No se había recuperado de la sorpresa cuando oyó unas voces. De inmediato corrió a la reja y observó cómo dos clérigos limpiaban en el transepto. Al retroceder tropezó con el banco y el estruendo resonó en toda la iglesia. Se asomó de nuevo y comprobó que los novicios se acercaban extrañados.
Pensó en esconderse, pero no encontró dónde. De repente tomó la sotana púrpura que se había probado, se la enfundó deprisa y se arrojó al suelo boca abajo con la capucha echada sobre su nuca. Cuando los clérigos se asomaron a la reja, tan sólo distinguieron la figura de un sacerdote desmayado. Alarmados, intentaron despertarle, pero Theresa no se movió. Entonces sucedió lo que ella esperaba: al ver que no respondía, uno de los clérigos acudió a la hornacina y metió la llave en la cerradura. Theresa esperó a que el hombre abriera la puerta y se inclinara sobre ella. Entonces se incorporó de un salto, empujó al primer clérigo y se escabulló del segundo con tal rapidez que los dos hombres pensaron que habían visto al diablo.
Alcanzó pronto la salida, porque a excepción de aquellos dos clérigos, todo el mundo estaba en la plaza. Una vez entre la muchedumbre, se abrió paso ayudada por lo llamativo de su vestimenta; sin embargo, al aproximarse al patíbulo, un soldado le dio el alto. La joven se quedó petrificada. Si la prendían vestida de cura, la acusarían de herejía. Sin pensarlo, se despojó del hábito y lo dejó caer al suelo, provocando que varias mujeres se abalanzaran sobre la prenda para disputársela como fieras. Theresa aprovechó el tumulto para ocultarse tras un campesino que abultaba dos veces lo que ella. Para cuando el soldado consiguió apartar a las mujeres, de la joven hereje no quedaba ni huella.
Poco después, Theresa alcanzaba el estrado de los dignatarios, pero para su sorpresa, estaba abandonado.
– De repente se levantaron y se marcharon zumbando -le informó un vendedor de salchichas que parecía muy al tanto.
Theresa le compró media salchicha, y el comerciante añadió que Lotario y un fraile delgado se habían enzarzado en una discusión que había terminado con la paciencia del rey.
– El monarca se levantó indignado y les ordenó que solventaran sus diferencias en otro lugar. Luego abandonó el estrado y todos le siguieron como borregos.
– ¿Y adonde han ido?
– A la catedral, creo. ¡Malditos sean! Como no vuelvan pronto no sé a quién voy a vender las condenadas salchichas. -Y se dio media vuelta para continuar voceando la mercancía.
Theresa miró hacia la catedral, donde de nuevo identificó a Helga. En esta ocasión el reconocimiento fue mutuo. Al advertirlo, Theresa intentó avisarla, pero Helga bajó la cabeza y se escabulló por una entrada que daba acceso al palacio catedralicio. Aunque Theresa corrió tras ella, sólo llegó a tiempo de comprobar que había echado el cerrojo a la puerta.
Tal vez hubiera debido esperar fuera, pero algo la impulsó a saltar por una ventana. Una vez dentro, oyó los pasos de Helga perderse por el fondo. Pensó que la alcanzaría si atajaba a través del coro, de modo que abrió la portezuela que daba acceso al mirador y ojeó el interior. Desde el balcón se vislumbraba el altar, ocupado por una tropa de clérigos que discutía acaloradamente. Distinguió a Lotario y Alcuino de pie frente a los frailes. A la izquierda de ambos, la figura de Kohl amordazado y detenido, con signos de haber sido torturado.
Aquello la impresionó tanto que olvidó a Helga y gateó hasta un rincón para escucharles. Creyó apreciar que Alcuino defendía al molinero, cuando de repente Lotario se levantó y le interrumpió con vehemencia.
– Ya basta de monsergas: con la venia del rey, con la del vicario de la Santa Sede, con el beneplácito de Dios. -Se adelantó un paso más hasta situarse por delante de Alcuino-. Lo único que en verdad sabemos, es que decenas de personas han fallecido a causa de un mal para el que ni nuestros físicos ni nuestros rezos han encontrado remedio. Y lo relevante del suceso no es que el causante de esa plaga, que cualquiera en su sano juicio habría atribuido al mismísimo diablo, sea en realidad un abominable ser de carne y hueso. -Se detuvo y señaló a Kohl con el dedo-. No. Lo realmente trascendente es que esta escoria humana sea defendida por un fraile, Alcuino de York, sobre cuyas espaldas recae la salvaguardia de nuestra Iglesia.
