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– Y por si lo estás pensando, no. No ha sido Hóos quien me lo ha contado.

Theresa se asustó aún más.

– Entonces quién.

– Sigue caminando -sonrió-. La pregunta adecuada no es «quién», sino «cómo».

– ¿A qué os referís? -Y continuó avanzando.

– A que cualquiera, con la adecuada experiencia y el suficiente grado de observación, podría haberlo adivinado. -Se detuvo un instante para explicarse-. Por ejemplo: tu procedencia bizantina es fácil de argumentar si se repara en la naturaleza de tu nombre, Theresa, originario de Grecia e impropio de estos pagos. Si a eso añadimos tu acento, una infrecuente mezcla de romance y griego, no sólo confirmaríamos esta teoría, sino que además entroncaría con la afirmación de que llevas en la región varios años. Incluso si todo ello fuera insuficiente, tan sólo habría que recordar tu capacidad para leer los tarros de las medicinas, unos tarros cuyos contenidos, por motivos de seguridad, están inscritos en griego.

– ¿Y lo de la familia acaudalada venida a menos? -Volvió a detenerse, pero Alcuino continuó andando.

– Bueno. Es lógico suponer que sabiendo leer y escribir, no procedas de una familia de esclavos. Además, tus manos no presentan las típicas cicatrices provocadas por el trabajo. Al contrarío, sólo se aprecia cierta corrosión en las uñas y algunos débiles cortes entre el índice y el pulgar izquierdos, ambas marcas, propias del oficio de percamenarius. -Se detuvo un momento para que cruzara una procesión de novicios-. Todo ello nos conduce a que tus padres poseían suficiente riqueza para que su hija, exquisitamente educada, no se viese obligada a trabajar en el campo. Sin embargo, las ropas que vistes son pobres y raídas, y tampoco gastas buenos zapatos, lo cual significa que, por alguna causa, la otrora abundancia de tu familia parece haberse desvanecido.

– Pero ¿qué os hace suponer que residía en Würzburg? -La procesión terminó y reanudaron el paso.

– El que no vivías en Fulda era obvio, pues ni siquiera conocías el aspecto del boticario. Así pues, sólo cabía considerar una villa de los alrededores, ya que con este temporal sería impensable que procedieses de un lugar más lejano. Las tres ciudades más próximas son Aquis-Granum, Erfurt y Würzburg. Si hubieses vivido en Aquis-Granum, sin duda yo lo habría sabido, puesto que resido allí. En Erfurt no existe taller de percamenarius, luego por simple eliminación, fue fácil elegir Würzburg.

– ¿Y lo del incendio?

– He de admitir que en eso fui más atrevido. Al menos, al señalarlo como la causa de tu huida. -Se dio la vuelta y continuó caminando sin concederse importancia-. Tus ropajes y tus brazos aparecen salpicados de pequeñas quemaduras, que pese a lo dispersas, se aprecian de igual aspecto: exiguas y puntuales, señal de que se produjeron en un único suceso. De su naturaleza y extensión se desprende que se originaron durante un incendio, o al menos durante un gran fuego, ya que las marcas se encuentran diseminadas tanto por delante como por detrás del vestido. Además, las quemaduras de los brazos aún no han cicatrizado, de modo que el suceso hubo de tener lugar hará poco más de cuatro semanas.

Theresa lo miró sin dar crédito. Aunque sus explicaciones sonaran razonables, seguía sin creer que alguien pudiera inducir tanta información con un simple vistazo. Apresuró el paso rodeando un jardincillo que conducía a un edificio achaparrado.

– Pero ¿y lo de las chuletas cómo pudisteis averiguarlo? Cuando se las di, me encontraba a solas con el cirellero.

– Eso fue lo más fácil -dijo entre risas-. Cuando ese glotón te acompañó hasta la residencia de los optimates, no esperó a que entrases para sacar la segunda chuleta y comérsela de tres bocados. Lo vi desde la ventana en que aguardaba tu llegada.

