– Buen día, su paternidad. -Le agradeció el ofrecimiento y se sirvió un trozo pequeño-. Quisiera hablaros del auxiliar que me adjudicasteis para las tareas de escritura, el novicio sobrino del bibliotecario.
– Sí. ¿Qué ocurre con él? ¿Acaso os desobedece?
– No, eminencia, al contrario. El muchacho es trabajador, y también muy aseado. Tal vez algo melindroso, pero aplicado desde luego.
– ¿Entonces?
– Simplemente, no es adecuado. Y creed que no digo esto en razón de su juventud. He de reconocer que cuando su paternidad lo propuso como ayudante, lo juzgué acertado. Sin embargo, los hechos se han obstinado en demostrarme lo contrario.
– Bueno. Decidme en qué os ha disgustado y veremos de solucionarlo.
– Pues en mil cosas, su paternidad. Para empezar, desconoce las minúsculas. Emplea ese antiguo alfabeto latino, todo en burdas versales, sin signos de puntuación ni espacios entre las palabras. Además, estropea pergaminos como quien se suena la nariz. Ayer, sin ir más lejos, emborronó la misma página dos veces. ¡Ah! Y, por supuesto, no sabe griego. Sí, pone entusiasmo; pero lo que yo necesito es un escriba, no un aprendiz.
– Podéis dar gracias de contar con ese muchacho. Es dócil y tiene una bonita letra. Además, vos sabéis griego. ¿Para qué necesitáis a otra persona?
– Ya se lo he explicado, su paternidad. La vista no me responde. A distancia soy capaz de distinguir un milano de un vencejo, pero de cerca, según pasan las horas, a duras penas diferencio una vocal de una consonante.
El obispo se rascó la barba y soltó un eructo.
– De todas formas, no sé cómo podría ayudaros. En el cabildo no conozco a nadie que sepa griego. Tal vez en el monasterio…
– También lo he preguntado -dijo Alcuino negando con la cabeza.
– Entonces habréis de conformaros.
– Quizá no. -Enarcó las cejas-. Hará un par de días conocí casualmente a una muchacha que necesitaba ayuda. Por fortuna, no sólo sabe leer, sino que también escribe con una letra inmaculada.
– ¿Una muchacha? Seguro que estáis al corriente de la incapacidad de la mujer para asuntos del conocimiento. ¿No os habrá atraído por motivos más mundanos? -le guiñó el ojo con picardía.
El fraile endureció el semblante.
– Os aseguro que no, paternidad. Necesito una escriba, y su presencia más bien obedece a un regalo de la providencia.
– Si ése es vuestro capricho, haced lo que creáis. Pero que no ande de noche por el cabildo, no vaya a soliviantar al resto del clero.
Alcuino quedó satisfecho. Bebió un poco de vino y se sirvió otro trozo de pastel. En ese momento recordó el tema del Marrano y le preguntó a Lotario por la causa que lo llevaría al patíbulo.
– Parecéis angustiado por el asunto -aventuró el obispo tras engullir un bocado de pastel más grande que su propia boca-. De hecho, cuando os invité al acto, no mostrasteis demasiado interés, y debo reconocer, fray Alcuino, que eso me ha inquietado.
– Os ruego me disculpéis si no comparto vuestro entusiasmo -se sirvió un exiguo trozo de queso-, pero nunca fue de mi agrado tratar la muerte como un acontecimiento. Tal vez si conociese los detalles de lo sucedido, comprendería mejor vuestra postura, aunque en cualquier caso, no os preocupéis más allá de lo necesario: os acompañaré a la ejecución y rezaré por el alma del reo.
Lotario apartó el pan de un manotazo.
– Actio personalis moritur cum persona. Aquí en Fulda, el clero es respetuoso con la ley, del mismo modo que supongo lo será en vuestro país britano. Nuestra humilde presencia no sólo reconforta al reo en su última vicisitud terrena, sino que además infunde el necesario respeto en la muchedumbre, que, como sabréis, por naturaleza está tentada de seguir ejemplos contrarios a la doctrina de Nuestro Salvador.
