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– Lo cierto es que regular, pero no aguantaba más tumbado.

– Pues deberá guardar reposo. Al menos, hasta que esas costillas suelden. De lo contrario, cualquier movimiento podría arruinarle los pulmones.

Hóos asintió. A cada trago notaba como si unas púas le desgarraran las entrañas. Apuró el vino, se despidió y regresó a su camastro. Althar aprovechó para extender la piel del oso y colocar las dos cabezas en unas cubetas. Cuando llevó los animales a la cueva, echó de menos los correteos de Satán ayudándole en la tarea.

El día siguiente amaneció sucio y ventoso. Un mal día para pasear, se dijo Althar, aunque no tan malo como para disecar trofeos. Antes de desayunar sacó a abrevar los animales, limpió la porquería que habían dejado dentro y aprovechó para aliviar la vejiga. Cuando regresó, Theresa y Leonora ya se habían levantado. Desayunaron en silencio para no despertar a Hóos. Luego Althar recogió la piel y las cabezas, y le pidió a Theresa que le acompañara.

– Aún necesito asearme -se excusó la muchacha.

Althar supuso que la joven seguiría con el menstruo, de modo que no insistió.

– Cuando termines ve a la otra cueva. Necesitaré ayuda.

Althar se echó la carga al hombro y salió andando. Pasado un rato, Theresa se acercó al riachuelo para asearse con los paños que Leonora le había suministrado. A su regreso comprobó que Hóos había despertado y la miraba con dureza. Leonora pareció advertirlo.

– He de ir a dar de comer a los animales -anunció-. Si necesitáis algo, no tenéis más que llamarme.

Ambos asintieron con la cabeza. Cuando la mujer se fue, Hóos hizo ademán de levantarse, pero notó un pinchazo en el pecho y se recostó de nuevo. Theresa se sentó a su lado.

– ¿Te encuentras mejor? -preguntó avergonzada. Eran las primeras palabras que le dirigía. Él tardó en responder.

– No mostraste tanto interés cuando escapaste con mi daga… -contestó.

Theresa no supo qué argumentar. Se dirigió hacia el lugar donde guardaba su talega y regresó sonrojada.

– No sé cómo pude hacerlo -dijo con lágrimas en los ojos.

Hóos no cambió el gesto. Cogió la daga y la guardó bajo la manta. Luego cerró los ojos y se dio la vuelta.

Theresa comprendió que nada de lo que dijese o hiciese le convencería. Al fin y al cabo, si hubiese ocurrido al revés, ella habría tenido la misma reacción. Se enjugó las lágrimas y con voz trémula le pidió perdón. Finalmente, ante la indiferencia del joven, abandonó la osera cabizbaja.

De camino a la segunda cueva se encontró con Leonora. La mujer se interesó por la rojez de sus ojos, pero ella siguió su camino dejándola con la palabra en la boca. Entonces Leonora regresó a la osera para preguntarle a Hóos.

– No es asunto suyo -contestó él.

A Leonora le ofendió la respuesta.

– Óyeme bien, jovenzuelo. Me da igual de dónde vengas o los títulos que tengas. Quiero que sepas que si estás vivo, es porque esa muchacha a la que acabas de hacer llorar se empeñó en que lo estuvieras, así que más vale que te comportes como un príncipe si no quieres que sea yo quien te rompa las costillas.

Hóos no contestó. Pensó que a nadie le importaba el impulso que le había guiado a buscar a la muchacha.

Diciembre

Capítulo 9

Primero sintió un ligero hormigueo. Luego la herida le aguijoneó.

Gorgias arrojó al camastro la tablilla de cera que le había proporcionado Genserico y se acercó a la luz procedente del ventanuco que presidía la celda. Luego se desprendió del vendaje que le protegía el brazo, con cuidado de no arrancar la costra. Cuando lo consiguió, advirtió que la herida presentaba un inflamado color violáceo y un racimo de pústulas comenzaba a aflorar entre los puntos de sutura. De haber podido, se lo habría hecho examinar por el físico Zenón, aunque la ausencia de pestilencia le tranquilizó. Con la punta de su estilo levantó las postillas más resecas y limpió el fluido amarillento que encontró bajo las mismas. Luego se aseguro el vendaje y rezó porque el brazo cicatrizara sin secuelas.

