– La autora del garum -le informó.
Carlomagno abrió los ojos, sorprendido por su juventud. Luego la felicitó y siguió comiendo como si tal cosa.
Theresa se quedó callada hasta que el cocinero la agarró por un brazo y tiró de ella hacia la salida.
Se disponía a regresar a las cocinas cuando Favila le propuso aguardar y aprovechar para ayudar en el traslado de la loza sucia. Las dos mujeres se apartaron a un extremo de la sala y se dedicaron a observar a los comensales, que devoraban las viandas como si fueran las primeras que comieran en su vida. Mientras los invitados desayunaban, decenas de vasallos, terratenientes y artesanos desfilaron por el refectorio para reverenciar al monarca.
Entonces Theresa advirtió la entrada de un hombrecillo refinado a quien reconoció como el comprador del oso de Althar. Le seguía un siervo rubicundo que, como si de un plato de pitanza se tratara, portaba sobre una bandeja la cabeza de la bestia que ella misma había cazado durante su estancia en las oseras. El hombrecillo atravesó la sala y se inclinó ante el rey. Después de una presuntuosa explicación, se apartó para que su siervo depositara la cabeza del animal entre las fuentes de comida. Carlomagno se levantó para admirar la belleza de la testa. Comentó algo sobre los ojos del animal, a lo que el hombrecillo respondió con nuevas inclinaciones. El rey le agradeció el agasajo, que hizo situaran en un extremo de la mesa, y despidió al hombre, que se retiró de espaldas doblando una y otra vez el espinazo.
Comoquiera que la cabeza del oso quedara cerca de Theresa, ésta decidió examinarla para averiguar qué había llamado la atención de Carlomagno. Al aproximarse, comprobó que uno de los ojos había cedido en su alojamiento, restándole fiereza a su aspecto. Pensó que no le costaría mucho repararlo, de modo que se apropió de un cuchillo, y sin esperar a que la autorizaran comenzó a cortar la costura que enfilaba hacia la cuenca del ojo estropeado. Prácticamente la había abierto cuando alguien le aferró el brazo.
– ¿Se puede saber qué demonios pretendes? -Era el hombrecillo acaudalado, gritando para que lo oyeran.
Theresa le aclaró que intentaba arreglar el ojo, pero el hombre le sacudió una bofetada que la hizo caer al suelo. Uno de los cocineros corrió hacia ella para sacarla a rastras, pero cuando se disponía a emprenderla a golpes con la muchacha, el rey se alzó y pidió que la levantaran.
– Acércate -le ordenó.
Theresa obedeció temblando.
– Yo sólo pretendía… -dijo, y calló avergonzada.
– Pretendía joder mi cabeza -intervino el hombrecillo.
– Querréis decir, mi cabeza -le corrigió Carlomagno-. ¿Es cierto eso? ¿Querías joderla? -preguntó a Theresa con voz calma.
Cuando la joven intentó responder, tan sólo le brotó un hilo de voz.
– Sólo intentaba colocar el ojo en su sitio.
– ¿Y para eso le rajabas el rostro? -se extrañó el rey.
– No lo rajaba, mi señor. Liberaba la costura.
– ¡Y además, embustera! -terció el hombrecillo. En ese instante, Alcuino susurró algo al rey, y éste asintió con la cabeza.
– Liberar la costura. -Carlomagno examinó la cabeza con detenimiento-. ¿Cómo podrías liberarla, si ni siquiera se aprecia?
– Sé dónde se esconden porque fui yo quien las cosió -aseguró ella.
Al oír su respuesta, todos menos Alcuino prorrumpieron en carcajadas.
– Veo que al final habré de darte la razón -dijo el rey al hombrecillo que la había tachado de embustera.
– Os aseguro que no miento. Primero cacé al oso y luego lo cosí -insistió Theresa.
Las risas desaparecieron para tornarse en estupor. Ni siquiera un cercano al rey se atrevería a proseguir con semejante burla. El propio Carlomagno mudó su semblante condescendiente.
– Y puedo demostrarlo -añadió.
