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Ya en el atrio, Theresa observó la instalación con detenimiento.

Los estanques, de forma cuadrangular y en un número de siete, se distribuían desordenadamente en torno al pozo central, de forma que las pieles desolladas pudieran trasladarse sin dificultad entre ellos, conforme al habitual proceso de corte, afeitado y raspado. La joven observó las pieles blanquecinas flotando sobre el agua como escuálidos cadáveres. Odiaba el hedor ácido y penetrante que desprendían aquellos cueros descarnados.

En cierta ocasión, y coincidiendo con un severo enfriamiento, solicitó a Korne que la relevase por unos días, porque la humedad y los cáusticos de los estanques empeoraban sus pulmones, pero lo único que obtuvo fue un bofetón y una risotada de desprecio. Nunca más protestó. Cuando Korne se lo ordenaba, se recogía la falda, aspiraba el aire tan profundamente como su pecho le permitía y, conteniendo la respiración, se introducía en los estanques para remover aquellas sábanas arrugadas.

Contemplaba los estanques cuando alguien se acercó por su espalda.

– ¿Todavía te repugnan?… ¿O acaso piensas que no sea cometido propio para la nariz de una percamenarius?

Theresa se giró para darse de bruces con la sardónica sonrisa de Korne. La lluvia resbalaba sobre su rostro grotesco encharcando sus encías desnudas. Como siempre, apestaba a incienso, pues lo empleaba en abundancia para disimular su habitual olor a rancio. De buena gana le habría explicado a Korne la naturaleza de sus pensamientos, pero se mordió la lengua y bajó la cabeza. Después de tanto sacrificio, no estaba dispuesta a caer en sus provocaciones, y si lo que pretendía era valerse de una excusa para reprobarla, desde luego iba a tener que esforzarse.

– Sea como fuere -continuó el percamenarius-, debo confesar que te compadezco: tu padre herido… tú, asustada… y nerviosa, por supuesto… Desde luego no parece el mejor momento para enfrentarte a una prueba de tanta trascendencia. Así pues, y en atención a la consideración que me merece tu padre, estoy dispuesto a posponer el examen un tiempo prudencial.

Theresa respiró aliviada. Lo cierto era que aún tenía en la cabeza la imagen ensangrentada de su padre, las manos le temblaban, y aunque se sentía con fuerzas, un aplazamiento la ayudaría a recuperar la calma.

– No quisiera trastornar los preparativos, pero os agradezco el ofrecimiento. Unos días más no me vendrían mal -le reconoció.

– ¿Unos días? ¡Oh, no! -sonrió-. El aplazamiento de la prueba conlleva que tengas que esperar hasta el próximo año. Así está contemplado, y me consta que lo sabes. Pero en tu estado… Mírate: temblorosa, asustada… No me cabe duda que posponerlo resultaría lo más adecuado.

Theresa lamentó que Korne llevara razón. Si un candidato renunciaba al examen, no podía volver a solicitar el ingreso hasta pasado un año completo. Sin embargo, por un momento había imaginado que, dadas las circunstancias, el percamenarius haría una excepción.

– ¿Y bien? -la apremió.

Theresa no supo qué responder. Las manos le sudaban y el corazón le palpitaba con fuerza. La oferta de Korne no parecía descabellada, pero nadie podía predecir lo que ocurriría dentro de doce meses. Sin embargo, si afrontaba la prueba y fallaba, nunca más podría examinarse. Al menos, no mientras Korne continuara como jefe de lo percamenarii, pues éste esgrimiría su renuncia como demostración de lo que tantas veces había pregonado: que las mujeres y los animales sólo servían para acarrear peso y parir hijos.

