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Por un momento sintió que la envidia le asaltaba. Codició la sencillez de Reinoldo; el que su única preocupación consistiese en obtener el pan necesario para alimentar a sus retoños, o dormir junto al calor de su esposa. Reinoldo solía afirmar que la felicidad no dependía del tamaño de la hacienda, sino de quienes le esperaran a uno dentro de ella, y a juzgar por su familia, aquella frase no podía resultar más cierta.

Desde su llegada a la vivienda de Reinoldo, Rutgarda había atendido a los niños de la pareja, se había encargado de la limpieza y la costura, e incluso de la comida cuando había dispuesto de la suficiente como para utilizar la cocina. Eso había permitido a Lotaria entregarse a sus quehaceres como doméstica en la hacienda de Arno, uno de los ricos de la comarca. Él, por su parte, procuraba auxiliar a Reinoldo en la carpintería cuando el trabajo en el scriptorium y su maltrecho brazo se lo permitían. Sin embargo, pese a la hospitalidad de su cuñado, sabía que pronto debería encontrar otro lugar en el que alojarse, pues era posible que por su causa, Reinoldo fuera objeto de cualquier tropelía.

En aquel instante los pucheros de un pequeño hicieron que Lotaria y Rutgarda se movilizaran al ritmo de la llantina. Entre ambas adecentaron a los chiquillos, que tiritaban como si se hubieran caído al río, les frotaron los ojos con un poco de agua y los vistieron con casullas de lana limpias. Luego encendieron la lumbre y calentaron unas gachas resecas que en otro tiempo habrían ido directamente a la pocilga. Gorgias se levantó medio dormido, saludó con un gruñido y, tras rebuscar en un baúl destartalado, se cubrió con el delantal que habitualmente empleaba para su faena como escriba. Mientras lo hacía, dejó escapar un juramento como pago a los dolores con que le saludaba la herida de su brazo.

– Deberías cuidar tu lenguaje -le reprendió Rutgarda señalando a los niños.

Gorgias murmuró algo y entre bostezos se dirigió hacia el fuego procurando evitar los bártulos diseminados por toda la estancia. Se lavó la cara y se acercó al aroma de las gachas.

– Otro día de perros -se lamentó Gorgias.

– Al menos en el scriptorium no hace tanto frío.

– No estoy seguro de ir allí hoy.

– Ah, ¿no? ¿Y adonde irás? -preguntó extrañada.

Gorgias no respondió enseguida. Se había propuesto investigar el asalto sufrido antes del incendio, pero no deseaba inquietar a Rutgarda.

– Me quedé sin tinta en el scriptorium, así que pasaré por el bosque de nogales a ver si recojo unas cuantas nueces.

– ¿Tan temprano?

– Si voy tarde, los chiquillos no dejarán ni una.

– Abrígate -dijo la mujer.

Gorgias miró a su esposa con cariño. Rutgarda era una buena mujer. La estrechó entre sus brazos y la besó en la boca. Luego cogió la talega con su material de escritura y se abrió camino hacia las dependencias catedralicias.

Mientras Gorgias ascendía por las callejuelas dormidas, se preguntó sobre el asaltante que días atrás le había robado el pergamino, recordando el suceso como si lo reviviera: la sombra agazapada abalanzándose contra él; unos ojos de hielo resaltando sobre el embozo que protegía su rostro. Luego aquel dolor agudo atravesando su brazo, y por último, tan sólo tinieblas.

«Unos ojos de hielo», se dijo con amargura. Si por cada par de ojos claros que encontrase en Würzburg le regalasen un puñado de trigo, llenaría su granero en una semana.

Por un momento anheló que aquel robo hubiese obedecido a un capricho del destino; al desvarío de un muerto de hambre en busca de un mendrugo que llevarse a la boca. En tal caso, el borrador yacería abandonado en algún camino, estropeado por la lluvia o roído por las alimañas. Sin embargo, era de necios imaginar algo semejante. Con toda seguridad, el ladrón conocía de antemano su incalculable valor. Se preguntó entonces quién podría codiciar aquel pergamino.