Durante la primera hora, tan sólo esperó. Después se entretuvo mirando el pequeño ventanuco por el que ni un niño habría logrado colarse. Por más que lo intentó, no logró ver a través del alabastro. Valoró romperlo, pero se contuvo. Luego escuchó las campanas del oficio de sexta y se dijo que su mujer ya habría acudido al cabildo, preocupada por su tardanza.

Imaginó las mentiras que le contarían.

Quiso pensar que Genserico estuviese en lo cierto, que quizá fuese Wilfred el responsable de su encierro. Tal vez pretendiese protegerle del percamenarius, o quizá desease vigilar sus progresos con el documento. Pero ¿por qué en aquel sitio alejado de su control? Podría haber escogido el scriptorium, donde habría dispuesto de todo su material, o incluso sus aposentos, para tenerle bien vigilado. Al fin y al cabo, Wilfred desconocía el ataque del que había sido objeto, y si como decía el coadjutor, lo encerraban para evitarle problemas, en el scriptorium habría estado a salvo.

Al anochecer oyó el sonido de un cerrojo. Pensó en el conde, pero el hedor a orina le anunció al coadjutor. Luego escuchó su voz pausada ordenándole que se situara al fondo de la habitación. Él preguntó por su mujer, pero no recibió contestación. La orden resonó de nuevo y esta vez Gorgias obedeció. Al poco advirtió el movimiento de una portezuela en la parte inferior de la puerta. Cuando el torno se detuvo, comprobó que Genserico había depositado en su interior un trozo de pan y una jarra de agua. Al otro lado, el coadjutor le instó a que sacara los alimentos y pusiese en el torno la relación del material que precisaba.

– No hasta que me respondáis -declaró.

Transcurrieron unos instantes que se le antojaron eternos. Luego el torno volvió a girar, arrastrando con su movimiento el pan y el agua hacia fuera. Imaginó que Genserico retiraba los alimentos mientras él aguardaba. Luego oyó un portazo, y el silencio se prolongó hasta bien entrada la madrugada.

A media mañana Genserico regresó tarareando una cancioncilla. Tras comprobar que Gorgias seguía despierto, le informó que Rutgarda se encontraba bien. La había visitado en casa de su hermana.

– Le dije que pasaríais unos días trabajando en el scriptorium y ¿sabéis?, lo comprendió perfectamente. De paso le entregué dos panes y una ración de vino, y le aseguré que mientras permanecieseis con nosotros, cada día dispondría de otro tanto. Por cierto, me pidió que os entregase esto.

Gorgias observó cómo giraba el torno. Junto al pan y el agua del día anterior encontró un pequeño pañuelo bordado. Pertenecía a Rutgarda. Siempre lo llevaba puesto.

Lo cogió con delicadeza y lo guardó junto a su pecho. Seguidamente extrajo el pan y lo mordió con ansiedad. Al otro lado, Genserico le apremió. Pretendía la lista de lo que necesitara. Sin dejar de engullir, Gorgias anotó sobre la tablilla una relación extensa en la que obvió a propósito el polvo secante. A continuación simuló que repasaba las anotaciones. Luego la dejó en el torno e hizo girar el artefacto. Genserico se apoderó de la tablilla, la leyó cuidadosamente y se marchó sin decir palabra.

Una hora más tarde regresó cargado de pliegos, tinteros y otros útiles de escritura. El coadjutor le comunicó que cada día le visitaría para comprobar sus progresos, suministrarle alimento y retirar los excrementos. Antes de irse, le advirtió con malicia que también visitaría a Rutgarda. Luego se despidió y salió de la cripta, dejando al escriba con sus aparejos.