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Poco antes del oficio de sexta Alcuino regresó cargado de noticias. Se había personado en el molino de Kohl, pero al parecer habían trasladado el cadáver del pelirrojo lejos de la ciudad, a la hondonada donde quemaban a los que morían de lepra. Por fortuna, había localizado el cuerpo antes de que lo echaran a la hoguera.

– No murió por el cornezuelo. Le habían pintado las piernas -dijo victorioso-. Debieron de envenenarle. Los testigos describieron su muerte como una horrible agonía. Eso fue lo que me confundió.

«Piernas pintadas.» Theresa recordó la treta de Althar para simular la lepra.

– ¿Y quién pudo hacerlo?

– Aún no lo sé. Lo único evidente es que su asesino pretendía que su muerte pasara desapercibida. Sin embargo, averigüé un par de cosas: en primer lugar, la mujer de Kohl no sorprendió al Marrano asesinando a su hija. Fue otra mujer, Lorena, una sierva de la familia. Hablé con ella y me confirmó que vio al retrasado sobre la muerta, pero no que fuera él quien la matara. Además, aportó un detalle cruciaclass="underline" el tajo que segó el cuello de la joven fue en el lado izquierdo, desde la oreja hasta la nuez. Lo recordaba porque hubo de cerrarle la herida para amortajarla.

– ¿Y eso qué significa?

– Pues sencillamente, que la cuchillada fue asestada por un zurdo.

– Como Rothaart, el pelirrojo.

Alcuino afirmó con la cabeza. La otra noticia era que Kohl le había proporcionado un saco de trigo de prueba, aunque sin dar! cuenta de su procedencia.

– Después de disculparme por mi comportamiento el día de la ejecución, le urgí a que me vendiese algo de trigo, cosa a la que accedió sin demasiadas objeciones. Para mi sorpresa, me dijo que tardaría en proporcionármelo un par de días, si bien me entregó un saco a cuenta por si deseaba comprobar sus bondades.

– Lo he visto. Rebosa cornezuelo -confirmó Theresa.

– No debiste tocarlo -protestó él.

Ella sacó el paño y le mostró las pequeñas cápsulas negras. Alcuino meneó la cabeza.

– En cualquier caso, nuestro abanico de sospechosos continúa reduciéndose -añadió-. Ya sólo quedan Kohl, el abad Beocio, y los priores Ludovico y Agripino.

– ¿Y Lotario?

– Al obispo hace tiempo que le descarté. Recuerda que el políptico fue modificado en la abadía, y que Lotario no puso inconveniente en que comprobásemos los del cabildo. No. Su inocencia está fuera de toda duda. En cuanto a Agripino, debería borrarlo: también ha enfermado, y no creo que sobreviva.

– A este paso morirán todos los sospechosos.

– Sería una solución -ironizó.

Theresa se atusó el cabello. En la lista de culpables ya sólo aparecían Kohl, el abad Beocio, y el prior Ludovico. No entendía por qué Alcuino no actuaba de una vez. Se preguntó si no sería cierta la advertencia de Hóos.

– Deberíais revelar el origen de la enfermedad -le dijo-. Hay decenas de enfermos. Mujeres y niños que pronto llenarán los cementerios.

– Ya hemos hablado de eso -contestó él con gesto severo-. En cuanto se supiese que la causa es el cornezuelo, el culpable molería el grano, lo escondería y lo perderíamos para siempre.

– Pero avisándolos, los salvaríamos.

– ¿Salvarlos de qué? ¿De que se mueran de hambre? ¿O de qué crees que se alimentarán si no pueden comer trigo ni centeno?

– Al menos podrían decidir la forma de su muerte -replicó irritada.

Alcuino respiró hondo mientras apretaba los dientes. Aquella muchacha era el ser más testarudo que se hubiera echado nunca a la cara. No entendía que ni siquiera clausurando los molinos impedirían que el asesino triturara el grano en un molino manual, que lo vendiese a cualquier desaprensivo, o que lo llevase a otra ciudad para continuar con su negocio. Intentó explicárselo, pero no sirvió de nada.

