuerdo.

Antes del amanecer, un emisario se presentó en el barco de Izam para informarle que debía personarse en la muralla de la fortaleza. Lo confirmaba una tablilla con el sello de Drogo, de modo que Izam tomó su ballesta junto a varios dardos, se ciñó su scramasax, se protegió de la lluvia con una pelliza y siguió al enviado hasta el acceso a las murallas. Ya en el interior, el emisario le condujo por el foso hasta alcanzar, a pie de precipicio, el punto más cercano al patio de armas. Desde allí, los restos del andamio empleados para apuntalar la torre trepaban de forma inverosímil hasta alcanzar el tronco que hacía de sustentáculo entre el torreón y la muralla. Cuando el doméstico le informó que debía ascender por el andamio, Izam no le creyó.

– ¿Por qué habría de subir?

El emisario se encogió de hombros y señaló hacia lo alto. Izam siguió la indicación para, a considerable altura, reconocer a Drogo en el patio de armas. Mediante gestos, el magistrado le ordenó que trepara por el andamio pegado a la muralla. Antes de obedecer, el emisario le pidió que le entregara la ballesta. Izam se la dio. Luego se santiguó y comenzó la escalada.

Al principio parecía sólido, pero conforme ascendía, el armazón de palos y cuerdas comenzó a crujir como si fuera a hundirse, así que continuó el ascenso procurando apoyarse en las uniones más trabadas. La pierna herida le molestaba, pero sus manos se aferraban a los salientes igual que si fueran zarpas. Cuanto más subía por la estructura, ésta más se bamboleaba. A dos tercios de la cúspide se detuvo para recuperar el resuello, con la lluvia y el viento azotándole la cara. Abajo, en el foso, el lecho de roca parecía aguardar a que las fuerzas le fallaran. Tomó aire y continuó el ascenso hasta coronar el andamiaje, justo donde se apoyaba el tronco que unía la muralla con la torre de vigilancia.

No esperaron a que se recuperara. Al otro extremo aguardaban Wilfred en su silla, Flavio Diácono, Drogo y Alcuino. Más alejada, Theresa permanecía custodiada por dos soldados. La distinguió sin capucha pero aún amordazada. Pese a la distancia pudo advertir sus ojos de terror, y junto a ella, un hombre alto con un hacha. El corazón se le encogió. En ese instante Drogo se adelantó y le pidió a Izam que jurara.

– En el nombre del Señor, santiguaos y preparaos para el combate. Alcuino presenta a un campeón -le gritó señalando al hombre del hacha-. Por ser él el ofendido, se encuentra en su derecho. Ahora jurad lealtad a Dios y que Él guíe vuestras armas.

Izam juró. Luego Drogo se volvió hacia el hombre del hacha y le indicó que se preparara.

– ¡Honor para el vencedor, e infierno para el que caiga!

Izam comprendió que el duelo se celebraría sobre el vacío, así que mientras su oponente llegaba, estudió el tronco donde se batirían. Advirtió que su contorno superior estaba torpemente tallado, como si en algún momento lo hubieran empleado de puente entre la torre y la muralla. Aun así, mantener el equilibrio resultaría complicado porque la lluvia no cesaba. Se fijó en que a mitad del madero, asegurados sobre la superficie más plana, aparecían dispuestos varios odres de piel pequeños. No imaginó ni su propósito, ni el contenido que los abultaba.

En ese momento alzó la mirada y observó cómo su oponente salvaba el pretil de la torre para erguirse sobre el tronco auxiliándose con el hacha. Protegía su torso con un coleto de cuero y lucía botas claveteadas. Sin duda era Hóos Larsson. Los tatuajes le delataban.