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– ¿El dueño del molino?

– Del molino, del arroyo, de esta taberna y de medio pueblo. Pregunte por Kohl. Lo encontrará en el puesto de grano que posee en el mercado.

– Eh, Rothaart, ¿ahora te vas a meter a fraile? -interrumpió el mismo hombre que antes le había traído las monedas. Alcuino supo que Rothaart era el nombre del pelirrojo, pues eso precisamente significaba en la lengua de los germanos.

– Tú, Gus, sigue bromeando. Un día de éstos te machacaré el cráneo, pondré en su lugar una calabaza, y hasta tu mujer se alegrará por el cambio -contestó Rothaart a su amigo-. Y en cuanto a vos -dijo a Alcuino-, si no vais a traer más vino, ya podéis dejar el sitio a una de esas mujerzuelas que están esperando.

Alcuino le agradeció su atención, hizo una seña a Theresa y ambos salieron de la taberna. Se dirigieron hacia la plaza del mercado.

– ¿Y ahora adónde vamos? -preguntó ella.

– A hablar con un tipo que es dueño de un molino.

– ¿El molino de la abadía? -Theresa corría detrás de Alcuino, que cada vez andaba más rápido.

– No, no. En Fulda existen tres molinos: dos pertenecen al cabildo, aunque uno esté situado en la abadía. El tercero es propiedad de un tal Kohl, que según parece es el rico del condado.

– Pensé que queríais conseguir unas plumas.

– Eso fue antes de conocer al molinero.

– Pero ¿no le conocíais? Oí cómo os dirigíais a él afirmando que trabajaba en el oficio. ¿Y para qué queréis comprar grano?

Alcuino la miró como si le irritase la pregunta.

– ¿Quién te ha dicho que quiero comprarlo? Y tampoco conocía al molinero. Lo cierto es que lo deduje por la harina que no sólo impregnaba su vestimenta, sino también lo más recóndito de sus uñas.

– ¿Y qué tiene de particular ese molino?

– Si lo supiera, no iríamos a visitarlo -dijo sin aminorar el paso-. Lo único que puedo decir es que nunca había visto a un molinero que comiera pan de centeno. Por cierto, ¿qué apuntaste en tus tablillas?

Theresa se detuvo para buscar en la talega. Iba a leer, pero al comprobar que Alcuino no la esperaba, corrió detrás de él mientras repasaba lo anotado.

– El hombre grueso resultó herido en el vientre. El pelirrojo esperó a que se desequilibrara para atacarle. Las ganancias del vencedor ascendieron a unos noventa denarios. ¡Ah! Y esto no lo anoté, pero la herida del gordo no debió de ser grave porque salió de la taberna por su propio pie -dijo ufana, a la espera de un reconocimiento.

– ¿Y en eso has malgastado tu tiempo? -Alcuino la miró un instante y continuó andando-. Muchacha, te pedí que apuntases cuanto vieses, pero no aquello tan evidente que hasta un necio pudiera contarlo. Debes aprender a fijarte en los pormenores, en los acontecimientos más sutiles, en los detalles que pasando casi desapercibidos, pareciendo insustanciales o vacíos, proporcionan la información más interesante.

– No os entiendo.

– ¿Te fijaste en el detalle de la harina? ¿Acaso lo hiciste con sus zapatos? ¿Determinaste con qué mano lanzó la cuchillada?

– No -reconoció Theresa, sintiéndose estúpida.

– En primer lugar, el pelirrojo: cuando entramos a la taberna parecía borracho, pero en realidad elegía a su víctima, porque a la hora de apostar contó hasta el último denario.

– Aja.

– Escogió a un hombre fuerte pero poco diestro. Antes lo había tanteado Gus, que resultó ser su compinche, con un torpe juego de manos. De hecho, Rothaart no empezó a pelear hasta que Gus le indicó que las apuestas ya se habían elevado.

– Vi algo raro en ese Gus, pero no le presté importancia.

– Respecto al dinero que anotaste; veinte denarios… es mucho.

