A la conclusión del parlamento, los presentes brindaron sin entrechocar las copas, detalle que intrigó a Theresa. Favila le explicó que la costumbre del golpeo procedía de una antigua tradición germana que tenía su origen en la desconfianza mutua.
– Antaño, cuando un rey pretendía dominar nuevos territorios, casaba a su hijo con la princesa del reino codiciado, e invitaba al padre de la novia a una fiesta en la que le ofrecía un vaso de vino envenenado. Para evitarlo, el rey agasajado entrechocaba su copa con la del anfitrión, con la intención de que los vinos se mezclaran, de forma que si él hubiera de morir, no lo hiciera en solitario. Por eso, aquí en Fulda, como señal de confianza siempre evitan el golpeteo -añadió.
Theresa miró hacia donde permanecía Alcuino. Se sentía avergonzada, sabedora de que le había traicionado. En ese momento, el fraile se disculpó ante Lotario y a continuación se dirigió hacia ella. Cuando llegó a su altura la saludó con naturalidad.
– Ignoraba tu pericia con los aliños. ¿Hay algo más de ti que deba saber y aún no me hayas contado?
Theresa se quedó helada al comprobar que Alcuino le leía él pensamiento. El fraile la conminó a conversar en privado.
– No parece que sea un buen día para acudir al scriptorium -contemporizó Theresa mientras avanzaban por el pasillo-. Lo digo por lo de la ejecución.
Alcuino concedió sin contestar. Theresa advirtió que el fraile dejaba atrás el scriptorium en dirección a la catedral, atravesaba el crucero y se dirigía a la sacristía. Una vez allí, extrajo una llave de una hornacina con la que abrió la reja que daba acceso a una estancia presidida por un enorme crucifijo. Dentro hedía a humedad. Alcuino tomó asiento sobre el único banco e invitó a la joven a hacer lo mismo. Luego esperó a que Theresa se calmara.
– ¿Cuándo te confesaste por última vez? -preguntó el fraile con voz queda-. ¿Hace un mes? ¿Más de dos meses? Demasiado tiempo, si casualmente te sucediera algo.
Theresa se asustó. Miró hacia la puerta, pero imaginó que si intentaba huir, Alcuino se lo impediría.
– Naturalmente, supongo que habrás mantenido tu promesa -continuó el fraile-. Me refiero a los secretos que te he estado confiando. ¿Conoces lo que les ocurre a quienes quebrantan sus juramentos?
Theresa negó con la cabeza y rompió a llorar. El fraile le ofreció un pañuelo, pero ella lo rechazó.
– Tal vez desees confesarte…
Theresa aceptó entonces el paño, que frotó contra sus parpados hasta dejarlos encarnados. Cuando halló el ánimo suficiente comenzó a hablar. La joven omitió los incidentes del incendio en Würzburg. Sin embargo, le habló del pecaminoso ayuntamiento mantenido con Hóos. El fraile lo reprobó, pero cuando ella le confesó que había acudido al obispo, Alcuino llegó a enfurecerse.
– Os ruego me perdonéis. Eran tantos los enfermos, tantos los muertos… -lloró de nuevo-. Y luego lo de Helga la Negra. Sé que era una prostituta, pero ella me quería. Cuando enfermó y desapareció… Yo no deseaba engañaros, pero no podía seguir impasible.
– Y por eso acudiste a Lotario con lo que yo había averiguado.
La joven lagrimeó. A Alcuino no pareció afectarle.
– Theresa, atiéndeme. Es preciso que me contestes con la mayor exactitud. ¿Le dijiste a Lotario de quiénes sospechaba?
– Sí. De Beocio, el abad, del prior Ludovico, y de Kohl, el molinero.
Alcuino apretó los dientes.
– ¿Y la causa del envenenamiento? ¿Le hablaste del cornezuelo?
Theresa negó con la cabeza. Le explicó que le había informado sobre la existencia de un veneno, pero en aquel momento no había logrado recordar el nombre del hongo.
– ¿Estás segura?
Lo afirmó con rotundidad.
