Un agradable olor a pitanza acompañado de una animada algarabía terminaron por confirmarle que había encontrado la cantina. El lugar se ubicaba en un caserón de madera rojiza, con dos ventanucos enanos y una puerta protegida por una manta de colores vivos. Cuando se disponían a entrar, la manta se apartó y apareció una mujer con los pechos fuera dando traspiés y apestando a vino. Al ver a Alcuino se remetió los pezones en el jubón y esbozó una sonrisa estúpida. Luego se disculpó y corrió calle abajo diciendo majaderías. Alcuino se santiguó, le dijo a Theresa que se cubriera, y entró con decisión en la taberna.
Una vez en el interior, Theresa se sonrojó al encontrarse un espectáculo similar al de una sala del Averno. Allí, hombres y mujeres en obscena mezcolanza se daban por igual a la gula y la lujuria entre guisos y bebida, y el soniquete de una dulzaina. Al fondo, el ciego que la tocaba mostraba sin pudor sus encías desnudas, parapetado tras un par de toneles que hacían las veces de mostrador. El fraile bajó la vista y encaminó sus pasos hacia un hombre de barba poblada y brazos grasientos que parecía el tabernero. Theresa le siguió, aunque manteniéndose a distancia.
– Dígame, fraile, ¿qué le sirvo? -preguntó el tabernero mientras despachaba a otros clientes una tanda de cervezas.
– Vengo del cabildo. Me envía el secretario del obispo.
– Lo siento, pero el hidromiel se nos ha terminado. Si lo desea vuelva a última hora, que tendremos suministro.
Alcuino supuso que los clérigos acudían a aquel lugar para aprovisionarse de bebida. Cuando le explicó que no necesitaba hidromiel, sino gansos, el hombre soltó una carcajada.
– En las granjas del río encontraréis los que necesitéis. ¿Van a preparar un festín en el cabildo?
En ese momento un vocerío se adueñó de la taberna. Alcuino y el tabernero se giraron sorprendidos, para comprobar cómo la gente se arremolinaba alrededor de una mesa mientras los denarios comenzaban a correr de mano en mano.
– ¡Pelea a primera sangre! -gritó el tabernero mientras corría hacia el gentío.
Alcuino se dirigió al lugar donde Theresa observaba absorta. Una pelea a primera sangre. Había oído hablar de ellas, incluso había visto a los mozos simular alguna, pero nunca había presenciado una. Por lo que sabía, se trataba de un combate de habilidad que concluía cuando uno de los luchadores hería al otro con un objeto punzante. Alcuino le sugirió que tomase nota de cuanto viera.
Para entonces los parroquianos ya hacían sitio a los contendientes: el primero, una bola de sebo con troncos por antebrazos, y su oponente, un pelirrojo que parecía haberse bebido todo el vino de la taberna. Ambos giraban uno en torno al otro como lobos acechando su presa. La clientela comenzó a rugir y vitorear con la misma saña con que los contrincantes lanzaban las primeras cuchilladas.
Pese a su corpulencia, el grueso esgrimía el scramasax con brío, obligando al pelirrojo a retroceder mientras se cambiaba el cuchillo de mano. Theresa garabateó algo sobre la tablilla creyendo que el reto acabaría pronto, pero ninguno de los hombres se decidía a la acometida definitiva. Finalmente el hombre grueso se abalanzó sobre el pelirrojo en una nube de cuchilladas, obligándole a recular hasta una esquina. Parecía que en cualquier momento lo atravesaría, pero el pelirrojo se mantenía tranquilo, como si en lugar de pelear por su vida jugase con una niña. Simplemente se limitaba a retroceder y fintar mientras las apuestas seguían engordando.
El hombre grueso comenzó a sudar y a moverse más despacio. Debió de pensar que si acorralaba a su oponente, cobraría ventaja, así que empujó una mesa tratando de cortarle el paso, pero el pelirrojo saltó esquivando el impacto. En ese instante, el gordo logró aferrar al pelirrojo por la muñeca con que empuñaba el cuchillo, pero éste se defendió sujetando al gordo por el brazo contrario. El pelirrojo resistió unos segundos, con las venas de los brazos hinchándosele como lombrices. La gente no cesaba de vitorear y jalear, pero de repente la mano del gordo crujió y los parroquianos callaron como si hubiera aparecido el diablo. Entonces, el pelirrojo gritó algo incomprensible, hizo una finta y el cuchillo relampagueó entre sus manos. En un pestañeo acometió al gordo y retrocedió como si no hubiera sucedido nada. Luego se irguió bajando la guardia.
El gordo se mantenía en pie, quieto, mirando al pelirrojo con sorpresa, como si quisiera decir algo y no le saliesen las palabras. De repente un chorro de sangre brotó de su vientre y el hombre se derrumbó como una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas. El pelirrojo lanzó un alarido de triunfo y escupió sobre el cuerpo caído, al tiempo que los parroquianos corrían a atender al herido. Algunos hombres se maldijeron por su mala suerte, mientras los más afortunados se aprestaron a dilapidar las ganancias con las rameras. Luego el pelirrojo se sentó a una mesa alejada de la muchedumbre, se peinó tranquilamente y rio con desdén mientras contemplaba cómo retiraban al gordo hacia la trastienda. Cogió una jarra y bebió hasta vaciarla. Después se sirvió un trozo de pan con salchichas e invitó a la clientela a una ronda de cerveza.
Alcuino le ordenó a Theresa que esperara. Seguidamente se acercó al ganador con otra jarra de vino que encontró suelta en una mesa.
– Un combate impresionante. ¿Me permite que le invite a un trago? -dijo Alcuino, sentándose sin esperar respuesta.
El pelirrojo lo miró de arriba abajo antes de enganchar la jarra y apurar hasta la última gota.
– Ahórrese los sermones, fraile. Si lo que busca es limosna, salga ahí al centro, empuñe un cuchillo y que Dios le proteja. -El hombre volvió la vista hacia la mesa y comenzó a contar las monedas que un conocido acababa de traerle como parte de las apuestas.
– La verdad, pensé que el gordo le liquidaría, pero su manejo del scramasax ha resultado proverbial -contemporizó Alcuino.
– Oiga, ya le he dicho que no doy limosnas, así que lárguese antes de que me canse.
Alcuino comprendió que debía ser más directo.
– En realidad no deseaba hablar de la pelea. Más bien me interesa otro asunto: me refiero al molino…
– ¿Al molino? ¿Qué sucede con el molino?
– Trabaja allí, ¿no es así?
– ¿Y qué si lo hago? No es algo nuevo.
– Verá, el cabildo desea adquirir una partida de grano. Un buen negocio para quien sepa llevarlo. ¿Con quién debería hablar para discutir este asunto?
– ¿Viene del cabildo y no sabe a quién dirigirse? No me agradan los mentirosos -dijo echando mano a la empuñadura de su cuchillo..
– Tranquilo -se apresuró a decir el religioso-. No conozco a los responsables porque soy recién llegado. El trigo iría al cabildo, pero se trata de un asunto privado. En realidad pretendo cubrir unas partidas antes de que los missi dominio, inspeccionen los graneros. Nadie está al tanto, y así quiero que siga siendo.
El pelirrojo soltó el mango del scramasax. Los missi dominici eran los jueces que periódicamente enviaba Carlomagno por sus territorios para resolver los pleitos judiciales de mayor rango. La última visita la habían hecho en otoño, así que era posible que el fraile estuviese en lo cierto.
– ¿Y qué tengo yo que ver con eso? Hable con el dueño, a ver qué le dice.