Eran varios los clérigos y domésticos que tenían acceso al scriptorium, aunque difícilmente podrían haber concebido la valía del documento sin haber escuchado a Wilfred, el único conocedor del secreto. En ese momento resolvió confeccionar una lista de posibles sospechosos.

Gorgias ingresó en la basílica por la entrada lateral que comunicaba directamente con el claustro. Allí se detuvo para rezar por Theresa. Cuando se le acabaron las lágrimas, trazó la señal de la cruz sobre la tierra, luego atravesó las cocinas sin saludar al cirellero y se dirigió a toda prisa hacia el scriptorium.

Halló la estancia vacía, de modo que podría trabajar hasta tercia sin interrupciones. Cerró la puerta, entornó los postigos y encendió cuidadosamente la miríada de cirios que yacían desperdigados encima de los pupitres. Cuando las llamas doblegaron la penumbra, extrajo de una arqueta los útiles de escritura y una tablilla de cera de la que borró sus anotaciones con el extremo romo de un estilo. Luego se acomodó en un taburete, y tras desentumecerse las manos, comenzó a escribir la lista.

Durante un rato desplazó el punzón sobre la cera, apuntando y borrando nombres de sospechosos sin que ninguno le satisficiera. La herida del brazo volvió a molestarle, pero apenas le prestó atención. Lo importante era recobrar el pergamino. Una vez concluida la relación, repasó uno por uno los nombres seleccionados.

En primer lugar figuraba Genserico, el coadjutor y secretario de Wilfred, un viejo apergaminado que, de no ser por su persistente olor a orina, podría confundirse con una de las esculturas que flanqueaban los deambulatorios del claustro. Genserico hacía las veces de vicario general, lo cual significaba que junto con Wilfred se ocupaba de la administración regular y las cuentas del condado.

A continuación aparecía Bernardino, un fraile hispano de estatura ridícula que manejaba con firmeza el servicio doméstico. Su cargo le permitía entrar y salir de cualquier dependencia, de modo que no resultaría extraño que estuviese al tanto de la existencia del pergamino.

Seguidamente venía Casiano, el joven maestro de chantre, un toscano cuya voz almibarada le había recordado siempre a la de una mujerzuela. Como responsable del coro, Casiano solía acceder a la parte de la biblioteca en que se guardaban los salterios, los tetragramas y las antífonas. Además, era de los pocos que dominaban la lectura, lo cual lo convertía en un serio sospechoso.

Y por último, Theodor, un gigantón de aspecto bondadoso, pero con los ojos más claros que pudiera recordar. Trabajaba de mozo para todo, aunque debido a su fortaleza, a menudo asistía a Wilfred en sus desplazamientos por la fortaleza.

Previamente había borrado a Jeremías, su auxiliar particular, y a Emilius, el anterior escriba, haciendo también lo propio con el cubiculario Bonifatius y con Cirilo, el magistral de los novicios. Los tres últimos sabían leer, pero Bonifatius había perdido casi por completo la vista, y tanto Cirilo como Emilius gozaban de su absoluta confianza.

El resto del servicio y de los hombres de Wilfred, o bien no sabían leer, o no tenían acceso al scriptorium.

Gorgias releyó la tablilla mientras se masajeaba el antebrazo herido: Genserico, el viejo coadjutor; Bernardino, el enano; Casiano, el maestro de chantre; Theodor, el gigantón… Cualquiera de ellos podría haber ideado el asalto, incluido el propio Korne, a quien no había olvidado.

Intentaba resolver el dilema cuando unos golpes retumbaron en la puerta. Gorgias escondió la tablilla y se apresuró a abrir. Sin embargo, al empuñar el cerrojo comprobó que éste se había atascado en su alojamiento. Los golpes insistieron, acompañados de una voz apremiante, así que Gorgias forcejeó el picaporte hasta que la puerta cedió con un seco crujido. Al otro lado aguardaba Genserico, el viejo coadjutor. Su mirada líquida recorrió el fondo de la estancia.