– ¿Se puede saber a qué tanta urgencia? -preguntó Gorgias con enojo.
– Lamento molestaros, pero Wilfred me pidió que os avisara. Me extrañó encontrar la puerta atrancada, y pensé que tal vez tuvieseis problemas.
– Por todos los santos. ¿Acaso nadie comprende que mi único problema es el trabajo que se acumula en este scriptorium? ¿Qué desea Wilfred ahora?
– El conde precisa veros. En sus aposentos -puntualizó.
«En sus aposentos…» Un escalofrío le sacudió el espinazo.
Por lo que él sabía, a excepción de Genserico nadie más tenía acceso a las dependencias privadas de Wilfred. De hecho, los domésticos solían comentar que, aparte del coadjutor, nadie más conocía el camino. Frunció el ceño. No entendía el porqué, pero intuía que aquella llamada no le acarrearía nada bueno.
Se tomó el tiempo necesario para limpiar sus útiles y recoger los documentos que presumió necesitaría para el encuentro con Wilfred. Cuando terminó, el coadjutor inició la marcha con andares cansinos. Gorgias le siguió a una distancia prudencial mientras trataba de imaginar el motivo de aquella convocatoria.
Desde el scriptorium tomaron el pasillo que flanqueaba el refectorio, dejaron a un lado las cillas donde se almacenaba el grano, cruzaron el atrio del claustro y se adentraron en la sala capitular situada a espaldas del nártex, entre el contracoro de piedra y la capilla de los novicios. Al fondo de la capilla se abría un pasadizo que comunicaba con la sala capitular, habitualmente cerrada por una gruesa puerta. En aquel punto Genserico se detuvo.
– Antes de continuar, deberéis jurar que nada de lo que veáis saldrá de vuestros labios -advirtió.
Gorgias besó el crucifijo que colgaba de su cuello.
– Lo juro ante Cristo.
Genserico asintió con la cabeza. Luego sacó un trozo de tela de entre sus mangas y se la tendió.
– Debo pediros que os cubráis.
Gorgias no protestó. Agarró la capucha y se la colocó sobre la cabeza.
– Ahora sujetad este cabo y permaneced atento a mis indicaciones.
Gorgias extendió las manos hasta tropezar con la cuerda que le ofrecía Genserico. Sintió cómo el viejo la anudaba a su brazo y comprobaba la colocación de la capucha. Instantes después, el chirriar de unos goznes le anunció el inicio del camino. De repente el cabo se estiró, obligándole a avanzar a trompicones sin más apoyo que el de sus titubeantes pasos. Siguió a ciegas los tirones de la cuerda, tanteando las paredes con el brazo herido, auxiliado de vez en cuando por las escuetas advertencias de Genserico. Durante el trayecto apreció al tacto cómo las paredes comenzaban a rezumar una humedad untuosa, impropia de aquellos edificios. Gorgias se preguntó en qué parte de la fortaleza se encontraría, pues llevaban ya un buen trecho recorrido. Hasta el momento había advertido la apertura de al menos cuatro puertas, el ascenso por una angosta escalera y un desagradable olor a excrementos que sin duda procedía de alguna letrina cercana. Le pareció descender por una rampa prolongada, que luego remontó a través de un terreno irregular y resbaladizo. Poco después la cuerda se aflojó, anunciando el fin del camino. Escuchó otro cerrojo y la voz ronca del conde resonó en sus oídos.
– Entrad, Gorgias, os lo ruego.
Gorgias, aún encapuchado, se adentró conducido por Genserico. La puerta se cerró a sus espaldas y el lugar quedó sumido en un inquietante silencio.
– Supongo, mi buen Gorgias, que os preguntaréis el porqué de mi llamada…
– Así es, vuestra dignidad. -La capucha le asfixiaba.
– Bien. Pero antes de satisfacer vuestra curiosidad debo recordaros el juramento que habéis hecho a Genserico. Nunca, bajo pena de condenación eterna, hablaréis con nadie de lo que aquí veáis o escuchéis. ¿Está claro?
