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Para cuando Helga se levantó, Theresa ya había limpiado cuatro veces la misma estancia. La mujer se quejó de un ardor en el vientre que decidió atemperar con un trago de vino y varias arcadas. Su cuerpo aún olía a hombre, pero ella no pareció darle importancia. Una vez en la cocina, le sorprendió encontrarse a Theresa porque ni siquiera recordaba que fuera domingo, así que fue dando tumbos hasta una jofaina en la que se mojó los ojos lo justo para desprenderse las legañas.

– ¿Hoy no vas con los frailes? -dijo mientras se servía otro trago.

– Los domingos los reservan para rezar.

– Será porque no tienen más que hacer -se lamentó Helga con envidia-. A ver qué demonios preparo yo para comer hoy.

Comenzó a hurgar entre los cacharros hasta dejarlos tan revueltos como antes de que Theresa los ordenara. Luego agarró una perola en la que fue introduciendo todas las verduras que encontró, añadió un pedazo de tocino salado y cubrió todo con agua limpia de una tinaja. Cuando la puso al fuego, aprovechó para agregarle la lengua de una vaca.

– Bien fresca. Me la trajo ayer un cliente -presumió.

– Si me sigues cebando así, al final tendré que robarte la ropa -le advirtió Theresa con una sonrisa.

– ¡Pero hija! Si, con lo que comes, lo extraño es que se te noten las tetas.

La mujer removió el puchero mientras Theresa se ocupaba nuevamente de la cocina.

– Además, recuerda que en mi estado he de cuidarme -agregó la Negra acariciándose su incipiente barriga.

Theresa sonrió. No obstante, se preguntó si continuaría ejerciendo de meretriz cuando la tripa se le pusiera como una sandía.

– ¿Cómo se preña una mujer? -preguntó de repente.

– ¿Qué clase de pregunta estúpida es ésa?

– No. En fin. Lo que quería decir es… ya sabes… bueno… si al hacerlo la primera vez…

Helga la miró sorprendida, y de repente echó a reír.

– Depende de lo bien que te hayan jodido, so granuja. -Y le plantó un sonoro beso en la cara.

Theresa intentó disimular su rubor frotando con fuerza la herrumbre de la cocina. Mientras lo hacía, rogó a Dios que aquello no sucediera. Afortunadamente Helga le dijo que era una broma, y que los embarazos dependían de otros factores además de la puntería. Como eso tampoco la tranquilizó, siguió frotando hasta que el ejercicio ocultó los coloretes de sus mejillas.

Hablaron largo rato sobre Hóos. Cuando Helga le preguntó si de verdad le quería, Theresa la reprendió por el hecho de que lo dudara. Sin embargo, la mujer continuó sin inmutarse, interrogándola sobre la familia del muchacho, la riqueza de que disponía y su habilidad como amante. Llegado a ese punto Theresa dejó de contestar, aunque la delató una sonrisa.

– Seguro que estás embarazada -bromeó Helga, y volvió a reír antes de que Theresa le arrojara una lechuga a la cabeza.

Mientras se dirigía hacia el monasterio, Theresa recapacitó sobre la preñez de la Negra. Por un momento se imaginó a sí misma rolliza como un tonel, portando en su vientre a una indefensa criatura y sin recursos con los que afrontar el parto. Pasó las manos sobre su barriga lisa y un escalofrió la sacudió. En ese instante se prometió que, por mucho que lo deseara, no volvería a yacer con Hóos hasta después de casada.

Cuando llegó a la abadía, el cirellero le franqueó el paso, escarmentado tras el episodio de las chuletas. Theresa vestía la toga que Alcuino le había proporcionado, de modo que con la capucha echada, su aspecto no difería del de cualquier novicio que merodeara por el exterior de los edificios. El encargado de la enfermería se sorprendió al reconocerla, pero tras cerciorarse de que disponía del permiso de Alcuino, accedió a informarle sobre el paradero de Hóos.

