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– Os lo daré si me dejáis ver al Marrano -le propuso.

El vigilante miró el pastel con codicia. Luego se apoderó de él y lo mordió con ganas. Después siguió masticando como si la joven fuera transparente, y cuando lo acabó, le ordenó que se retirara. Theresa se enfureció.

– Aparta o te muelo a palos -la amenazó el hombre.

Ella comprendió que jamás le abriría. Decidió esperar por los alrededores hasta que alguien viniera a relevarle, pero mientras caminaba, recordó el ventanuco que Alcuino había abierto en su anterior visita. Si continuaba expedito, tal vez pudiera alcanzarlo.

Rodeó el edificio a la búsqueda de la ventana.

En la parte trasera se apiñaban una docena de minúsculas construcciones, apretadas unas contra otras como si estuvieran prensadas. Eran las antiguas casuchas de los carniceros, ahora en su mayoría ocupadas por talleres de carpintería, tonelería y reparaciones de carromatos. Entró a preguntar en una medio derruida, cuya entrada parecía prolongarse hasta el interior del matadero. La atendió un hombre tuerto ataviado con un mandilón de cuero, que resultó ser el dueño de la herrería. Theresa le pidió que afilase su scramasax mientras simulaba interesarse por los objetos que había en el patio interior. Le solicitó permiso para echar un vistazo, y se dirigió hacia el interior de la herrería con la mirada fija en las paredes de madera cubiertas de mazos, cuñas, martillos y cortafríos, colgados de asideros como si fueran longanizas. Olía a metal caliente, lo que con el frío se agradecía. En un lateral, un portalón comunicaba el almacén con un recinto que Theresa supuso pertenecía al matadero. De repente sintió un brazo sobre su hombro.

– ¿Qué es? -preguntó ella al verse sorprendida por el herrero.

– ¿Eso de ahí? El corral donde encerraban a los animales antes de abrirles el gañote -dijo riendo-. Ten. Tu scramasax.

No le cobró nada por el afilado, aunque le advirtió que la próxima vez acudiese con dinero.

Cuando salió de la herrería, dio un salto de alegría. Había encontrado el ventanuco de entrada al matadero, y lo mejor era que aún permanecía abierto. Ahora sólo debía encontrar el modo de distraer al herrero.

Se disponía a mordisquear el trozo de pastel de manzana que había reservado cuando un mozalbete con cara de viejo se le plantó a un palmo. Aparte del flequillo, el chaval era un manojo de huesos.

– ¿Quieres un pedazo? -le propuso.

Al muchachuelo le encantó poder auxiliar a una gran dama que viajaba disfrazada. Cogió un trozo de pastel con cara de bobo y corrió con el encargo hacia el taller del herrero. Luego salió acompañado por el tuerto en dirección al lugar donde Theresa le había indicado que habían quedado atascados su carruaje y sus lacayos. Cuando desaparecieron, Theresa voló hacia el interior del patio, pero al llegar al ventanuco se detuvo preguntándose si haría bien en penetrar en el matadero.

No estaba segura de hacer lo correcto. Podría ocurrir que el Marrano anduviese suelto y la atacara, e incluso existía la posibilidad de que Alcuino hubiera errado y realmente fuera un asesino. Sin embargo, algo la impulsaba a continuar. Deseaba sentirse útil, averiguar quién era el culpable. Volvió la cabeza, temerosa de que el herrero regresara.

