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¡Qué lejanos aquellos días en York!

Como si lo reviviese, a su mente acudieron las imágenes de su infancia en Britania.

Había nacido en el seno de una familia cristiana en Whitby, Northumbria, una diminuta villa costera donde sus escasos habitantes subsistían de lo que arrancaban al mar, y de los exiguos huertos desperdigados a los pies de un antiguo fuerte.

Recordó la tierra lluviosa; un lugar eternamente húmedo y fresco, donde el olor a rocío y sal y el rumor de las olas en continua batalla solían despertarle cada mañana.

Sus padres descubrieron en él a un niño asustadizo que prefería emplear su tiempo examinando semillas o estudiando caracoles, antes que jugar a apedrearse con el resto de los chiquillos. Un niño raro, pensaron, y más aún cuando éste comenzó a adivinar la cantidad de pescado que capturaría una determinada barca, o la siguiente casa que se derrumbaría tras el paso de una tormenta.

De nada le valió explicarles que se fijaba en el estado de las redes utilizadas por los pescadores o en la podredumbre que amenazaba a pilares y vigas. Para el resto del pueblo, aquel pequeño larguirucho estaba tocado por el demonio, de modo que sus padres decidieron enviarlo a las escuelas catedralicias de York para que allí le enderezaran el alma.

Le asignaron como maestro a Aelberto de York, un fraile patizambo por entonces director y discípulo del anterior, el conde Egberto, que era pariente de la familia. Tal vez por ese motivo, Aelberto lo acogió como a un hijo y se dedicó en cuerpo y alma a encauzar su extraño talento. Allí, Alcuino aprendió que Inglaterra era una heptarquía formada por los reinos sajones de Kent, Wessex, Essex y Sussex, al sur de la isla, y los norteños estados anglos de Mercia, East Anglia y Northumbria, donde ellos residían.

Disfrutaba instruyéndose en las materias típicas del trivium, que incluía la gramática, la retórica y la dialéctica, y las del cuadrivinm, conformadas por la aritmética, la geometría, la astronomía y la música, pero agregando a estas últimas, conforme a la tradición anglosajona, la astrología, la mecánica y la medicina.

«Saeculare quoque et forasticae philosophorum disciplinae», insistía una y otra vez Aelberto, intentando convencerle de que las artes seculares no eran sino obras del diablo cedidas a los cristianos para que olvidasen el Verbo de Dios.

– Pero el mismo san Gregorio Magno, en su Comentario al Libro de los Reyes, legitima estos estudios -replicaba Alcuino con sólo dieciséis años.

– Eso no te da derecho a pasarte todo el día leyendo ese compendio de mentiras que es la Historiae Naturalis.

– ¿Acaso os contrariaría menos si estudiara las Etymologiae u Originum sive etymologicarum libri vigintii Porque si comparáis ambas obras, advertiréis que el santo hispano se basó en la enciclopedia de Plinio para la estructura de alguno de sus libros. Y no sólo en Plinio, sino también en Casiodoro y Boecio, o en las traducciones de Celio Aureliano sobre Asclepíades de Bitinia y Sorano de Éfeso, o en Lactancio y Solino, y hasta en las Prata de Suetonio.

– Desde la óptica cristiana, no de la pagana.

– También los paganos son hijos de Dios.

– ¡Pero al servicio del diablo, muchacho! Y no me contradigas o arrojaré uno tras otro los treinta y siete volúmenes por la ventana.

Realmente a Aelberto no le importaba demasiado en qué tipo de lecturas se enfrascara Alcuino, porque el muchacho nunca descuidaba sus deberes como cristiano. Al contrario, se había mostrado como un estudiante diestro y aplicado, capaz de superar en sus discusiones teológicas a los frailes más veteranos, y de demostrar que sus escarceos con los textos paganos, aunque rechazables, no habían supuesto meandro alguno en su trayecto hacia la sabiduría.

Con los años, Alcuino se reveló como un artesano de las letras. Examinaba textos, volúmenes y códices de los que, como un virtuoso constructor, extraía fragmentos y pasajes para luego elaborar extraordinarios mosaicos de conocimiento y elocuencia. Así, se atrevió con poemas como el De sanctus Euboriensis ecclesiae, en el que a lo largo de sus mil seiscientos cincuenta y siete versos no sólo desgranaba la historia de York, de sus obispos y los reyes de Northumbria, sino que también compendiaba a los autores que como Ambrosio, Atanasio, Agustín, Casiodoro, Juan Crisóstomo, Cipriano, Gregorio Magno, Jerónimo, Isidoro, Lactancio, Sedulio, Arator, Juvenco, Venancio, Prudencio o Virgilio, contribuían con sus obras a la biblioteca que dirigía fray Eanvaldo.

Escribía sin parar.

Con el paso del tiempo, las obras didácticas redactadas como alumno pasaron a emplearse como textos pedagógicos por su claridad y retórica. De ese modo, se atrevió con las Categorías de Aristóteles adaptadas en el Categoriae decem de san Agustín, o el Disputatio de vera philo Tberesa, el canon que luego utilizaría como libro de cabecera el mismísimo Carlomagno. Todo ello sin olvidar los textos litúrgicos, las obras teológicas, los escritos exegéticos, los dogmáticos, las obras poéticas y las hagiografías.

Y escribiendo se deleitaba.

El día que Aelberto sucedió a Egberto en el arzobispado de York, quedó vacante la dirección de la escuela catedralicia. Varios candidatos se postularon al puesto, pero para entonces Alcuino ya era el favorito al cargo. Contaba treinta y cinco años y acababa de ordenarse diácono.

Luego fue el mismo rey sajón Efvaldo quien lo envió a Roma a fin de buscar el palio para el nuevo conde y obtener para York la dignidad metropolitana. En Parma, durante el viaje de regreso, conoció a Carlomagno, y ya nunca más volvió a ocuparse de las escuelas catedralicias.

Pero, sin embargo, siguió complaciéndole el adivinar las cosas, empleando su particular astucia.

En aquel momento le volvió a la memoria el asunto del Marrano. Era viernes y lo ajusticiarían el lunes, antes del anochecer.

En el cabildo le habían informado que las ejecuciones públicas tenían lugar en la plaza mayor a la caída de la tarde, ya que de esa manera podían ser presenciadas por un mayor número de asistentes. Mientras caminaba, imaginó que el condenado habría sido hallado culpable de algún acto horrendo, como robar en la hacienda de un noble o incendiar alguna propiedad. Según las leyes, el robo o el estrago eran los únicos delitos castigados con la pena de muerte, aunque desde luego existían excepciones que por lo general dependían de la posición social del reo, o incluso de la de las víctimas.

Él entendía que crímenes de tal calibre debían contestarse con un castigo severo, pero no compartía el afán de algunos jueces por ofrecer escarmientos ejemplares. De hecho, durante su mandato en la escuela de York había participado en numerosos juicios, y aunque por desgracia algunos habían concluido con el reo en el patíbulo, él nunca había asistido a las ejecuciones. Sin embargo, en esta ocasión había prometido al obispo que le acompañaría, así que concluyó que lo mejor sería apartar aquella cuestión de su cabeza y dedicar algunas horas a la lectura de Virgilio.

El sábado amaneció muy frío. Tras asistir al oficio deprima, Alcuino se encontró con el obispo en el pequeño refectorio habilitado junto a la hospedería. El lugar estaba templado y olía a pan recién hecho.

– Buen día os depare el Señor -saludó Lotario-. Por favor, sentaos aquí a mi lado. Hoy tenemos un pastel de calabaza exquisito.