– ¿Te da miedo contestar? ¿No quieres hablar?
– No creo que le hable -le interrumpió el vigilante a sus espaldas.
Theresa y Alcuino se volvieron sorprendidos.
– ¿No? ¿Y por qué está tan seguro? -preguntó Alcuino desafiante.
– Porque le cortaron la lengua el domingo pasado.
De regreso al cabildo, Alcuino anduvo con la cabeza gacha pateando cuantos guijarros le fueron saliendo al paso. Era la primera vez que Theresa le oía maldecir. A la entrada del palacio episcopal vio a Lotario, que discutía con una mujer ricamente ataviada. Alcuino intentó acercarse, pero el obispo le hizo ademán de que aguardara. Al poco, se despidió de la mujer y se acercó a Alcuino.
– ¿Qué os trae por aquí? ¿Acaso no habéis visto con quién estaba hablando?
Alcuino le besó el anillo.
– Disculpad mi desconocimiento. No pensé que interrumpiera un asunto de importancia.
– Pues la próxima vez esperad lo que haga falta. Me habéis dejado en mal lugar con esa dama -rezongó.
– Lo siento, pero me urgía hablar con vuestra paternidad, y aquí no es el lugar más conveniente -se excusó-. Por cierto, quizá vos podáis sacarme de mi ignorancia. ¿Para qué es el agujero que están cavando en la plaza?
– Ya tendréis ocasión de comprobarlo -sonrió-. ¿Cómo andáis de hambre? Acompañadme a comer y charlemos de eso que teníais que comentarme.
Alcuino despidió a Theresa, quedando en encontrarla después en las cocinas. Cuando el fraile llegó al refectorio, se sorprendió ante el abrumador dispendio de alimentos que atiborraba la mesa.
– Por caridad, pasad y acomodaos -le indicó. Alcuino tomó asiento a su lado y saludó a los demás comensales-. Espero que tengáis más apetito que el de costumbre, porque como veis, estamos de suerte. Esta cabeza de cordero tiene un aspecto suculento, y fijaos en las mollejas: se deshacen sólo con mirarlas.
– Ya sabe su paternidad que soy parco en cuestiones de comida.
– Y por Dios que se os nota. ¡Si estáis hecho una lombriz! Miradme a mí: saludable y rollizo, que si alguna dolencia ha de cogerme, no lo haga por falta de alimento.
El obispo se levantó, bendijo la mesa y recitó una plegaria a coro junto con los demás invitados. Cuando concluyeron, agarró la cabeza de cordero y con las manos la descuartizó en varios pedazos que repartió con jolgorio entre sus más allegados.
– Esto está delicioso, Alcuino. ¿De veras conocéis el placer del que os estáis privando? Ricos hojaldres bizcochados, pastelones de venado, quesadillas con avellanas, garbanzos dulces con membrillo. Seguro que en vuestra Northumbria no habéis tenido la oportunidad de saborear tales guisos.
– Seguro que sabéis que la regla de san Benito se opone a tales atracones.
– ¡Oh, sí! ¡La regla de san Benito! Orar y morirse de hambre… Pero por suerte, aquí no estamos en vuestro monasterio -rio Lotario mientras se añadía otro trozo de cordero.
Alcuino enarcó las cejas. Se sirvió una escudilla de garbanzos, y mientras se empleaba con las legumbres echó una ojeada a los demás asistentes. Frente a él, el capellán Ambrosio sorbía unas cabezas de pichones con su habitual cara de perro. A su derecha, medio oculto por una fuente de alimentos, advirtió al lectorero, haciendo más ruido masticando que los demás departiendo. Más allá, dos ancianos de ojos pálidos y dientes escasos se disputaban la última ración de hojaldre.
El obispo arrojó los restos de su fuente al perro que le escoltaba y continuó sirviéndose.
– Decidme -se interrumpió-. ¿En qué consistía ese asunto tan urgente?
– Pues se trata del Marrano.
– ¡Vaya! ¿Otra vez ese tema? ¿Qué ocurre con él ahora?
– Preferiría comentároslo en privado.
