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Lotario asintió. Conocía sobradamente las cualidades del monarca, pues gracias a él ocupaba el obispado, pero aun así permitió que Alcuino prosiguiera con su alocución.

– Y aunque seamos indulgentes ante pecados como la laxitud o la complacencia, al fin y al cabo limitaciones propias de la condición humana, no podemos aprobar, ni menos aún consentir, la depravación y la impureza de quienes deben velar y dar ejemplo ante sus gobernados.

– Perdonad, mi buen Alcuino, pero ¿adónde queréis llegar? Sabéis que el monasterio nada tiene que ver con el cabildo.

– En Fulda habita el diablo. -Se santiguó-. Pero no Satanás, ni Azazel, ni Asmodeo o Belial. Lucifer no necesita de príncipes para alcanzar sus infames propósitos. Y no creáis que hablo de rituales o sacrificios. Me refiero a malnacidos. Sujetos indignos de llamarse ministros de Dios, que se sirven de su posición para alcanzar sus ominosos propósitos.

– Sigo sin entender, pero por la capa de san Martín que empezáis a preocuparme.

– Disculpadme, paternidad. En ocasiones reflexiono, sin advertir que quien me escucha no puede escudriñar mis pensamientos. Intentaré ser preciso.

– Por caridad.

– Hará un par de meses llegaron a Carlomagno noticias de ciertas irregularidades habidas en el monasterio. Ya sabéis que cada abadía se comporta como un pequeño condado: dispone de tierras de las que el abad obtiene una renta mensual, generalmente en especies. Unos inquilinos le entregan cebada para elaborar cerveza, otros espelta, otros trigo, otros carneros, o patos, o cerdos, algunos lana para confeccionar los hábitos; otros más, herramientas o aperos; y la mayoría, su propio esfuerzo.

– Así es. Nuestro cabildo funciona de manera semejante.

– Como también conocéis, aquí, en Fulda, la mayor parte de los arrendados se dedica al cultivo del trigo. Pero al no disponer de molino propio, se ven obligados a moler la cosecha en la abadía. Se les devuelve en forma de harina, a cambio de una parte que se queda el monasterio en concepto de pago.

– Continuad.

– El caso es que, de un tiempo a esta parte, decenas de lugareños han enfermado o muerto sin que se conozcan las causas.

– Y creéis que la enfermedad está relacionada con la abadía.

– Es lo que pretendo averiguar. En un principio especulé con algún tipo de pestilencia, pero ahora comienzo a inclinarme por un origen diferente.

– Pues vos diréis en qué puedo ayudaros.

– Gracias, paternidad. Lo cierto es que necesitaría comprobar los polípticos de los últimos tres años.

– ¿Los del cabildo?

– En realidad, los de los tres molinos. Los de la abadía ya los tengo en mi celda. Además, precisaría vuestra autorización para que mi auxiliar accediera al scriptorium.

– Los polípticos podéis pedírselos a mi secretario Ludovico, pero los de Kohl dudo que los consigáis. Ese hombre no refleja sus cuentas en libros. Lo lleva todo en su cabeza.

Alcuino torció el gesto porque suponía una contrariedad con la que no había contado.

– En cuanto a lo de mi ayudante… -Obvió decirle que se trataba de una mujer.

– ¡Oh! ¡Sí! Por supuesto que puede acompañaros. Y ahora, si me perdonáis.

– Una última cosa -se detuvo un instante para pensárselo.

– Decidme. Llevo prisa.

– Esta enfermedad… ¿Recordáis si con anterioridad ya se dio una situación semejante? Quiero decir, hace años…

– Pues no, que yo recuerde. Tal vez en alguna ocasión alguien haya fallecido por gangrena, pero ya sabéis que eso, por desgracia, es algo común.

Alcuino reiteró las gracias algo decepcionado. Luego se dirigió a la salida, donde aguardaba Theresa con la mirada fija en el agujero excavado en el centro de la plaza. Alcuino le indicó que cenarían en el cabildo porque continuarían trabajando durante el resto de la noche. A Theresa le sorprendió la noticia, pero no la discutió. Pidió permiso para regresar a casa de Helga, con el fin de proveerse de ropa de abrigo, y acordaron reencontrarse en el mismo lugar tras las campanadas de nona.

Cuando Theresa llegó a la taberna de Helga, se dio de bruces con la puerta atrancada. Sorprendida, comprobó la entrada trasera así como los postigos de las ventanas que encontró también cerrados. El lugar se encontraba desierto, así que permaneció unos instantes frente a la vivienda mirando por las rendijas, hasta que de repente un chiquillo desdentado le tironeó de los bajos de su toga.

– Mi abuela te llama -le espetó.

Theresa miró en la dirección que el mozuelo le indicaba y tras una portezuela atisbo unas manos que le hacían señas para que se acercara. Cogió al mozalbete en brazos y corrió hacia la casa. La puerta se abrió dejando a la vista el rostro asustado de una anciana que gesticulaba para que se apresurara. Nada más entrar, la vieja aseguró la puerta con un madero.

– Está ahí -le indicó.

Pese a la oscuridad, Theresa advirtió tirada en el suelo la figura de la Negra. Tenía los ojos cerrados y la cara ensangrentada.

– Ahora duerme -explicó la anciana-. Fui a pedirle un poco de sal y la encontré así. Ha sido el cabrón de siempre. Acabará por matarla.

Theresa se acercó consternada a su amiga. Un tremendo tajo le recorría el rostro desde la sien hasta la barbilla. Después de acariciarle el cabello se dijo que aquello debía terminar. Le pidió a la anciana que la cuidase y le entregó un denario que la mujer aceptó. Cuando comprendió que no podría hacer más por ella, regresó a la taberna, forzó la ventana más endeble y entró a por sus pertenencias.

A la hora nona se presentó a la puerta del cabildo cargada como una muía. A cuestas portaba su ropa, algo de comida, las tablillas de cera y el jergón que le había regalado Althar antes de regresar a las montañas. Cuando le contó a Alcuino que no tenía adonde ir, éste intentó consolarla.

– Pero aquí no puedes quedarte -le aclaró.

Establecieron que dormiría en las cuadras del cabildo hasta que encontrara un lugar donde acomodarla. Luego Theresa le pidió que se ocupase de Helga la Negra.

– Es una meretriz. A ella no puedo ayudarla.

Intentó convencerle de que era una buena mujer; que estaba herida y embarazada, y que necesitaba ayuda urgente, pero Alcuino se mantuvo firme. Entonces Theresa se reveló.

– Si vos no la auxiliáis, entonces lo haré yo -dijo, y cogió de nuevo sus cosas.

Alcuino apretó la mandíbula. No podía disponer de otro ayudante sin arriesgarse a que sus hallazgos se esparcieran por el cabildo. Renegó y sujetó por el brazo a Theresa.

– Hablaré con la encargada del servicio, pero no te prometo nada. Y ahora, anda, cúbrete con la capucha.

Tras dejar sus pertenencias en las cuadras, Theresa se dirigió al scriptorium episcopal, una estancia de inferior tamaño a la del monasterio y amueblada con pupitres acolchados. Allí Alcuino liberó cuatro volúmenes que permanecían encadenados por su lomo a los laterales de la biblioteca, los depositó sobre la mesa central y examinó los respectivos índices. Luego le entregó uno a Theresa, indicándole que vigilara cualquier asiento en que se detallasen transacciones de grano.