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– Te cambio el oso grande por mi mujer -ofreció un campesino desdentado-. Tiene las uñas igual de largas.

– Lo siento, pero mi esposa ya es una fiera… -rio Althar.

– ¿Y dices que ese bicho es un oso? -apuntó otro desde más atrás-. Si apenas se le ven los huevos. -Los congregados rieron.

– Acércate a sus fauces y verás cómo se encogen los tuyos. -Y la gente volvió a reír.

– ¿Cuánto pides por la muchacha? -preguntó un tercero.

– La muchacha fue quien lo mató, así que imagina lo que haría contigo… -De nuevo carcajadas.

Un mozalbete les arrojó una col, pero Althar lo agarró por los pelos y le arreó un empellón que hizo escarmentar a los demás muchachos. Un vendedor de cerveza pensó que podría hacer negocio y trasladó su barril cerca del carro. Algunos borrachines le siguieron por si caía una invitación.

– Este oso devoró dos sajones antes de ser cazado -anunció Althar-. Guardaba sus esqueletos en la osera. Mató a mi perro y me hirió a mí -mintió enseñando una antigua cicatriz en su pierna-. Y ahora puede ser vuestro por tan sólo una libra de plata.

Al escuchar el precio, varios asistentes se dieron la vuelta y abandonaron el puesto. Si tuviesen una libra, adquirirían seis vacas, tres yeguas, o incluso un par de esclavos, antes que la piel remendada de un oso muerto. Los demás permanecieron atentos a los bailoteos de Theresa.

Una mujer ataviada con un abrigo de pieles finas pareció admirar el animal. La acompañaba un hombrecillo de aspecto elegante que, al advertir su curiosidad, envió a un siervo para interesarse por el precio.

– Dile a tu amo lo que ya sabe. Una libra el animal completo -dijo el viejo, e hizo sonar otra vez el cuerno.

El siervo palideció, pero su dueño no se inmutó al conocer la cifra. Envió de nuevo al sirviente para que ofreciera la mitad.

– Dile que por ese dinero no le vendo ni una raposa -repuso Althar-. Si quiere impresionar a su dama, que se rasque la bolsa, o que vaya él a cazarlo y se juegue las pelotas.

Cuando la pareja conoció la respuesta, se giró y desapareció entre el bullicio. Sin embargo, Althar observó que tras alejarse unos pasos, la mujer volvía la cabeza. El viejo sonrió y comenzó a recoger los bártulos.

– Ha llegado la hora de echar un trago -anunció a Theresa.

Antes de marchar, logró cerrar un par de negocios: vendió una piel de castor a un comerciante de sedas por un sueldo de oro, y cambió otra a un panadero por tres modios de trigo. Luego contrató a dos muchachos para que vigilaran el oso, no sin antes advertirles que él mismo les despellejaría si al volver faltaba algo. Fueron a la cantina y se sentaron junto a la ventana para vigilar el carro. Althar pidió dos vasos de vino y pan con salchichas, que les sirvieron de inmediato. Mientras bebían, Theresa le preguntó por qué había rehusado negociar el precio del oso.

– Deberías aprender el lenguaje de los negocios -respondió mientras engullía su ración de un solo bocado-. Y la primera lección es conocer a tu futuro cliente, cosa que, por suerte, a mí me ha sucedido. El hombre que se ha interesado es uno de los más ricos de Fulda: podría comprar cien osos y aún le sobraría dinero para adquirir mil esclavos. Y en cuanto a ella… ahí donde la ves no sé qué tendrá entre las piernas, pero siempre ha conseguido lo que se le ha antojado.

– Pues puede que desconozca ese lenguaje, pero el oso sigue ahí fuera, y si hubieseis rebajado el precio, tal vez ahora lo estaríamos celebrando.

– Y eso es lo que vamos a hacer -rio Althar, y le guiñó un ojo al tiempo que le señalaba la puerta: en ese instante entraba el hombre del que habían estado hablando.

El recién llegado se aproximó y cogió un taburete mientras la mujer que le acompañaba permanecía fuera admirando la figura del animal disecado.

– ¿Le importa? -preguntó.

