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No lo pensó más. En cuanto el viejo desvió la mirada, dio media vuelta y echó a correr, pero al poco perdió pie y resbaló. Nada más caer sintió el aliento del perro en la espalda. Esperó quieta el mordisco fatal, pero el animal no se movió. Entonces el hombre se acercó y le tendió su mano cubierta de costras. Theresa se apartó cuanto pudo.

– ¿Te asustan mis llagas? -rió-. También a los bandidos. Vamos, levanta. Es sólo tintura.

Theresa observó las úlceras, que vistas de cerca parecían manchas, pero aun así no se fio. Entonces el hombre se frotó las manos y las heridas desaparecieron.

– Ya ves que no miento. Venga. Siéntate ahí y quédate quieta. -Le devolvió la talega-. Con lo que llevas aquí no llegarás muy lejos.

– ¿No tiene la lepra? -balbuceó.

– Claro que no -rio-. Pero es un disfraz que en más de una ocasión me ha salvado el pellejo. Fíjate bien.

El hombre cogió un puñado de arena del río y la escurrió entre las manos. Luego sacó un frasco con tintura oscura que vertió sobre la arena hasta lograr una mezcla uniforme, le añadió otra loción y se aplicó el emplasto sobre los brazos.

– Suelo mezclarlo con engrudo porque así agarra cuando se seca. Los bandidos temen más a un leproso que a un ejército. -Miró un momento el cadáver-. Todos menos éste… -señaló-. El muy cabrón pretendía robarme las pieles. Ahora que se las robe al diablo. Por cierto… ¿desde cuándo te dedicas a asaltar a los muertos?

Cuando Theresa fue a contestar, el viejo se agachó y sin apartar los cangrejos comenzó a registrar el cadáver. Encontró una bolsa atada al interior de una especie de fajín, la abrió, sonrió al ver su contenido y la guardó entre sus ropas. A continuación le arrancó unos colgantes de los que pendían unas extrañas piedras de color pardo, cogió el scramasax, se lo enfundó junto al suyo y, por último, giró el cuerpo del muerto. Al no hallar nada más de interés, lo dejó de nuevo entre las piedras.

– Bien -dijo-. Este hombre ya no lo necesita. Y ahora, ¿me vas a contar qué haces en este lugar?

– ¿Lo matasteis vos?

– Yo no. Fue éste -dijo palpándose el cuchillo-. Supongo que llevaba un rato rondándome. Debía de ser imbécil, porque en lugar de liquidarme fue directamente por las pieles.

– ¿Las pieles?

– Las que llevo ahí atrás, en el carro -señaló.

Theresa miró hacia donde indicaba el viejo y se alegró al distinguirlo: si existía un carro, debía de existir un camino.

– Se le ha roto una rueda y ando a ver si la arreglo. Tú en cambio deberías largarte. Seguro que este hombre no viajaba solo. -Le entregó los zapatos.

A continuación dio media vuelta y echó a andar hacia el bosque.

– Espere. -Se calzó y corrió tras él-. ¿Va hacia Fulda?

– No se me ha perdido nada en esa ciudad de curas.

– Pero ¿conoce el camino?

– Desde luego. Igual de bien que los salteadores.

Theresa no supo qué contestar. Le siguió hasta la carreta observando sus andares, propios de un hombre más joven. Entonces se fijó en sus dientes, que aunque grandes y torcidos, advirtió sin huecos y extraordinariamente blancos. Le calculó la edad de su padre. Él se agachó junto a la rueda partida y comenzó a trabajar en ella. Luego paró y miró a Theresa.

– No me has contestado. ¿Qué hurgabas en el cadáver? ¡Maldición! Mira cómo me has puesto el brazo -dijo mientras se limpiaba los arañazos que le había inferido Theresa-. ¿Acaso creías que el diablo venía en tu busca?

– Me dirigía hacia Fulda. -Carraspeó-. Vi a ese hombre muerto y pensé que tal vez tuviese un eslabón. Perdí el mío al cruzar el lago.

– ¿Dices que cruzaste el lago? A ver… acércame esa maza. ¿Entonces venías de Erfurt?