Miró al obispo con detenimiento. Su cara pulcramente rasurada, sin apenas arrugas, gruesa y blanda al tiempo, revelaba la misma emoción que un cochino sonrosado. Calculó que rondaría los treinta y cinco, una edad inopinada para un cargo de tamaña responsabilidad, aunque no un impedimento tratándose de un familiar de Carlomagno.
A una señal de Lotario, todos se levantaron. Alcuino esperó a que la sala se vaciara.
– Sed breve, Alcuino. Debo vestirme para la ejecución.
– ¿La ejecución? Pero ¿no la habíais pospuesto? -preguntó aturdido.
– Y ahora la he adelantado -respondió el obispo sin siquiera mirarlo.
– Os ruego me excuséis, pero precisamente de eso quería hablaros… ¿Estabais al tanto de que alguien le ha cortado la lengua al Marrano?
Lotario lo miró de arriba abajo.
– Por supuesto. Todo el pueblo se ha enterado.
– ¿Y qué opináis?
– Pues lo mismo que vos, supongo. Que algún indeseable nos ha privado del placer de oírle chillar.
– Y también de hablar -apuntó sin disimulo.
– Ya, pero ¿a quién le interesan las mentiras de un asesino?
– Tal vez ahí radique la cuestión. -Se lo pensó antes de decirlo-: Quizás haya alguien que no desea que ese hombre hable. Y aún más…
– ¿Aún más?
– No creo que el Marrano sea ningún criminal -sentenció Alcuino.
Lotario lo miró con irritación. Luego se dio la vuelta y echó a andar, dejándole con la palabra en la boca.
– Os aseguro que él no la mató -le siguió.
– ¡Dejad de decir sandeces! -Se volvió y le hizo frente-. ¿Cómo habré de repetiros que lo encontraron junto a la víctima, empuñando la hoz con que la degolló? ¡Bañado en la sangre de esa joven!
– Eso no prueba que la asesinara -respondió con calma Alcuino.
– ¿Seríais capaz de explicarle eso a la madre? -le retó Lotario.
– Si supiera quién es, no tendría inconveniente.
– Pues podríais haberlo hecho antes. Era la mujer con la que hablaba cuando me interrumpisteis. La mujer de Kohl, el dueño del molino.
Alcuino enmudeció. Aun resultando prematuro establecer conclusiones, aquella revelación trastocaba la mayoría de sus planteamientos. No obstante, el nuevo dato no alteraba el hecho de que un inocente iba a ser ejecutado.
– ¡Queréis escucharme, por el amor de Dios! Vos sois el único que puede detener esta insensatez. Ese hombre sería incapaz de empuñar una hoz. ¿Os habéis fijado en sus manos? Tiene los dedos deformados. Deformes de nacimiento. Yo mismo lo he comprobado.
– ¿Cómo que lo habéis comprobado? ¿Acaso lo habéis visto? ¿Quién os ha autorizado?
– Intenté solicitaros permiso, pero vuestro secretario me comunicó que andabais ocupado. Y ahora respondedme a esto: si el Marrano es incapaz de sujetar una manzana con las dos manos, ¿cómo podría haber empuñado la hoz con que se cometió el asesinato?
– Mirad, Alcuino, puede que seáis ministro de educación, que sepáis de letras, de teología y de mil cosas más, pero debo recordaros que sólo sois un diácono. Aquí en Fulda, os guste o no, quien establece lo que ha de hacerse o no, soy yo, así que os sugiero que dejéis de lado vuestras necias teorías y os ocupéis de ese códice que tanto os interesa.
– Lo único que me interesa es evitar una tropelía. Os aseguro que el Marrano no…
– ¡Y yo os aseguro que la mató! Y si vuestro único argumento es que sus dedos no son hábiles, ya podéis empezar a rezar, porque eso será lo único que consigáis antes de que sus piernas desfilen hacia el patíbulo.
– Pero su santidad…
– Esta conversación ha terminado. -Y de un portazo lo dejó con la cara a un palmo de la puerta de sus aposentos.
Alcuino regresó a su celda cabizbajo. Tenía la certeza de que el Marrano no había asesinado a aquella joven, pero lo cierto era que tal «certeza» tan sólo se apoyaba en una triste manzana.