Althar concedió casi sin mirar y el hombre se sentó con parsimonia. Enseguida se acercó el tabernero. Mientras le servían queso y vino, Theresa examinó el aspecto del invitado. Lucía anillos en todos los dedos y bajo su nariz colgaba un lacio bigote recién engrasado. Observó que sus vestidos, aunque ostentosos, aparecían salpicados de restos de comida. El hombre agarró la jarra de vino, y tras servirse un vaso, añadió al de Althar hasta rebosarlo.

– ¿Acaso no te gusta mi dinero? -preguntó directamente.

– Tanto como a ti mi oso -respondió Althar sin levantar la mirada del vaso.

El hombre sacó una bolsa que depositó encima de la mesa. Althar la cogió y la sopesó un instante. Al advertir su peso la dejó de nuevo frente a su propietario.

– Media libra es lo que gana al año uno de mis jornaleros -arguyó el hombre.

– Por eso no trabajo como jornalero -contestó Althar sin conceder importancia al comentario.

El hombre recogió la bolsa y se levantó irritado, salió un momento y habló con la mujer. Después volvió y de una patada hizo saltar la mesa en la que aún comían Theresa y Althar. Luego sacó dos bolsas y las arrojó sobre el estropicio.

– Una libra de plata. Que tú y tu puta sepáis disfrutarlo -dijo refiriéndose a Theresa.

– Eso haremos, señor. ¡Gracias! -Y apuró sin inmutarse el último trago.

Fuera, la mujer besó a su hombre y rio con zalamería mientras un par de siervos descargaban el oso para trasladarlo a su nuevo carro. Uno de los rapaces contratados por Althar intentó impedirlo, pero sólo consiguió que le dieran un sopapo. Cuando Althar salió de la taberna, llamó al chico y le regaló un óbolo por su valentía.

– Oye, mozuelo. ¿Tú sabes dónde puedo encontrar a Maurer, el barbero?

El zagal mordió el óbolo hasta que le crujieron los dientes y lo guardó entusiasmado. Subieron todos al carro y los condujo por unas callejuelas hasta una taberna situada a un par de manzanas de distancia. Una vez allí, el muchacho entró en el local, y al poco salió un hombre panzudo con el rostro picado de viruela. Althar bajó del carro y después de informar al barbero, acordaron el precio de la consulta. El hombre entró de nuevo a la taberna y salió de ella portando una talega. Después ambos subieron al pescante y todos se encaminaron hacia la cantina de Helga la Negra.

Pese a despedir olor a vino, el barbero se desempeñó con manifiesta destreza. Nada más llegar, afeitó el torso de Hóos y lo limpió con aceites. Luego examinó la induración de su pecho a la altura de las tetillas, controló su rubor, calor e hinchazón. Su aspecto cárdeno le hizo denegar con la cabeza. Luego escuchó su respiración con la ayuda de una trompetilla de hueso que aplicó sobre la herida, y después aspiró su aliento, que encontró agrio y espeso. Le prescribió una cataplasma porque juzgó innecesaria la sangría.

– La fiebre es lo que me preocupa -aclaró. Recogió las navajas y las piedras de colores con que las había afilado-. Tiene tres costillas rotas. Dos parecen estar soldando, pero la tercera alcanzó el pulmón. Por suerte entró y salió. La herida cicatriza bien, los soplos son débiles. Pero la fiebre… mal asunto.

– ¿Morirá? -preguntó Althar, y la Negra le propinó un pescozón en la coronilla-. Quiero decir… ¿vivirá? -se corrigió.

– El problema es la hinchazón. Si persiste, la fiebre aumentará. Existen plantas… Pócimas capaces de atajar el avance del mal, pero por desgracia yo no las poseo.

– Si es por dinero…

– Desafortunadamente, no. Me habéis pagado bien y yo he hecho cuanto podía -dijo mientras daba el último bocado al habitual tentempié con que las familias obsequiaban a los médicos.

– Y esas plantas de las que hablabais… -se interesó la Negra.

– No debí mencionarlas. Aparte del hinojo contra el estreñimiento, y el perifollo para las hemorragias, apenas las conozco.