Un murmullo de asombro recorrió el templo. El obispo continuó.
– Como ya he anunciado antes, esta mañana un ministerial encontró escondida en las propiedades de Kohl una partida de cereal que, según parece, es la causa del emponzoñamiento. Un grano del que Kohl no ha sabido dar explicaciones hasta que el sabor de la tortura ha saciado su abominable espíritu. Pero ahora, una vez confesado el nefando crimen, yo me pregunto: ¿hasta dónde llega la culpabilidad de un molinero? Un hombre simple, acostumbrado a la suntuosidad y la riqueza, sin mayor instrucción que la aprendida en el trabajo del campo. Porque podríamos comprender que la avaricia se apodere de un espíritu ignorante como el de Kohl. Incluso admitirlo y exonerarle en atención a las numerosas donaciones que con asiduidad ha efectuado a esta congregación, y que con toda seguridad continuará haciendo. Pero ¿cómo aceptar que un hombre instruido, un fraile como Alcuino de York, prevaliéndose de su influencia, de su conocimiento y su cargo, pretenda contrariar lo que las pruebas y la razón avalan como evidente?
A Theresa le extrañó que Lotario atacase más a Alcuino que al propio Kohl, pero se alegró de que, al menos, alguien revelara la identidad del culpable.
– Como oís, venerables hermanos -prosiguió-: Kohl, un asesino, y Alcuino, su protector. Y siendo cierto que Kohl ha comerciado, se ha enriquecido y ha envenenado con la venta de su trigo, no lo es menos que Alcuino ha manipulado, entorpecido y tergiversado cuanto de verdad conocía sobre todas esas muertes para, ahora, no sé si en un desesperado intento por encubrir su propia participación, erigirse en adalid de este criminal confeso.
Alcuino resopló de indignación.
– Muy bien. Si habéis terminado con vuestras barbaridades…
– ¿Barbaridades, decís? Varios miembros de esta congregación han escuchado cómo el acusado confesaba su culpa. -Dos clérigos cercanos lo confirmaron con la cabeza-. ¿También ellos deliran?
– Una confesión arrancada bajo tortura, según me ha parecido escuchar -puntualizó Alcuino.
– ¿Qué habríais sugerido vos? ¿Ofrecerle pastelillos?
Alcuino torció el gesto.
– No sería la primera vez que un inocente confiesa su culpabilidad para evitar los instrumentos del verdugo -refutó.
– ¿Y presumís que sea éste el caso? -Lotario pareció meditar-. Muy bien. Supongamos que alguien resultara convicto de las fechorías más horribles. Supongamos que no las hubiera cometido, pero que para evitar el suplicio, difamándose a sí mismo, admitiera haberlas hecho. Aun si tal confesión se produjera sin prestar juramento, sin duda estaría cometiendo una gran infamia, de modo que siendo pecado mortal el difamar al prójimo, lo sería con más motivo el difamarse a sí mismo. ¿Y acaso de ahí no se infiere que quien renuncia a la virtud para solazarse en el pecado, vivirá siempre en el desliz si de él extrae un beneficio?
Alcuino denegó con la cabeza. En ese instante Carlomagno se levantó, empobreciendo con su estatura a la de los oponentes.
– Estimado Lotario, no cuestiono la culpabilidad del molinero, sin duda una noticia importante que anuncia el final de esas horribles muertes. Pero no olvidéis a quién estáis acusando: las imputaciones que vertéis sobre Alcuino son de tal magnitud, que o bien las demostráis, o deberéis disculparos conforme a lo que su rango y posición merecen.
– Querido primo -reverenció Lotario con exageración-. De todos es sabida vuestra predilección por este britano, a quien habéis nombrado responsable de la educación de vuestros hijos. Pero precisamente por ello os exhorto a que prestéis atención. Que mis pruebas iluminen vuestros ojos que ahora parecen cegados.