Se lamentó por su estupidez. Si en lugar de pretender convencer a Lotario, hubiese intentado posponer la ejecución, tal vez hubiera encontrado el tiempo suficiente para conseguir pruebas de mayor calado. Quizá debería haber insistido en la conveniencia de esperar a la llegada de Carlomagno, o haber sugerido que las heridas que le habían infligido al Marrano impedirían a la gente disfrutar del espectáculo. Pero ahora ya no había remedio. Tan sólo disponía de un par de horas para impedir lo inevitable.
Entonces se le ocurrió.
Se abrigó de nuevo y abandonó la celda a toda prisa. Luego, en compañía de Theresa, se dirigió hacia la abadía.
Una vez en la botica, pidió a Theresa que lavase un cuenco mientras él examinaba los distintos frascos que poblaban los estantes. Destapó varios para olerlos, hasta detenerse en uno en cuyo exterior rezaba «lactuca virosa». Lo abrió y extrajo una pasta blancuzca que depositó sobre un plato de barro. Hacía tiempo que no utilizaba el compuesto extraído de la variedad silvestre de la lechuga, de cuya savia se obtenía un hipnótico de contrastada eficacia. Cortó una porción del tamaño de una nuez, la machacó hasta convertirla en polvo, manipuló su anillo abriendo una especie de tapita y vertió el preparado en el minúsculo depósito que albergaba la joya. Luego la cerró, ordenaron los frascos, dejaron todo como estaba y salieron a toda prisa en dirección al cabildo. Sin embargo, cuando llegaron al palacio episcopal se encontraron con las puertas ya cerradas. Theresa se despidió porque le había prometido a Helga que la acompañaría a la ejecución del Marrano, y Alcuino emprendió carrera en dirección al patíbulo.
Cuando Theresa llegó a la taberna encontró a Helga preparada, con la cara pintada y el pelo recogido. El tajo de su rostro había desaparecido bajo una capa de harina aguada teñida con tierra, lo que le hizo suponer que no era tan profundo. Parecía animada. Además, la mujer había elaborado unos dulces para no tener que comprarlos a los vendedores ambulantes, y aunque no ofrecían buen aspecto, olían a miel y canela. Antes de acudir a la plaza se abrigaron con sendas capas de piel para protegerse del frío. Luego cerraron bien las puertas y cargaron con los alimentos, a los que añadieron un poco de vino. Mientras caminaban, Theresa le relató el episodio del matadero, pero para su sorpresa, Helga celebró que al Marrano le hubieran sajado la lengua.
– Lástima que no le arrancaran también los cojones -sentenció.
– Alcuino dijo que era inocente. Y que con matarlo no se arreglaría nada.
– ¿Y qué sabrá ese cura? A ver si al final nos va a aguar la fiesta. -Y se apresuraron del brazo en dirección a la plaza.
A poco para la puesta de sol, las campanas de la catedral comenzaron a tañer su lúgubre cadencia. Los soldados habían dispuesto en el centro de la plaza un recinto circular de una treintena de pasos, acordonado en su perímetro exterior por una hilera de estacas. En su interior aparecía un hoyo semejante a una fosa, y dispuestas frente a éste, tres mesas de madera junto a otras tantas silletas. Una decena de hombres provistos con varas vigilaban al gentío que comenzaba a agolparse sobre la valla, donde los comerciantes habían dispuesto sus tenderetes para realizar sus últimas transacciones. Poco a poco, la muchedumbre se fue amontonando, y en cuestión de minutos la empalizada quedó oculta bajo una masa que clamaba histérica por el comienzo del espectáculo.
Cuando las campanas enmudecieron, hizo entrada en el lugar una extensa comitiva.
Abría el paso un jinete enlutado acompañado de una cohorte de civiles. La mayoría lucían vistosos trajes, que contrastaban con los harapos y las tripas de embutido que colgaban de los brazos de los siervos que les escoltaban. Les seguían varios esclavos atronando el paso con el retumbar de sus tambores. A continuación venía el carromato en que viajaba el prisionero, y tras él, un atribulado verdugo entretenido en recoger la basura que la gente les lanzaba y restregársela al reo por el rostro. Cerraba la procesión un tropel de chiquillos divertidos.
