A él le sorprendió escuchar la sugerencia, y a Theresa comprobar que la aceptaba sin problemas.
Salieron juntos de la osera, pero al poco ella tomó la delantera y siguió así hasta el riachuelo. Una vez allí, se agachó para buscar entre las piedras.
– Tal vez te sirva ésta -dijo Hóos.
Theresa cogió el canto y lo comparó con los que ya había seleccionado. Le molestó reconocer que el guijarro de Hóos era más liso y uniforme.
– Demasiado pequeño -objetó, y se lo devolvió casi sin mirarlo.
Él se lo guardó en su talega. Mientras la contemplaba, observó la delicadeza con que Theresa examinaba la textura y el color de las piedras; se fijó en sus dedos desplazándose furtivamente por los cantos para comprobar su rugosidad, en cómo los mojaba para resaltar su color, los sopesaba delicadamente y los clasificaba ateniéndose a un patrón que sólo ella parecía conocer. En ese instante ella se giró y sus ojos resplandecieron como el ámbar.
Él se hallaba ensimismado cuando Theresa perdió pie y cayó al río. Hóos corrió en su ayuda, y al sacarla sintió que algo en el pecho le quemaba. Terminaron de recoger las piedras y emprendieron el regreso, pero esta vez ella no se adelantó. Mientras avanzaban, él se interesó por la colecta de piedras y ella se mostró medianamente satisfecha. No hablaron más hasta llegar a las colmenas.
– Durante el invierno las tapan con barro. Para que las abejas no se mueran -presumió Theresa.
– Lo ignoraba. -No le dijo que el pecho le punzaba.
– Yo también -admitió con una sonrisa-. Me lo contó Althar. Parece un buen hombre, ¿no crees?
– Estamos aquí gracias a él.
– ¿Ves ese arcón de allá? Althar me dijo que podría utilizar su cera para rellenar mi tablilla. -Se acercó y levantó la tapa.
– ¿Qué es una tablilla? ¿Alguna especie de candil?
– No -rio-. Una cajita del tamaño de una hogaza de pan. Bueno, también las hay más grandes y más pequeñas. La mía es de madera, y una vez rellena de cera sirve para escribir en ella.
– ¡Aja! -asintió Hóos sin comprender demasiado.
– Cuando me seque iré a la cueva. ¡Ese lugar es asombroso! ¿Querrás acompañarme?
– Por hoy ya he caminado bastante -dijo quejándose-. Ve tú. Yo me tumbaré un rato y aprovecharé para cambiarme las vendas.
– Hóos…
– ¿Sí?
– No sé por qué la robé… De veras que lo siento. -Bueno. No te preocupes. Simplemente, no vuelvas a hacerlo.
Después de cambiarse, Theresa se encaminó hacia la cueva, no sin antes inspeccionar las piedras y seleccionar cuatro de forma lenticular y tamaño parejo. Se dijo que, una vez pintadas, parecerían retinas auténticas.
Cuando llegó a la osera se encontró con la portilla atrancada. Supuso que Althar se encontraría dentro, de modo que empujó la portezuela y entró. Halló al viejo trabajando en el armazón del oso, al que había añadido dos brazos de madera en posición caída.
– ¡Vaya! ¡Ya estás aquí! -comentó sorprendido-. Bueno, dime… ¿qué te parece?
La muchacha miró un instante la estrafalaria estructura.
– Horrible -contestó sin pensar.
Althar se lo tomó como un halago.
– Como debe ser -aseveró-. Así se venderá más caro… ¿Qué te trae por aquí?
– Traigo las piedras para los ojos. -Y se las mostró.
Althar las examinó cuidadosamente. Luego las depositó en la caja en que guardaba los escalpelos, raspadores y punzones.
– Valdrán -afirmó.
Entre ambos colocaron la piel ya tratada sobre el tosco armazón. Cosieron las junturas y rellenaron los huecos con heno seco y trapos. Después le añadieron el cráneo, y por último lo forraron con la piel de la cabeza. Cuando terminaron, el oso se asemejaba a un enorme muñeco desmadejado.
– No parece una fiera -se lamentó Althar.