– Y yo admiro tan loables intenciones -respondió Alcuino-. Sin embargo, considero que ciertos espectáculos no consiguen más que provocar la distracción de la plebe y acentuar los bajos instintos. ¿Acaso vos mismo no habéis comprobado cómo tuercen sus caras en grotescas muecas cuando aplauden la agonía del ajusticiado, no habéis oído las soeces blasfemias que pronuncian mientras el reo se retuerce bajo la horca, o no habéis percibido sus miradas lujuriosas, empañadas aún por los efectos del vino?
El obispo dejó de engullir y retó a Alcuino con la mirada.
– ¡Escuchadme atentamente! Ese bastardo asesinó a una muchacha que estaba en la flor de la vida. La degolló con una hoz y profanó su cuerpo inocente.
Alcuino se atragantó y echó fuera el bocado. No había imaginado que el suceso alcanzara tal gravedad.
– Un crimen verdaderamente horrendo -dijo-. Del que nada sabía. Pero aun así, ese castigo…
– Querido hermano. La ley no la dictamos nosotros, humildes siervos de Dios. Son los capitulares de Carlomagno los que hablan al respecto. Además, no entiendo qué justificación podéis esgrimir ante la aplicación de un escarmiento tan íntegro.
– No, no. Por favor. No me malinterpretéis. Opino como vos que el crimen ha de ser castigado, y que el castigo, para que obre justicia, debe estar en consonancia con la perversidad del delito cometido. Lo que ocurre es que esta mañana, después del oficio de tercia, escuché a unos capellanes un comentario desconcertante.
– Decidme, pues, de qué hablaban.
– Dijeron que ese pobre retrasado, aludiendo al condenado, no debería haber nacido. ¿Sabéis vos a qué podían referirse?
– Vos mismo lo habéis dicho. Hablaban de ese cretino. No veo en esas palabras nada que os hubiera de intrigar -repuso Lotario mientras se servía otro trozo de calabaza.
– El caso es que les pregunté sobre el Marrano, creo que fue así como le llamaron. Me contaron que es retrasado de nacimiento, y que hasta el día del asesinato no había causado problemas serios. Añadieron que en alguna ocasión había asustado a alguien, pero más a causa de su aspecto desaliñado que por su propio comportamiento, y que nadie habría imaginado que fuera capaz de cometer un acto tan cruel y abominable.
– Y cierto es todo lo que os han dicho. Por lo visto, querido Alcuino, sabéis del caso bastante más de lo que parece.
– Sólo los detalles que os acabo de relatar. Sin embargo, ignoro cómo se determinó su culpabilidad. Por favor, decidme, ¿acaso fue sorprendido mientras atacaba a la joven? ¿Le vio un testigo por los alrededores? ¿O tal vez alguien halló sus ropas ensangrentadas?
El obispo se levantó y apartó el plato bruscamente.
– Habet aliquid ex inicuo omne magnum exemplum, quod cautra ángulos, utilitate publica rependitur. El monstruo es culpable. Fue juzgado y condenado. Y como cualquier cristiano de bien, espero que aplaudáis cuando lo enviemos al infierno.
A Alcuino le sorprendió aquella reacción. No había pretendido enjuiciar su forma de obrar, sino tan sólo hacer un comentario, pero al punto comprendió que había conducido la conversación de un modo irreverente. En realidad no tenía ningún motivo para cuestionar la opinión de Lotario.
– Querido padre, le ruego sepa perdonarme -se disculpó-. Si aún lo considera oportuno, cuente el lunes con mi presencia.
Lotario le miró de arriba abajo.
– Eso espero, fray Alcuino. Y le sugiero que piense más en las víctimas y se despreocupe de los asesinos. Ni para ellos, ni para los que les comprenden, hay lugar en el Reino de los Cielos -dijo Lotario mientras se retiraba sin despedirse.
Alcuino advirtió tarde lo necio de su comportamiento. Ahora Lotario le tomaría por un britano presuntuoso con más ganas de querer demostrar su superioridad que de ocuparse de sus propios asuntos. Y lo peor de todo era que estaba seguro de que, tarde o temprano, aquel enfrentamiento le granjearía algún disgusto.