Instantes después apareció un grupo de clérigos encabezado por el obispo Lotario. En su mano derecha enarbolaba un báculo dorado y en la izquierda un crucifijo ornado en plata. Lucía un siglatón de seda roja cubierto por una túnica de bocarán, coronando su cabeza una ínfula de lino de dudoso gusto. El resto de los clérigos vestían pénulas de lana, todas cubiertas por el alba sacerdotal. El obispo tomó asiento junto al hombre de negro, quien se levantó para besarle el anillo. Un auxiliar les sirvió vino en unas copas. La tercera silla fue ocupada por el corregidor de la ciudad.
Un griterío se apoderó de la plaza cuando los bueyes que transportaban al Marrano franquearon la cerca y se dirigieron hacia la fosa. Nada más detenerlos, el verdugo agarró al condenado y lo arrojó de bruces contra el suelo, momento en el que los vítores arreciaron y una lluvia de objetos cayó sobre la carreta, obligando al verdugo y al boyero a refugiarse bajo el carro. Cuando la gente se apaciguó, el verdugo arrastró al prisionero hasta una estaca cercana a la fosa y lo ató con una soga que le pasó por el cuello. Luego comprobó la firmeza de las ataduras y tras hacer un gesto, el caballero enlutado afirmó con la cabeza mientras miraba complacido la patética figura del reo.
Alcuino fue el último en acceder al recinto. Atravesó la plaza haciéndose hueco a empellones, y saltó la cerca tras amenazar con la excomunión al vigilante que intentaba impedirle el paso. Mientras se aproximaba al lugar donde permanecían los prebostes, advirtió que el hombre de negro era Kohl, el dueño del molino y padre de la joven asesinada. Una vez allí, se situó a la espalda de Lotario, justo enfrente del verdugo. Observó que Kohl aparecía desmejorado en relación a cuando había hablado con él en el molino. Su esposa, acompañada por otras mujeres, ocupaba un lugar más discreto, con la pesadumbre enquistada en sus profundas ojeras. Se dijo que para aquella familia, ni siquiera el suplicio del culpable les proporcionaría suficiente alivio.
Se preguntaba cómo verter la droga sobre la bebida de Lotario cuando los tambores resonaron. Los tres hombres que permanecían sentados se levantaron, y el obispo Lotario tomó la palabra.
– En el nombre del sapientísimo y noble Carlomagno, rey de los francos, monarca de Aquitania, Austrasia y Lombardía, patricio de los romanos y conquistador de Sajonia. Hallado culpable de abominable asesinato y otros espantosos crímenes Fredegario, más conocido como el Marrano, hombre sin luz, enviado y discípulo de Lucifer; yo, Lotario de Reims, obispo de Fulda, señor de estas tierras y representante del rey, de su poder y su justicia, ordeno y mando con la venia de Dios que el reo sea ajusticiado con el mayor de los tormentos, y que sus restos sean esparcidos por los campos de la ciudad para ejemplo y escarmiento de los que osan ofender a Dios y sus criaturas cristianas.
La muchedumbre gritó enardecida. A una señal de Lotario, el verdugo desató al condenado y, tras anudarle las manos a la espalda, lo llevó a golpes hasta el borde de la fosa.
El Marrano parecía aturdido, como si no entendiera lo que estaba a punto de suceder. Cuando se vio al lado del agujero intentó zafarse de su captor, pero éste lo arrojó al suelo y le pateó la cabeza. Para entonces, el Marrano ya era una masa de carne temblorosa. La multitud agolpada contra la valla chilló como una enorme piara de cerdos. Dos muchachos armados con piedras burlaron a los guardias y se introdujeron en el recinto, pero enseguida fueron atrapados y devueltos a su sitio. Cuando la gente se calmó, el verdugo levantó al Marrano y lo mantuvo en pie unos instantes. Acto seguido, Lotario se adelantó unos pasos, hizo la señal de la cruz con gesto de desdén y ordenó al verdugo que comenzara el tormento.