– Es ahora cuando está muriendo la gente. No mañana, ni dentro de un mes. ¿No lo veis? Es ahora -insistió ella.

– Los muertos son iguales a los ojos de Dios. ¿O acaso piensas que las vidas de los que mueran ahora valen más que las de los que mueran dentro de unos meses?

– Lo único que sé es que la abadía está llena de enfermos que no entienden cuál ha sido su pecado. -Theresa sollozó de rabia-. Porque eso es lo que creen. Que han pecado y Dios les está castigando.

– Es obvio que aún eres joven para comprender ciertos asuntos. Si quieres ayudar, vuelve al scriptorium y continúa copiando los textos del Hypotyposeis que aún tienes pendientes.

– Pero paternidad…

– Regresa al scriptorium.

– Pero…

– A menos que prefieras volver a la taberna.

Theresa se mordió la lengua. Se dijo que de no haber mediado la preñez de Helga la Negra, habría mandado a Alcuino y sus textos a dormir junto al estiércol de las cuadras. Finalmente dio media vuelta y se marchó sin decir palabra.

Después de reproducir varios párrafos, Theresa arrugó el pergamino. ¿Por qué no pedir ayuda? Si el obispo no tenía nada que ver, ¿por qué no contarle lo que estaba sucediendo? Estaba segura de que Lotario podría contribuir a solventar el problema. Él conocía a los sospechosos, estaba al tanto de los movimientos de la abadía y sabía cómo funcionaba un molino. Desde luego no entendía el comportamiento de Alcuino y, sin embargo, no le quedaba más remedio que acatar sus decisiones.

Utilizó un nuevo pergamino hasta que la pluma cedió bajo la presión. Cuando fue a buscar otra, encontró que en la arqueta donde Alcuino guardaba el material de escritura no quedaba ninguna, de modo que se encaminó hacia la cocina para conseguir otra nueva. Al llegar, halló a Favila hecha un manojo de nervios. Le preguntó por Helga la Negra pero la mujer no pareció oírla. Tan sólo se rascaba las piernas y los brazos.

– ¿Qué te ocurre? -le preguntó.

– Es esa maldita plaga. No sé si tu amiga me la ha contagiado -contestó sin dejar de rascarse.

– ¿Helga? -Theresa se echó las manos a la boca.

– No se te ocurra acercarte a ella.

Favila le señaló una habitación contigua mientras sumergía los brazos en un barreño de agua fría. Theresa desoyó a Favila y corrió hacia allí. Encontró a la Negra postrada en el suelo. Temblaba como un cervatillo y sus piernas comenzaban a verse amoratadas.

– ¡Dios Santo! ¡Helga! ¿Qué te ha pasado?

La mujer no respondió. Sólo siguió sollozando.

– ¡Levántate! Has de acudir a la abadía. Allí te atenderán. -Tiró de ella pero no consiguió izarla.

– Me dijo que no lo intentara. Que no admitirían a una prostituta.

– ¿Quién te dijo eso?

– Tu amigo el fraile. Ese maldito Alcuino. Me ordenó que me quedara aquí hasta que encontrara un lugar en el que alojarme.

Theresa volvió a la cocina y pidió ayuda a Favila, pero la mujer se negó y continuó mojándose los brazos con agua fría. Entonces Theresa agarró el barreño y lo lanzó contra la pared, haciéndolo saltar en pedazos.

– Alcuino dijo…

– Me da igual lo que dijera Alcuino. Estoy harta de ese hombre -lloró. Luego dio media vuelta y abandonó la cocina.

Mientras caminaba en dirección a las dependencias palaciegas, no cesó de maldecir al fraile britano. Ahora entendía por qué Hóos la había prevenido en su contra. Alcuino era un ser insensible, con ojos para sus libros y para nada más. Recordó que de no haberse negado a continuar escribiendo, ni siquiera habría acogido a su amiga Helga. Pero todo eso se iba a acabar. Había llegado el momento de que Lotario supiese qué clase de canalla era fray Alcuino.