– Sin embargo, eso no significa que fuera yo quien se las entregara. Y menos aún, a cambio de que me franqueara la entrada…

– También eso tiene una explicación: los benedictinos no podemos comer carne porque así lo prohíbe la regla de san Benito. Sólo en determinados casos se autoriza a los enfermos, y desde luego, ése no es el caso del cirellero. Así pues, alguien ajeno a la abadía tuvo que proporcionarle las chuletas. Cuando él llegó al edificio ya venía masticando, cosa extraña porque era la hora tercia y en el monasterio sólo se realizan dos comidas al día, la primera antes de maitines, y la segunda, la cena, antes de tercia. De ahí lo de la primera chuleta, que supe que era tal, al ver cómo escupía un trozo de hueso. Por lo demás, ayer me trajiste un pastel de carne como regalo, luego era lógico especular que hoy repetirías el mismo acto. -Se agachó para enderezar una lechuga que nacía torcida-. Por si ello no fuera suficiente, antes de comenzar a escribir el texto te limpiaste las manos en un paño y dejaste un rastro de grasa al que pronto acudieron un par de moscas. Y no creo que una muchacha con tan buena educación se presentase así de sucia ante un presunto boticario.

Theresa guardó silencio aturdida. Seguía costándole aceptar que Alcuino no se sirviera de las artes de la brujería para aquellas adivinaciones, pero no tuvo ocasión de replicar porque un olor azufrado le avisó que estaban llegando al hospital de la abadía.

Antes de entrar, Alcuino le solicitó brevedad en la visita.

El hospital constaba de una sala amplia y oscura, con dos hileras de camas, en su mayoría ocupadas por frailes demasiado decrépitos para servirse por sí mismos. También disponía de una habitación pequeña donde descansaban los cuidadores y una estancia anexa destinada a los enfermos externos al monasterio. Alcuino le explicó que, pese a lo que hubiera oído, seguían atendiendo a los lugareños. Al instante se personó un fraile grueso que les informó que Hóos se había levantado para evacuar y caminar un poco, pero que se había cansado y acostado de nuevo. También les dijo que había desayunado pan de trigo con un poco de vino. Alcuino respondió con mala cara, indicándole que en adelante cuidaran de suministrar tan sólo pan de centeno. No obstante, se alegró al conocer que no había escupido sangre desde su última visita. Mientras Alcuino se interesaba por los otros pacientes, Theresa se acercó al camastro de Hóos, donde permanecía cubierto por una gruesa piel y un velo de sudor en el rostro. Le rozó el cabello con la mano y el joven abrió los ojos. La muchacha le sonrió, aunque él tardó en reconocerla.

– Dicen que pronto te recuperarás -lo animó.

– También dicen que este vino es bueno -respondió Hóos con otra sonrisa-. ¿Qué haces vestida con una toga de novicio?

– Tuve que ponérmela. ¿Necesitas alguna cosa? No puedo quedarme mucho tiempo.

– Curarme es lo que necesito. ¿Sabes cuántos días me tendrán aquí? Odio a los curas casi más que a los matasanos.

– Supongo que hasta que te recuperes. Por lo que he oído, al menos una semana, pero vendré a verte a menudo. A partir de hoy trabajo aquí.

– ¿Aquí, en el monasterio?

– Así es -sonrió-. No sé bien de qué, pero creo que como escriba.

Hóos asintió con la cabeza. Parecía muy cansado. En ese momento Alcuino se acercó para interesarse por su estado.

– Me alegro de tu mejoría. Si sigues así, en una semana estarás cazando gatos, que es lo único que encontrarás por los alrededores de esta abadía -le informó.

Hóos volvió a sonreír.

– Ahora hemos de marcharnos -agregó Alcuino.

A Theresa le habría gustado besarle, pero se despidió con una mirada rebosante de ternura. Antes de partir, Alcuino instruyó al enfermero sobre el tratamiento que debía aplicar al joven durante el resto del día. Luego le indicó a Theresa el camino hasta la salida de la abadía. Mientras la acompañaba le informó de que los fundamentos de una ciencia, o theorica, suministraban los elementos necesarios para llevar a cabo su practica, y que el conocimiento de ambos componentes -theorica y practica- mejoraba la operado, o práctica cotidiana.