– De acuerdo. Ahora cierra los ojos mientras te absuelvo.
Cuando Theresa los abrió, tan sólo tuvo tiempo de ver cómo Alcuino salía por la puerta y la encerraba en la sacristía.
Pronto se convenció de que nadie la liberaría. Intentó manipular la cerradura empleando su eslabón de acero, pero sólo consiguió despuntar el útil y lastimarse los dedos. Tras guardarse la herramienta, volvió al banco y miró alrededor. La sacristía ocupaba un pequeño ábside lateral que comunicaba con el deambulatorio del transepto a través de un pasillo clausurado por una segunda puerta. Observó que disponía de una ventana circular tabicada en alabastro, que por su peculiar aspecto debía de dar al exterior, ya que había advertido una forma similar desde la plaza. En su parte inferior, el alabastro parecía roto por el impacto de una piedra, así que aproximó el banco y se encaramó para mirar a través del hueco. Desde allí comprobó que, en efecto, el muro lindaba con la plaza principal, otorgándole el papel de espectadora privilegiada. Luego se bajó y volvió a sentarse a esperar a que la soltaran.
Mientras aguardaba, se dedicó a especular sobre el comportamiento de Alcuino. Hóos ya le había advertido sobre él, y actos como el de encerrarla, o negarse a informar a Lotario sobre la causa de la enfermedad, no hacían más que corroborar sus sospechas.
No sabía qué pensar.
El fraile la había ayudado, y aunque de mala gana, también se había encargado de que Helga consiguiera una ocupación en las cocinas. Pero ¿de qué le había servido? La última vez que vio a Helga, ésta ya presentaba los signos de la enfermedad, y en aquel momento ni siquiera sabía dónde se encontraba.
¿Por qué la habría encerrado?
En ese instante las campanas comenzaron a repicar anunciado la proximidad de la ejecución. Por el hueco de la ventana observó cómo decenas de personas empezaban a congregarse en torno al mismo agujero donde la semana anterior habían tratado de enterrar vivo al Marrano. La mayoría eran ancianos que acudían cargados de alimentos para asegurarse los mejores sitios, pero también abundaban mozuelos con poco trabajo y los que solían pordiosear en la plaza y sus aledaños. A pocos pasos del muro, casi debajo de ella, habían dispuesto sillas y taburetes que sin duda acogerían a los altos dignatarios, entre los que supuso se encontrarían Carlomagno y la delegación romana.
Era temprano. Estimó en unas tres horas el tiempo para la ejecución.
Bajó del banco y husmeó entre el mobiliario. En unos arcones descubrió un almacén de indumentaria litúrgica: paños de altar recamados, velos para la entrada del presbiterio, tapetes, mucetas y cobertores, sudarios, capas, túnicas, hábitos de Pascua y Pentecostés, y un sinfín de prendas menores con las que podría engalanarse toda la congregación catedralicia.
Ordenó la indumentaria y esperó el regreso de Alcuino, pero como el tiempo transcurría, volvió a los arcones y se probó un hábito púrpura con ribetes dorados. Le agradó el olor a incienso, pero se lo quitó porque pesaba como si lo hubieran empapado en agua. Dejó la sotana sobre el arcón y se tumbó sobre el banco.
Pensó en su padre y en qué estaría haciendo. Tal vez debería regresar a Würzburg. Luego cerró los ojos y se dejó llevar.
No reparó en que se había dormido hasta que el repicar de los tambores la avisó de que el espectáculo estaba por comenzar.
Corrió a la ventana. Entre el gentío que atestaba la plaza divisó la silueta del Marrano aguardando el suplicio al borde del agujero. Abajo, a tiro de piedra, Carlomagno y su séquito ocupaban sus asientos. Distinguió a Alcuino y Lotario, pero no al molinero Kohl.
Iba a retirarse cuando observó cómo Alcuino se levantaba y andaba un trecho en dirección a una mujer con la cabeza gacha. Habló un instante con ella y luego regresó. Cuando la mujer alzó la cabeza, Theresa reconoció a Helga la Negra, caminando como si nunca hubiese estado enferma.