El tiempo transcurría y él percamenarius comenzó a tabalear los dedos contra una barrica. Theresa ya pensaba en renunciar cuando en el último instante resolvió demostrarle a Korne que era más hábil que cualquiera de sus hijos. Además, si de verdad quería convertirse en oficial, debería afrontar los problemas según se le presentasen, y si por cualquier causa no superaba la prueba, tal vez en unos años pudiera volver a intentarlo. Se dijo que, al fin y al cabo, Korne era ya mayor y quizá para entonces hubiera muerto o enfermado. Así pues, alzó la cabeza y con voz resuelta le comunicó que se examinaría aquella mañana y aceptaría el resultado. El percamenarius no se inmutó.

– Bien. Si eso es lo que deseas, que dé comienzo el espectáculo.

Theresa asintió y se giró para dirigirse al interior del taller; sin embargo, cuando se disponía a franquear la entrada oyó de nuevo la voz del percamenarius.

– ¿Se puede saber adónde vas? -le preguntó. Sus fosas nasales se dilataban y contraían como los ollares de un caballo.

Theresa lo miró desconcertada. Acudía a su mesa de trabajo con la intención de comprobar el material que debería emplear durante la prueba.

– Pensaba afilar los cuchillos antes de que llegase el conde. Preparar los…

– ¿El conde? ¿Y qué pinta el conde en todo esto? -la interrumpió simulando extrañeza.

Theresa perdió el habla. Su padre le había asegurado que Wilfred estaría presente.

– ¡Ah, sí! -continuó Korne con una mueca de afectación-. Gorgias me comentó algo al respecto. Pero ayer, cuando visité al conde, lo encontré tan ocupado que juzgué innecesario distraerlo para un trámite tan nimio. Presumí, y creo que acerté, que si tal como parece estás capacitada para superar cualquier imprevisto, que el conde no acudiera tampoco supondría ningún impedimento.

Al punto Theresa comprendió que Korne no había auxiliado a su padre guiado por la caridad, ni le había propuesto el aplazamiento del examen por consideración. Había ayudado a Gorgias sabedor de que el destino del taller, y por ende el suyo propio, estaba ligado a la actividad del scriptorium. ¡Qué necia había sido! Y pensar que por unos instantes había confiado en su buena voluntad. Ahora se hallaba en manos de aquel necio, y todas sus habilidades iban a valer lo que una pila de leña mojada. La muchacha inclinó la cabeza y se preparó para aceptar lo inevitable, pero cuando ya daba todo por perdido, una idea le iluminó el rostro.

– Es curioso -respondió con tono confiado-. Mi padre no sólo me aseguró que Wilfred presenciaría el examen, sino que además, al tanto de mis progresos, deseaba conservar para sí mi primer pergamino. Un pergamino que, como sabéis, debo firmar con mi marca -puntualizó. Y rezó por que Korne se tragara la mentira. Si lo hacía, tal vez dispusiera de una oportunidad.

El percamenarius borró de inmediato su estúpida sonrisa. Al fin y al cabo, desconocía la veracidad de aquella información, pero si ésos eran los deseos de Wilfred, en modo alguno podía arriesgarse a contravenirlos. Aun así, lo que dijese o pensase el conde no le importaba lo más mínimo ya que aquella muchacha no pasaría la prueba. Al menos, no mientras él se mantuviera como el maestro de los percamenarii.

Theresa aún aguardaba cuando Korne convocó al resto de los trabajadores. Al instante, mozos y oficiales abandonaron sus faenas para transformar el patio en una suerte de escenario. Los más jóvenes acapararon los primeros lugares apartándose los unos a los otros. Un muchacho dio un empellón a otro y lo lanzó a un estanque, provocando la consiguiente algarabía. Los oficiales se acomodaron en los rincones a resguardo de la lluvia, pero a los mozos el agua no les importó. Uno de ellos acudió con un cesto de manzanas y las repartió entre los más avispados, que esperaban impacientes el comienzo del espectáculo. Parecía como si todos, menos Theresa, supieran lo que iba a suceder. En ese momento Korne dio unas palmadas y se dirigió a su improvisado público.