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Permanecieron un instante observándose. Finalmente, ella se hurgó los bolsillos.

– Es todo lo que tengo -dijo. Y le ofreció los restos de pastel de manzana.

El Marrano acercó sus manos temblorosas, pero Theresa prefirió dejar los fragmentos sobre la escudilla y retirarse unos pasos. Observó cómo el hombre intentaba recogerlos de forma infructuosa, pero no consiguiéndolo, hundió la cara en el plato y los lamió como un animal. Cuando terminó, dijo algo ininteligible que Theresa interpretó como alguna clase de agradecimiento.

– Te sacaremos de aquí -dijo, sin saber de qué forma cumpliría tal promesa-. Pero antes necesito tu ayuda. ¿Me entiendes?

El hombre asintió con un sonido gutural.

Theresa se hartó de repetir preguntas hasta convencerse de que el pobre era realmente retrasado. Respondía con aspavientos sin sentido, hurgaba la escudilla con sus manos deformes o simplemente miraba hacia otro lado. Sin embargo, cuando escuchó el nombre del pelirrojo, comenzó a golpearse en la cabeza como si se hubiera vuelto loco. Cuando Theresa le repitió el nombre de Rothaart, el Marrano le enseñó los restos sin cicatrizar de su lengua sajada. En ese instante oyó el chirriar de un cerrojo al otro lado del pasillo. Como pudo, se resguardó en un cubil, justo a tiempo para evitar la mirada del guardia que avanzaba enarbolando una tea. Theresa le hizo un gesto al Marrano para que guardase silencio y aguardó escondida a que el vigilante pasara. Después corrió con toda su alma en dirección a la salida.

No paró hasta llegar a la abadía.

Cuando se encontró con Alcuino, hubo de esperar a recuperar el resuello antes de trasladarle sus averiguaciones. Luego intentó contarle todo a la vez, gesticulando con los brazos y atropellándose en cada palabra mientras él se esforzaba en ordenar aquel cúmulo de sinsentidos. Theresa aspiró.

– Sé quién es el culpable -anunció con una sonrisa triunfal.

Le contó el episodio del matadero recreándose en los detalles más escabrosos, pero dejó para el final la gran sorpresa. Alcuino la escuchó con atención.

– No debiste acudir sola -le reprochó.

– Y fue entonces -agregó ella sin hacerle caso-, al oír el nombre del pelirrojo, cuando comenzó a golpearse con tal fuerza que pensé que se abriría la cabeza. Me enseñó lo que ese hombre le hizo en la lengua. Fue horrible.

– ¿Te dijo que fue Rothaart quien se lo hizo?

– Bueno. No exactamente, pero estoy segura.

– Yo no apostaría un pelo.

– No os entiendo. ¿Qué queréis decir?

– Rothaart ha aparecido muerto esta mañana. En el molino. Envenenado por cornezuelo.

Theresa se dejó caer abatida. No era posible. Había arriesgado su vida para encontrarse ahora con que su supuesto descubrimiento sólo era vino acorchado. Iba a replicarle cuando el fraile continuó.

– Y no sólo eso. Por lo visto, nuestro hombre se está dando prisa en vender toda la harina. Desde esta mañana hay enfermos por todos lados. La iglesia de San Juan se halla atestada y en el hospital no dan abasto.

– Pero en ese caso será fácil detenerlo.

– ¿Y de qué forma? Seguramente es listo, de modo que venderá los lotes de harina pútrida mezclados con otros en buen estado. Además: recuerda que la gente desconoce el origen del mal.

– Aun así podemos interrogar a los enfermos. O a sus familiares, si fuera necesario.

– ¿Acaso crees que no lo he hecho? Pero la gente no sólo compra harina en los molinos. También lo hacen en el mercado, en las casas, en las granjas; comen en las tabernas, los hornos o los puestos ambulantes; comparten el pan durante el trabajo, usan la harina como pago en sus compras, o la intercambian por carne o por vino. Incluso a veces la mezclan con la de centeno para que el pan aguante más tras el horneado. -Se detuvo para reflexionar-. Cada enfermo me ha contado una historia diferente. Es como si todo el pueblo estuviese infectado.

