Apartó a un lado la última piedra y subió al carro.
– Mira, muchacha. Me caes bien, pero entiéndelo: serías un estorbo. Otra boca que alimentar. Lo siento. Regresa a tu pueblo y pídele perdón a ese hombre.
– No volveré.
– Pues haz lo que te plazca. -Y arreó al animal.
Theresa no supo qué decir. De repente recordó los cepos encontrados junto al caballo de Hóos.
.-Le recompensaré.
Althar enarcó una ceja y la miró de soslayo.
– No creo que pudieras. Ya estoy mayor para mover la polla.
La joven pasó por alto aquel comentario.
– Mire sus cepos… Están viejos y oxidados -observó mientras caminaba a la altura del carro.
– También yo, y aún me valgo.
– Pero yo puedo proporcionarle unos nuevos. Sé dónde encontrarlos.
Althar detuvo al animal. Desde luego le resultarían útiles otras trampas, pero en verdad lo que le apenaba era la suerte de aquella chica. Theresa le contó el episodio de los lobos y le explicó la carga que contenían las alforjas. También le describió el lugar donde sucedió.
– ¿Estás segura de que fue en ese barranco?
Ella asintió, y Althar pareció pensárselo.
– ¡Maldita sea! ¡Anda! Sube al carro. Conozco un sendero que nos llevará a ese cortado. ¡Ah! Y cámbiate de ropa, o morirás antes de indicarme el lugar exacto.
La joven saltó a la carreta, se acomodó en el estercolero de pieles que abarrotaba el interior, y a continuación docenas de fardos comenzaron a traquetear bailando al trote del caballo. Theresa reconoció pellejos de castor y venado, e incluso alguno de lobo en bastante mal estado. Varias pieles aparecían curtidas, pero la mayoría se encontraba sembrada de insectos que pululaban entre los pelajes resecos y los restos de sangre, como si las hubiesen despellejado aquella misma mañana. Se apartó cuanto pudo, porque despedían un hedor irrespirable, y se cubrió con una piel seca que encontró aceptable. A su espalda descubrió una especie de orza tapada con un cedazo pringoso que dejaba escapar un delicioso aroma a queso.
Theresa se apretujó la barriga tratando de calmar los lamentos de sus intestinos. Luego se echó hacia atrás y cerró los ojos. Sus recuerdos viajaron hasta Würzburg, a las madrugadas de invierno en que Gorgias la desperezaba con un beso para que le acompañase a encender el horno que había construido detrás del aprisco. Rememoró las nevadas cubriendo los campos, y cuánto agradecía el calor de los rescoldos cuando acompañaba a su padre y le leía algún manuscrito. Se preguntó si alguna vez Althar habría visto un libro.
Miró a Satán. El animal seguía el carro a una pedrada de distancia, moviendo sus ojillos con más inteligencia de la que había observado en algunos mozos que conocía. De vez en cuando se acercaba hasta el caballo para atrapar al vuelo los trozos de carne que Althar le arrojaba. Theresa escuchó sus tripas de nuevo y preguntó a Althar que cuándo comerían.
– ¿Crees que me regalan la comida? Ya habrá tiempo, muchacha. Ahora coge esas pieles y comienza a limpiarlas. El cepillo está ahí, junto al arco.
Theresa no rechistó. Se acercó uno de los fajos más nutridos, desató los tendones que lo mantenían anudado y se colocó una piel sobre los muslos. Comenzó a trabajar con denuedo. A la primera sacudida, un enjambre de insectos se desprendió de la piel y cayó al suelo, desperdigándose entre los tablones. Continuó cepillando sin levantar la vista de las pieles hasta que acabó con el fajo, y sin concederse un respiro, prosiguió con un segundo fardo. Cuando terminó, Althar le señaló un tercero.
– Después limpia los cepos hasta dejarlos relucientes -dijo.