– Tenéis mi palabra.
– Bien, bien… ¿Sabéis?, resulta paradójico que en ocasiones, cuanto mayor es el ahínco con que servimos a Dios, mayores son las pruebas que éste nos envía. Anoche mismo -prosiguió-, al poco de retirarme comencé a sentirme indispuesto. No es la primera vez que me ocurre, aunque en esta ocasión el dolor se tornó tan insoportable que hube de requerir la presencia de nuestro médico. Zenón opina que el mal de mis piernas se extiende por el resto del cuerpo. Por lo visto no existe cura, o si la hay, al menos él la desconoce, de modo que sólo me resta guardar reposo hasta que remitan los dolores. ¡Pero por Dios santísimo! ¡Quitaos esa capucha, que parecéis un condenado!…
Gorgias obedeció.
Nada más desprenderse de la tela, alcanzó a vislumbrar lo que en otro tiempo debía de haber sido una antigua sala de armas. Observó las descarnadas paredes de bloques de piedra dispuestos en ordenadas hileras que sólo alteraba una ventana de alabastro a través de la cual se filtraba una lánguida penumbra. En el muro principal, labrado sobre los sillares de roca, advirtió los restos de un crucifijo que parecía velar la enorme cama adovelada. Sobre ella descansaba Wilfred, recostado entre gruesos almohadones. Respiraba con dificultad, como si un peso insoportable le oprimiera el pecho transformando su rostro en una máscara abotargada. A su izquierda se veía una mesilla con las sobras del desayuno, flanqueada por un baúl sobre el que descansaban un par de casullas y un hábito de lana burda. En el extremo opuesto, una bacinilla limpia, una mesa, instrumentos de escritura y una hornacina excavada en la piedra. Ningún otro mueble adornaba la sala. Tan sólo una endeble silla aguardaba desnuda a los pies de la cama.
Le extrañó no hallar ningún códice, ni siquiera una copia de la Biblia. Sin embargo, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, distinguió la existencia de otra sala más pequeña en la que se adivinaba el scriptorium privado de Wilfred.
De repente, unos amenazadores gruñidos le hicieron retroceder.
– No os asustéis -sonrió el conde-. Los pobres perros están algo inquietos, pero no son peligrosos. Pasad y acomodaos.
Antes de aceptar, Gorgias comprobó que los animales se encontraban amarrados al artefacto rodante que Wilfred empleaba para desplazarse. También advirtió que Genserico, el coadjutor, había abandonado la sala.
– Vos diréis -dijo Gorgias sin apartar la mirada de los fierros.
– En realidad sois vos quien debe decirme. Han transcurrido seis días desde la última vez que hablamos y aún no he sabido de vuestros progresos. ¿Habéis traído el pergamino?
Gorgias tomó aire y lo exhaló lentamente. Aunque había urdido una excusa que creía convincente, no pudo evitar que la voz le temblara.
– Honorabilísimo; no sé bien cómo empezar… -Tosió-. Lo cierto es que debo confesaros un asunto que me preocupa. ¿Recordáis el problema de la tinta?
– No con exactitud. ¿Algo sobre su fluidez?
– Así es. Tal como os comenté, las plumas de que dispongo no retienen la tinta el tiempo suficiente. El exceso de flujo origina borbotones y salpicaduras, y lo que es peor: en ocasiones, verdaderos regueros. Por ese motivo intenté elaborar una nueva mixtura que corrigiese el problema.
– Sí. Algo creo recordar. ¿Y bien?
– Tras varios días de reflexión, anoche decidí verificar mis conclusiones. Calciné cascara de nuez que añadí a la tinta, y la mezclé con un suspiro de aceite para densificarla. También probé con ceniza, algo de sebo y una pizca de alumbre. Por supuesto, antes de utilizarla me aseguré de lo acertado de la composición practicando sobre otro pergamino.
– Por supuesto -contemporizó.