El monarca enarcó una ceja. Hasta entonces la joven le había resultado simpática, pero su atrevimiento comenzaba a rayar la insensatez. Dudó entre mandar que la azotaran o simplemente despedirla, pero algo en su mirada le detuvo.
– En ese caso, veámoslo -dijo, y ordenó silencio. En la sala sólo se oyó el masticar de los alimentos.
Theresa miró a Carlomagno con determinación. Luego, ante los rostros atónitos de los presentes, narró los pormenores de la cacería en que había ayudado a Althar a abatir el animal. Cuando terminó la historia, en la sala no se oyó ni un regüeldo.
– ¿De modo que lo mataste disparando una ballesta? Debo reconocer que tu fábula es realmente fantástica, pero lo único que demuestra es que mientes como una bellaca -sentenció Carlomagno.
Theresa comprendió que si no lo convencía pronto, la sacarían a empellones. Al instante cogió la cabeza del animal y la sostuvo entre los brazos.
– De ser falso lo que afirmo, ¿cómo podría saber lo que contiene?
– ¿Dentro? -preguntó Carlomagno intrigado.
– En el interior de la cabeza. Está rellena con una piel de castor.
Sin esperar a que lo autorizara, rompió el cosido y extrajo una maraña de pelo que dejó caer sobre la mesa. A continuación extendió la pelota hasta convertirla en una piel de castor estropeada. Carlomagno la miró con seriedad.
– De ahí a que fueses tú quien lo matara…
Theresa se mordió el labio. Miró alrededor hasta descubrir el lugar donde los oficiales habían depositado sus armas. Sin mediar palabra, atravesó la sala y se apoderó de una ballesta que descansaba sobre un arcón. Un soldado desenvainó su espada, pero Carlomagno lo detuvo con un gesto. Theresa supo que sólo dispondría de esa oportunidad. Recordó cómo tras la caza de los osos, había practicado con Althar hasta adquirir cierta destreza en su manejo. Sin embargo, nunca había logrado cargarla sola. Apoyó el extremo contra el suelo y pisó el arco con decisión. Luego apalancó la cuerda y la tensó con todas sus fuerzas. Faltaba un suspiro para asegurarla cuando la cuerda le resbaló. La gente exclamó, pero ella no esperó a que reaccionaran. Volvió a engancharla y tiró sintiendo cómo las fibras se clavaban en sus falanges. Pensó en el incendio del taller; en Gorgias, su padre; en Althar; en Helga la Negra y en Hóos Larsson. Demasiados fallos en su vida. Apretó los dientes y estiró aún más. Entonces la cuerda se soltó en un estallido quedando prendida del seguro.
Al comprobarlo sonrió con satisfacción. Finalmente cargó una saeta y miró al rey esperando su aprobación. Cuando la obtuvo, elevó el arma, apuntó con cuidado y apretó el gatillo. La saeta segó el aire de la habitación y fue a incrustarse en el suelo entre las mismísimas botas del hombrecillo acaudalado. Un murmullo de asombro recorrió el refectorio. Carlomagno se levantó y llamó a la muchacha.
– Impresionante. Veo que Alcuino acertó al aconsejarme que te creyera. -Miró a la mujer que se sentaba a su derecha-. Después del desayuno pasa por mis aposentos: será un placer presentarte a mi hija.
En ese instante, Lotario se levantó pidiendo silencio. Se colocó la mitra, y elevó su copa con gesto solemne.
– Creo que ha llegado el momento de un brindis -propuso. El resto de los comensales izaron sus bebidas-. Siempre es un honor contar con la presencia de nuestro amado monarca Carlomagno, a quien como todos sabéis, me unen lazos de sangre y amistad. Y también nos honra la legación romana encabezada por su eminencia Flavio Diácono, el santo prelado del Papa. Por tal motivo, creo oportuno anunciar que, como ejemplo de respeto y lealtad a la fortaleza humana -se inclinó ante Carlomagno-, y sometimiento incondicional a la justicia divina -hizo lo propio ante la curia romana-, esta tarde, por fin tendrá lugar la ejecución del Marrano.