– Te lo vuelvo a repetir: la única explicación es que se marchara por su propia voluntad.

– ¿Y entonces por qué no me avisó? -fingió indignación.

– ¡Y yo qué sé! ¿Crees que aquí nos quedamos con algún lisiado?

A Theresa le desagradó el comentario. Pensó que tal vez aquel fraile fuese el mismo que le había robado la daga a Hóos mientras éste yacía en cama. El enfermero advirtió el gesto de desconfianza de la muchacha, pero no se inmutó.

– Si no te gusta lo que oyes, vete a protestar a Alcuino -dijo señalando el camino del scriptorium, y sin dedicarle más tiempo se volvió para amasar una cataplasma.

Theresa dudó en visitar al monje. Aunque Hóos le hubiera advertido contra él, lo cierto era que hasta ese momento Alcuino había cumplido con todas sus promesas. Además, necesitaba devolverle a Helga el dinero prestado para la compra del caballo. Recordó entonces la muestra de grano que había recogido durante su incursión en el molino. Aún la llevaba en el bolsillo, así que decidió enseñársela y aprovechar la excusa para hablarle de dineros. Lo encontró a la puerta del scriptorium, justo cuando ya salía. El religioso no esperaba verla, pero aun así la saludó con amabilidad.

– Lamento decirte que tu amigo…

– Lo sé. Vengo de la enfermería.

– No entiendo qué puede haberle ocurrido. Si dispusiera de tiempo… pero he de solucionar varios asuntos de vital importancia.

– ¿Y acaso Hóos no lo es? -replicó ella con hipocresía.

– Por supuesto que sí. Te prometo que esta noche dedicaré un rato a estudiar el caso.

Theresa asintió, simulándose satisfecha. Luego se hurgó los bolsillos y sacó el puñado de grano que había hurtado en el molino. Cuando Alcuino lo vio, los ojos se le abrieron casi tanto como la boca.

– ¿De dónde lo has sacado? -dijo, acercándose a la semilla.

Ella le contó la historia obviando el episodio de los caballos. El fraile observó el grano un instante antes de recoger un palito del suelo que utilizó para remover el cereal. Luego le dijo que lo guardara otra vez en sus bolsillos y se lavara bien las manos. Seguidamente se encaminaron hacia la botica. Tras comprobar que se encontraba desierta, Alcuino encendió varias velas y clausuró puertas y ventanas para que nadie pudiera observarles. Seguidamente le pidió a Theresa que depositara hasta el último grano sobre un platillo metálico. Cuando finalizó, la obligó a sacudirse el interior del bolsillo sobre el mismo platillo, conminándola a que se lavara de nuevo.

– ¿Has sentido molestias en el estómago? -le preguntó.

Ella negó con la cabeza. Tenía molestias, pero de haber pasado la noche con Hóos.

El fraile dispuso todas las velas junto al platillo, que refulgió como el sol. Los granos dorados resplandecían bajo las llamas, al igual que su cara, tan cerca del cuenco como la de un animal que husmeara en su pitanza. Le pidió a Theresa que le acercara dos escudillas de cerámica blancas y unas pinzas de un anaquel cercano. Luego trasladó de uno en uno los granos desde el platillo metálico hasta una escudilla.

Continuó la tarea despacio, tomándose tiempo para examinar cada grano, oliéndolos y tocándolos en un extraño ritual. Avanzado el trasiego, con las tres cuartas partes del grano en uno de los recipientes blancos, Alcuino se levantó de un salto, enarbolando las pinzas de cuyo extremo pendía un grano negro. Se lo mostró ufano a Theresa y rio, pero ante la inexpresividad de la muchacha volvió a sentarse y depositó el grano sobre la escudilla que permanecía vacía.

– Acércate -le dijo-. Y presta atención a la forma y el color.

Ella observó con detenimiento la especie de cuernecillo que descansaba en el centro de la escudilla. Era un cuerpo negruzco, retorcido, de tamaño similar al recorte de una uña.