– Lo suficiente para comprar un cerdo -dijo Theresa recordando sus charlas con Helga.

– Pero no tanto si al final debes pagar una ronda de consumiciones y a las dos rameras que te están esperando. Sin embargo, sus zapatos eran de cuero fino, distintos para cada pie, lo que significa que fueron hechos por encargo. También lucía una cadena de oro, y un anillo engarzado en la mano. Demasiada riqueza para un molinero que se juega la vida apostando.

– Tal vez pelee todos los días.

– Si así fuera, y siempre ganase, la fama le precedería y no encontraría ni contendientes dispuestos a morir, ni apostantes que tiraran su dinero. Y si fuese el caso contrario, en alguna de esas apuestas ya lo habrían matado. No. La explicación a sus zapatos caros debe de ser otra. Quizá la misma por la que, en lugar de trigo, coma pan de centeno.

– Pero entonces…

– Entonces sabemos que trabaja como molinero. Que es zurdo, astuto, hábil con el cuchillo, y también adinerado.

– ¿También os fijasteis con qué mano acometió al gordo?

– No me hizo falta mirarlo. Agarraba la jarra con la izquierda, contó sus ganancias con la izquierda y fue ésa la que empleó cuando intentó amenazarme.

– ¿Y todo esto qué importancia tiene?

– Quizá ninguna. Pero tal vez esté relacionado con la enfermedad que asola la villa.

De camino al mercado, Alcuino le confió que las muertes de su ayudante y el boticario no parecían accidentales. Eran varias las personas fallecidas entre terribles dolores, y dado que ahora disponía de ayudante, se había propuesto averiguar lo que estaba sucediendo.

El encargado del puesto de grano, un hombre tuerto y demacrado, les informó que Hansser Kohl se había marchado hacía rato. Dijo que si se apresuraban lo encontrarían en el molino, pues debía almacenar allí un cargamento de cebada recién recibido. Les indicó cómo encontrar el lugar, un terreno escarpado al que se llegaba saliendo por la puerta sur de las murallas para seguir el curso del río un par de millas en dirección a las montañas.

Alcuino le agradeció la aclaración y reanudó la marcha. Atravesaron la ciudad, que abandonaron por la puerta meridional para, a continuación, tomar el margen del cauce, el cual remontaron a buen paso. De haber conservado el resuello, Theresa le habría preguntado cómo era posible que no se cansara, pero el fraile no le dio oportunidad. Cuando por fin alcanzaron las inmediaciones del molino, ella apenas podía con su alma.

Se detuvieron un instante para observar el paisaje, con la figura del molino destacando imponente sobre el risco que el torrente había excavado entre las rocas.

A Theresa le sorprendió el crujir continuo y pesado de la noria, semiahogado por el propio rumor del agua. Al acercarse, advirtió que las aspas no las impulsaba el río, sino la corriente de una acequia lateral, que mediante una rudimentaria esclusa regulaba el caudal de entrada.

Alcuino admiró la estructura del edificio, construido como casi todos los de aquel tipo en torno a tres alturas. En la planta baja se ubicaban las poleas y los engranajes encargados de trasladar el movimiento de la noria hasta el enorme eje vertical que atravesaba el molino. La planta principal, o de molido, acogía ensartadas sobre el eje las dos ruedas de piedra ranuradas, una fija y otra móvil, que al girar opuestamente molían el grano. Por último, en el tercer nivel se hallaba el almacén del cereal junto al embudo de carga. Por éste se vertía el grano, que a través de un conducto hueco discurría hasta el agujero horadado en la rueda superior, para acabar triturado entre las muelas.

Observó que lindante con el molino se levantaba una pequeña vivienda fortificada. También distinguió un establo y un almacén vallado en el que imaginó custodiarían el grano.

– Lo que me extraña es su situación, tan alejada del pueblo -dijo Alcuino señalando el edificio-. Tal vez por eso la casa sea de piedra: para proteger al molinero y su familia.

– ¿Y qué venimos a hacer aquí? No quisiera decir ninguna inconveniencia.