– Todo eso es muy extraño. Si ese hombre es tan listo como decís…

– Lo es. Estoy seguro.

– Tendrá acceso y contacto con los distintos vendedores de harina. Y éstos confiarán en él.

– Es de suponer.

– Entonces, tal vez haya distribuido algunas partidas contaminadas para extender el abanico de sospechosos.

– ¿Te refieres a más cómplices?

– No necesariamente. -Theresa se sintió importante-. Podría haber depositado los lotes en distintos almacenes sin el conocimiento de sus propietarios. Eso explicaría el nuevo número de enfermos y los distintos puntos de venta.

– Podría ser -reconoció Alcuino asombrado.

– Y además, está lo del Marrano…

– ¿Qué pasa con el Marrano?

– Que el pelirrojo fue quien le segó la lengua.

«El pelirrojo fue quien le segó la lengua.»

Mientras caminaban hacia el hospital, Alcuino rumió aquella idea. ¿Y si se hubiese precipitado en sus conclusiones? En realidad sólo vio de lejos el cadáver de Rothaart, y aunque en sus extremidades le pareció advertir la huella de la gangrena, tal vez su muerte no obedeciese al efecto del cornezuelo. De hecho, resultaba difícil de creer que a un hombre sano y bien alimentado se le corrompieran los miembros tan rápidamente.

– He de regresar al molino -anunció-. Tú continúa hasta el hospital. Apunta los nombres de los últimos enfermos, entérate de dónde viven, qué han comido, cuándo comenzaron a sentirse mal. Lo que se te ocurra que pueda ayudarnos. Luego regresa al cabildo. Nos encontraremos en la catedral, después del oficio de sexta. -Y sin darle tiempo a responder, se dio la vuelta y salió corriendo por las callejuelas.

Cuando Theresa alcanzó el monasterio, se encontró con una riada de gente que accedía a él a través de sus puertas abiertas. Al parecer, la afluencia de enfermos estaba siendo tal, que el cirellero y otros frailes habían sido enviados al hospital para ayudar en lo que pudieran. Theresa empleó su anillo para evitarse las colas de familiares que aguardaban noticias. Ya en el hospital la recibió el enfermero, quien, tras reconocerla, sólo le objetó que no estorbara a los desesperados frailes que pululaban de un lado a otro como abejas en una colmena.

Theresa no supo por dónde comenzar. Los enfermos que atestaban la sala yacían desperdigados sobre improvisados lechos, mientras fuera, en el patio, los menos aquejados esperaban cualquier remedio que pudiera aliviarles. Algunos se veían graves, con dolores en los miembros o afectados de alucinaciones, pero la mayoría sólo estaban aterrados. Preguntando, averiguó que el obispo y el abad se habían reunido para discutir la quema de casas y el cierre de las murallas. Eso le extrañó. En otras ocasiones había oído hablar de componendas semejantes, pero en ésta, la pestilencia se limitaba a la harina emponzoñada por los hongos del cornezuelo. Se dijo que debía convencer a Alcuino para que, pese a su desacuerdo, revelara la causa de la enfermedad.

Pasadas dos horas, Theresa había reunido la suficiente información como para determinar que al menos once enfermos nunca habían ingerido pan de trigo. Cuando concluyó la tarea, recogió sus cosas y regresó a las cocinas del cabildo. Allí encontró a Helga, afanada en sacar brillo a unas perolas que parecía las hubiesen utilizado como macetas en vez de como ollas. Al verla, la Negra dejó los cacharros y corrió a su encuentro. Le dijo que toda la ciudad estaba angustiada por lo de la plaga.

– No se te ocurra comer pan de trigo -la advirtió Theresa, y al instante recordó que a Alcuino le enojaría que se lo hubiera dicho. Luego se dio cuenta de que en realidad no deberían consumir ninguna clase de pan.

Helga le contó que precisamente Alcuino había depositado en el almacén un saco de trigo del molino de Kohl, señalándole que nadie lo tocara. Nada más oírlo, Theresa desobedeció. Fue al saco y extrajo un puñado con un paño de algodón. Luego examinó uno a uno los granos. Hasta el cuarto puñado no halló el primer cornezuelo mezclado con algo de harina. Supuso que el fraile había averiguado algo.