Theresa agarró las trampas, escupió sobre la porquería y se empeñó con arresto en la nueva tarea. Luego, mientras frotaba los artilugios, se preguntó qué don especial poseería Althar para las artes de la caza, pues de otro modo no se explicaba tal acopio de pieles. Cuando por fin acabó la faena se lo comunicó a Althar, quien, extrañado por su diligencia, detuvo el carro y tras comprobar los resultados sonrió y puso pie a tierra.
– De acuerdo, muchacha. Vamos a llenar la panza.
Acto seguido, se dirigió a la parte posterior del carro y, luego de revolverlo, sacó una taleguilla de tela que depositó en el suelo. Al momento, Satán se acercó a olisquear, pero Althar lo apartó de un puntapié. Luego se volvió hacia Theresa.
– Sube a ese altozano y abre bien los ojos. Si ves algo raro: algún fuego, relinchos, hombres, cualquier cosa extraña, avisa con unos ladridos.
– ¿Ladridos? -repitió Theresa incrédula.
– Sí. Ladridos… Sabrás ladrar, ¿no?
Theresa imitó el sonido con desigual fortuna. Aunque a ella se le antojó horrible, Althar se dio por satisfecho.
– Apresúrate, anda. Y lleva contigo la campanilla.
Mientras ella ascendía el repecho, él preparó unas tajadas de queso a las que añadió unos pedazos de pan duro. Después abrió un par de cebollas. Se apropió de la ración más grande y avisó a Theresa.
– Todo tranquilo -informó la joven.
– Bien. A este paso llegaremos al barranco antes del mediodía. Comeremos ahora porque ya no nos detendremos. Ahí atrás, bajo las trampas, encontrarás algo de vino. Y si quieres, abrígate más, que debes de estar helada.
El trampero se encaramó al carro y arreó al caballo. Theresa hizo lo propio y, sin bendecir las viandas, comenzó a devorarlas acompañándolas con un trago de vino que le supo a gloria.
Poco después atravesaron una franja boscosa anegada por unos lodazales. A partir de ese momento, Althar mudó el semblante y comenzó a mostrarse más cauto. Cualquier ruido le hacía dar un respingo, volvía la cabeza continuamente, y a cada poco detenía el carro para ponerse en pie y otear los alrededores.
Por momentos, a ella le pareció que Satán olfateaba el peligro. El animal ya no se mantenía apartado. Con las orejas enhiestas y el rabo estirado, seguía atento los movimientos de su amo.
Habrían cubierto un centenar de pasos cuando el perro empezó a ladrar. Althar frenó en seco el carro, echó pie a tierra y se adelantó un trecho. Con gesto preocupado ordenó silencio a Theresa, y lentamente acercó la mano a su scramasax. A continuación", sin mediar palabra, se irguió y desapareció entre la maleza.
A Theresa empezaron a traicionarle los nervios. Intentó alzarse de puntillas para ver más allá de lo que su estatura le permitía, pero las heridas de los pies se lo impidieron. No sabía la razón, aunque presentía que algo terrible estaba a punto de suceder. Pasados unos instantes, Althar apareció con el rostro desencajado.
– Acompáñame. Rápido.
Theresa saltó del carro y lo siguió por la espesura. El trampero caminaba encorvado, como un gato al acecho de su presa, mientras la muchacha le seguía a duras penas esquivando las ramas que él apartaba a su paso. Avanzaron con dificultad debido a la hojarasca y al fango de las últimas lluvias. En algunos lugares, la maleza se cerraba tanto que lo único que Theresa alcanzaba a ver era el trasero de Althar, a un palmo de su rostro. De repente él volvió la cabeza para pedirle silencio, y luego, lentamente, se apartó a un lado dejando ante sus ojos una escena de muerte y desolación.
Eran dos cuerpos ensangrentados unidos en un macabro abrazo, ocultos bajo un manto de cieno. Unos pasos más allá, semihundido en una zanja, se distinguía el cadáver mutilado de un tercero.
– Éste no es sajón -dijo Althar dando con el pie al que yacía bajo el primero.