– Así es -mintió. Le entregó la herramienta.

– Entonces conocerás a los Peterssen. Regentan un horno a pocas casas de la catedral.

– Sí, claro -volvió a mentir.

– ¿Y qué tal les va? No les veo desde el verano.

– Bien… supongo. Mis padres viven lejos del pueblo.

– Ya -dijo torciendo el gesto. Golpeó con fuerza la cuña y la rueda saltó de su eje.

Theresa dio un respingo. Pensó que no la había creído.

– Ahora viene lo difícil -continuó el hombre-. ¿Ves este rayo? Está partido. Y ese otro también. ¡Maldita mierda de madera! Cambiaré el más estropeado y el otro lo repararé con un par de listones. Toma. Agarra la vara y cuando golpee haz sonar la campanilla. Si los bandidos han de oírnos, que escuchen también la música de los leprosos.

Theresa advirtió que el viejo había desenganchado el caballo y dispuesto varias piedras bajo el carro para evitar su caída. Él se dirigió a la parte trasera y sacó un palo que resultó ser un rayo de repuesto. Dijo que siempre llevaba uno porque tallar la madera de roble era muy complicado. Lo comparó con los rotos antes de repasar su extremo con una azuela.

– ¿Tardará mucho?

– Espero que no. Si lo hiciese como Dios manda se me echaría la noche encima: tendría que extraer la llanta de hierro, desmontar los cuatro cercos y sustituir los rayos. No es difícil, porque los cercos son de fresno, pero luego engastar los pivotes, las lenguas y los pies de los rayos… ¡Una tarea de demonios! Serraré los extremos y los ajustaré con la maza. Ahora agita la campanilla.

Theresa balanceó la vara y la campana tintineó. El martillazo retumbó en todo el bosque. La joven trató de sofocar el eco agitándola más fuerte, pero por más que lo intentó, los golpes prevalecieron durante toda la mañana.

Después de comer hablaron un rato. Él dijo que se llamaba Althar y era trampero, que vivía en el bosque, en una cabaña de madera con su esposa y con Satán. En invierno cazaba y en verano vendía las pieles en Aquis-Granum. Ella le confió que había huido de un matrimonio de conveniencia. Luego le pidió ayuda para llegar hasta Fulda, pero él se negó. Cuando terminó con el carro, se despidió de Theresa.

– ¿Se va? -preguntó la joven.

– Así es. Regreso a casa.

– ¿Y yo?

– Tú, ¿qué?

– ¿Qué haré yo?

Althar se encogió de hombros.

– Lo que deberías haber hecho desde un principio: regresar a Erfurt y casarte con ese hombre al que dices odiar. Seguro que no es tan malo.

– Antes prefiero a los sajones. -Lo dijo con tal convencimiento que se admiró de su propia mentira.

– Por mí puedes hacer lo que quieras. -Althar enganchó el caballo al arnés y comenzó a retirar las piedras que lo frenaban-. Pero espabila. Tal vez estén buscándole -dijo señalando al muerto-. Acercaré el caballo al río. En cuanto beba, marcharé soltando ascuas.

Theresa se volvió y comenzó a alejarse. Mientras caminaba, observó el bosque, denso y frío como un cementerio, y unas lágrimas asaltaron sus mejillas. A los pocos pasos se detuvo, sabedora de que si proseguía sola, moriría. Althar parecía un buen hombre, pues de lo contrario ya le habría causado daño. Además, estaba casado y conocía a los Peterssen. Tal vez le permitiera acompañarle.

Se volvió para hablarle de sus habilidades como costurera y mentirle sobre las de cocinera, pero a Althar no pareció impresionarle.

– También sé curtir pieles -añadió.

Entonces el viejo la miró de reojo, cavilando que no le vendría mal algo de ayuda. El trabajo con el cuero requería destreza, y su mujer, desde las últimas fiebres, apenas si movía las manos. Volvió a mirarla y meneó la cabeza. Seguramente aquella muchacha era una malcriada que sólo le complicaría la vida. Además, su esposa recelaría de una chica joven.