Theresa apuró un último bocado antes de ocuparse de las ropas. Las examinó detenidamente para acabar escogiendo una casaca de paño oscuro y aspecto desaliñado que usó para cubrirse las piernas. Hóos le recriminó que desechase una pelliza más gruesa porque presentaba manchas de sangre, pero en cambio celebró que conservara el cuchillo con que el sajón corpulento había intentado matarla.
Cuando terminaron de comer, se quedaron en silencio un rato escuchando el tableteo de la lluvia sobre el techo de hojarasca. Luego Hóos fue a mirar a través de una rendija. Estimó que pronto anochecería, aunque hacía rato que la oscuridad se había adueñado del firmamento.
– Si continúa arreciando, los sajones no saldrán de sus guaridas.
– Aja -asintió ella.
– ¿Tú no eras la hija del escriba? Te llamabas…
– Theresa.
– Es cierto. Theresa… Venías de vez en cuando al horno en busca de cal para curtir pergaminos. Recuerdo que la última vez que te vi, tenías tantos granos en la cara que parecías una torta de arándanos. Has cambiado mucho. ¿Aún trabajas de aprendiza en el taller del percamenarius?
A ella le molestó la comparación con una torta.
– Sí. Pero ya no soy aprendiz -mintió-. Realicé la prueba para acceder al puesto de oficial.
– ¿Una mujer oficial? ¡Dios Santo! ¿Es eso posible?
Theresa calló. Estaba acostumbrada a conversar con mozos cuya mayor sabiduría consistía en perseguir perros a pedradas, así que bajó la cabeza y se acurrucó bajo la casaca. Luego la alzó lentamente y miró a Hóos de reojo. Visto de cerca, resultaba más alto de lo que en principio le había parecido. Quizás hasta el extremo de superar en una cabeza a cualquiera de los mozos que recordaba. Parecía fuerte y nervudo; probablemente, a causa del trabajo en la cantera. Mientras Hóos atisbaba por la rendija, lo imaginó como uno de esos enormes perros lanudos que cubren de lametones a los bebés mientras soportan pacientemente sus travesuras, pero que despedazarían en un instante al primero que osase ponerles la mano encima.
– ¿Y tú a qué te dedicas? -le preguntó-. Tu madre presume de que ocupas un cargo en la corte.
– Bueno -sonrió él-. Ya conoces a las madres cuando hablan de sus hijos: lo mejor es creer la mitad de lo que dicen, regalarles un gesto de admiración y olvidar rápidamente la otra mitad.
Theresa rio. Su padre hablaba tan bien de ella, que en ocasiones la hacía ruborizar.
– Hace tres años -continuó Hóos-, la fortuna me hizo destacar en una de las campañas militares emprendidas por Carlomagno. La noticia llegó a sus oídos y a mi regreso me ofreció el juramento de fidelidad. Lo que muchos conocen como encomendación.
– ¿Y eso qué significa?
– Pues en pocas palabras, convertirse en vasallo del rey. Un soldado de confianza; alguien a quien acudir en cualquier momento.
– ¿Un soldado? ¿Como los del praefectus de Würzburg?
– No exactamente -rio-. Esos hombres son unos pobres diablos que obedecen sin rechistar por un mísero jornal. Yo en cambio poseo mis propias tierras.
– Pensé que los soldados no tenían tierras -se admiró.
– A ver cómo te lo explico… Al encomendarte al rey, te obligas a servirle con lealtad, pero estableces un compromiso mutuo que el rey suele compensar con generosidad. De su mano obtuve veinte arpendes de tierra de laboreo, quince más de viñedos y otros cuarenta de campo inculto que pronto comenzaré a roturar, de modo que, en realidad, mi vida no difiere en mucho de la de un cómodo terrateniente.
– Pero aun así, tienes que ir a la guerra…
– Así es. Por lo general las levas sólo entran en combate con la llegada del verano, cuando la siega ya ha finalizado, así que en ese momento preparo mis pertrechos, recluto a los que me acompañarán a la contienda y acudo a la llamada.