Escrutó a su alrededor hasta detenerse en las herramientas que colgaban de la pared. Se fijó en una maza pesada, pero la desechó tras comprobar que ni siquiera podía descolgarla, así que se apropió de un atizador ligero que ató a su cinturón. Luego amontonó varios maderos bajo la ventana y se subió a lo alto, justo hasta alcanzar el borde del ventanuco. En ese instante oyó que alguien volvía, de modo que se izó hasta el hueco provocando que la pila de maderos se derrumbara. Como pudo, gateó sobre la pared, introdujo el resto del cuerpo y cayó al otro lado del matadero en medio de una oscuridad pavorosa. Al levantarse, sintió el mismo dolor de huesos que si hubiese dormido sobre un lecho de piedra. Debía de haberse lastimado el codo izquierdo, porque apenas si podía moverlo. En ese momento oyó cómo manipulaban el ventanuco que acababa de franquear. Cuando miró, descubrió la cara del herrero, por lo que rápidamente se acurrucó en la parte más oscura y esperó aterrorizada. El hombre escudriñó el interior, pero no la vio. Luego enarcó una ceja y se retiró de la ventana. Theresa supuso que el tuerto regresaba a la herrería, pero unos golpes le indicaron que lo que en realidad pretendía era clausurar el ventanuco. Cuando cesaron los martillazos, se extendió un silencio sombrío del que sólo despuntó el palpitar de su corazón. Nunca había estado en un lugar tan oscuro. Era tal la negrura que pensó que se había quedado ciega.

Se lamentó diciéndose que ni el más necio de los bufones habría incurrido en semejante sinsentido. Se encontraba sola; a oscuras. Encerrada con un retrasado que tal vez fuera un homicida. ¿Cómo podía haber sido tan insensata? Ni siquiera disponía de yesca ni eslabón con los que prender una tea.

Permaneció en silencio, escuchando su propia respiración. La percibió pesada, entrecortada, como la de un anciano al que le raspara su garganta ajada. Pasado un rato comprendió que el herrero se había marchado. Entonces se incorporó deslizando las manos sobre el tabique, intentando palpar algo para orientarse. Notó la untuosidad de la pared y una arcada la sacudió. Tras varios intentos localizó el ventanuco claveteado con unas tablas.

Estaba presa; atrapada.

Aferró el atizador y lo esgrimió en el vacío frente a ella. Luego caminó a ciegas, blandiendo el aire con la herramienta mientras su otro brazo palpaba las argollas y cadenas que festoneaban los muretes del pasillo. Conforme avanzaba, comenzó a apreciar cierta claridad al fondo del corredor. Primero fue una sombra, luego se recortó contra la penumbra una figura achaparrada, encogida sobre sí misma, y finalmente lo distinguió. La escasa luz que se filtraba por el techado mostraba al Marrano enroscado en el suelo, abrazado a sus deformes piernas como un gigantesco feto.

Parecía dormido, pero Theresa no apreció cadenas que le retuvieran, y eso la atemorizó. Mientras lo miraba, pensó que aún se encontraba a tiempo de retroceder, llamar al guardián y explicarle lo sucedido. Se llevaría una reprimenda y hasta un par de bastonazos, pero al menos escaparía con vida. De repente, el Marrano se movió en un brusco estertor. Theresa estuvo a punto de chillar, pero logró contenerse.

Seguía durmiendo.

Lo miró de nuevo y comprobó que, tras moverse, había dejado a la vista un fulgor en sus tobillos. Dio gracias al cielo al comprobar que se trataba del reflejo de unas cadenas.

Tomó aire antes de proseguir. Luego avanzó hasta situarse a un paso de una escudilla rota con restos de comida. Imaginó que si continuaba, el Marrano la alcanzaría. Entonces se agachó para contemplarlo más de cerca. Distinguió su pelo enmarañado cubierto de porquería, la ropa hecha jirones y la piel cubierta de sangre reseca. Pese a estar dormido, sus párpados se entreabrían dejando a la vista unos ojillos inexpresivos, como los de un cerdo al que hubieran segado la vida. Resoplaba fatigosamente, y de vez en cuando tosía, asustándola.

Al fin se decidió. Con la ayuda del atizador tanteó un pie del Marrano, que éste encogió como si le hubiera picado una abeja. Theresa dio un respingo, pero volvió a tantearle hasta que el hombre se despejó. Parecía aturdido, como si no entendiese qué sucedía, aunque al poco reparó en ella. Al verla se extrañó y retrocedió cuanto le permitieron las cadenas. Theresa se alegró de su temor, pero aun así continuó enarbolando el atizador con decisión. Si intentaba atacarla, se lo hundiría en la cabeza.

Tras contemplarla un rato, el Marrano se acercó a ella. Cojeaba como un guiñapo arrastrando un pie sin vida. En su mirada, Theresa adivinó la ausencia de malicia.