Modificaron el relleno varias veces, pero el resultado fue aún peor. Hasta entonces, Althar nunca se había enfrentado a un trabajo de tan grandes proporciones. Finalmente, el viejo maldijo la figura y salió afuera a despejarse un rato.
Entretanto, Theresa meditó sobre el patético aspecto del oso. Comprendió que al permanecer erguido, el peso del heno hacía que éste se acumulase en la panza, ahuecando el torso y los hombros. Además, los brazos le colgaban inermes, y la cabeza, con la boca cerrada, siempre terminaba inclinada hacia abajo. Se dijo que el animal, en lugar de disecado, parecía ahorcado.
Salió en busca de Althar para comentarle sus apreciaciones, pero al no encontrarlo volvió a la osera y comenzó a trabajar sin consultárselo.
Cuando el viejo regresó, se quedó estupefacto. Theresa había modificado la postura de los brazos, que ahora lucían enhiestos y desafiantes por encima de la cabeza. En esa posición, el heno tendía a acumularse alrededor de los hombros, que era donde lo necesitaba. En las patas traseras había sustituido el heno por trapos pespunteados para mantenerlos ajustados.
– Y si introducimos heno entre la piel y la tela, no se apreciarán las protuberancias -le explicó.
Althar siguió mirando absorto. Advirtió que además había colocado un palo oscuro entre las fauces para que permaneciesen abiertas, confiriéndole a la bestia un aspecto amenazador. Le pareció imposible que aquel soberbio animal fuese el mismo espantajo que momentos antes había repudiado.
Regresaron al anochecer, cansados pero contentos. De camino se detuvieron en las colmenas para recoger la cera de Theresa. Cuando llegaron a la vivienda, Althar saludó a Leonora con un aparatoso beso y le contó los avances en el trabajo.
– Mis noticias no son tan buenas -se lamentó la mujer-. El joven ha empeorado.
Se dirigieron hacia el camastro de Hóos, el cual temblaba y respiraba con dificultad. Leonora les enseñó un paño con sangre. La había esputado.
– ¿La vomitó o la tosió? -preguntó Althar.
– Yo qué sé. Fue todo junto.
– Si la tosió es mal presagio. Hóos, ¿puedes oírme? -le habló al oído. El joven asintió. Althar puso su mano sobre el picho-. ¿Te duele aquí? -Volvió a asentir.
Althar torció el gesto y sacudió la cabeza. La presencia de sangre en los esputos sólo podía significar que una costilla había atravesado el pulmón y lo estaba desgarrando. Maldijo sin miramientos cuando se enteró de que había ido al río y se había esforzado.
– Si es eso, no podremos hacer nada -dijo en un aparte a su mujer-. Como mucho, rezar por él, y esperar hasta mañana.
Hóos pasó la noche tosiendo y quejándose. Leonora y Theresa se turnaron para atenderle, pero aun así apenas mejoró. Por la mañana, la fiebre le consumía. Althar comprendió que si no lo atendía Un médico, en unos días moriría.
– Mujer, prepara algo de comer. Marchamos a Fulda -anunció.
Estuvieron listos a media mañana. Althar cargó el carro con el oso disecado, la cabeza a medio terminar y los guijarros para las cuencas de los ojos. En medio dispusieron un jergón en el que acomodaron a Hóos Larsson. Cogieron los alimentos, un fardo de pieles para vender, y se despidieron de Leonora.
– Espero volver a verla -le dijo Theresa con los ojos humedecidos.
– Se curará -respondió ella, y le dio otro beso acompañado también de lágrimas.
La primera jornada transcurrió sin incidentes, deteniéndose lo preciso para comer el pastel de venado y aliviarse las vejigas. Hóos permaneció inconsciente y la fiebre no le bajó. Pasaron la noche junto a un arroyo. Se repartieron las guardias, que Theresa aprovechó para terminar de coser la cabeza del segundo oso. Cuando le colocó los ojos adquirió un aspecto formidable; o al menos, sin luz, así se lo pareció. Por la mañana reemprendieron el viaje y pasado el mediodía divisaron las columnas de humo que señalaban la proximidad de Fulda.