– ¿También dispones de siervos? -se sorprendió.
– Siervos no. Llámalos colonos, manumisos o mancipia. Pero no son siervos; son hombres libres. Unos veinte, entre hombres y mujeres. Como comprenderás, yo solo no podría explotar esos terrenos. Por suerte, Aquis-Granum rebosa de desheredados procedentes de todos los rincones del reino: aquitanos, neústrios, austrasios, lombardos… Acuden a la corte creyendo que harán fortuna, y acaban desesperados en busca de un mendrugo que llevarse a la boca. Entre tanta gente, sólo has de elegir con tino a quién arrendar la tierra.
– Entonces, ¿eres rico?
– No, por Dios, ya me gustaría -rio-. Los colonos son gente humilde. Como pago por su usufructo me entregan una parte de la cosecha, más ciertas corveas semanales. Ya sabes: limpiar los caminos, reparar algún cercado y tareas semejantes. En ocasiones me ayudan a arar los mansos que reservo para mi uso, pero como te decía, todo eso no es demasiado. Mis posesiones ni se aproximan a las de un antrustion del rey.
– Y dime, Hóos, ¿es Aquis-Granum hermoso?
– ¡Oh! Desde luego, tan hermoso como pudiera serlo un enorme bazar si dispusieses de los suficientes denarios. Te diré que en una sola de sus calles se abarrota más gente que en toda la ciudad de Würzburg. Tanta que te perderías. A cada paso surgen comercios de carnes o aperos, de hebillas o guisados; justo a su lado se elevan otros repletos de telas y sederías, y apretujado entre cada dos, donde apenas si cabe una alfombra, encontrarás un tercero en el que te ofrezcan desde un tarro de miel hasta una espada aún ensangrentada.
Le contó que las calles serpenteaban como una vieja maraña tejida por manos temblorosas, entrecruzadas mil veces en una urdimbre de covachas, tabernas y lupanares. De vez en cuando surgían pequeñas plazas de incontables esquinas que acogían a la multitud, donde rateros y lisiados competían con borrachos, transeúntes y animales, a la búsqueda del mejor lugar para sus negocios. Al final, las callejas confluían en una rambla por la que podría desfilar un regimiento a caballo, y donde ésta acababa, al flanco de la gran basílica, se alzaba majestuoso un imponente edificio de ladrillos negros. El palacio del rey Carlomagno.
Theresa escuchaba embelesada. Por un instante creyó estar viendo su lejana Constantinopla.
– ¿Y hay juegos, y foro, y circo?
– No te entiendo.
– Como en Bizancio… Edificios de mármol, avenidas empedradas, jardines y fuentes, teatros, bibliotecas…
Hóos enarcó una ceja. Imaginó que Theresa bromeaba. Le dijo que lugares así sólo existían en las fábulas.
– Te equivocas -respondió contrariada.
Al punto se levantó y miró hacia otro lado. No le importaba si Aquis-Granum tenía o no jardines con fuentes, pero le dolía que Hóos dudase de su palabra.
– Deberías conocer Constantinopla -añadió-. Recuerdo Hagia Sofía, una catedral como jamás llegarías a imaginar. Tan alta y espaciosa que su interior podría acoger a una montaña. O el hipódromo de Constantino, de dos estadios de longitud, donde cada mes se celebraban juegos y competiciones de aurigas. Recuerdo los paseos por las murallas de Teodosio -sus ojos se iluminaron-, unas defensas de piedra que resistirían el envite de cualquier ejército; las fuentes iluminadas, haciendo brotar agua del suelo; los suntuosos desfiles imperiales, interminables batallones de soldados encabezados por columnas de elefantes primorosamente engalanados… Sí. Deberías conocer Constantinopla. Así sabrías cómo es el paraíso.
Hóos se quedó boquiabierto. Aunque aquello no fuera más que fantasía, admiró la portentosa imaginación de la muchacha.
– Desde luego que me agradaría conocer el paraíso -afirmó burlón-, pero no quiero morir tan pronto. Por cierto… ¿qué son los aurigas?