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Carlomagno tomó asiento y cedió la palabra a Lotario.

– Alcuino de York… Alcuino de York… Hasta hace poco yo mismo me inclinaba cuando escuchaba este nombre, precedido siempre de sapiencia y honorabilidad. Sin embargo, miradle: tras ese rostro circunspecto, impasible, imperturbable, se esconde un espíritu egoísta, un alma corrompida por la vanidad y la envidia. Me pregunto a cuántos más habrá engañado y qué otros crímenes habrá cometido. -Carlomagno tosió impaciente y Lotario asintió-. ¿Queréis pruebas? Yo os las proporcionaré. Tantas que os preguntaréis cómo habéis confiado en este instrumento del diablo. Pero antes permitid que mis hombres escolten a Kohl a un lugar apartado.

Lotario palmeó una vez y de inmediato tres domésticos se personaron para conducir al molinero fuera de la iglesia. Al poco regresaron acompañados por una mujer enlutada, que resultó ser la esposa de Kohl. La mujer se mostró alarmada, pero Lotario la tranquilizó.

– Si colaboráis, nada malo os sucederá. Ahora jurad sobre esta Biblia.

Ella obedeció. Cuando terminó, Lotario le cedió un taburete que la mujer ocupó tras reverenciar brevemente al monarca. Desde su escondrijo, Theresa observó cómo la recién llegada temblaba desconcertada. Recordó haberla visto en el molino el día que acompañó a Alcuino.

– Habéis jurado sobre la Sagrada Biblia, de modo que aguzad vuestra memoria. ¿Reconocéis a este hombre? -le preguntó Lotario señalando a Alcuino.

La mujer elevó la mirada con temor. Luego afirmó con la cabeza.

– ¿Es cierto que estuvo en el molino hará una semana?

– Sí, eminencia, así es. -Y rompió a llorar desconsolada.

– ¿Recordáis el asunto que le llevó allí?

La mujer se enjugó las lágrimas.

– No muy bien. Mi marido me pidió que preparara algo de comer mientras ellos hablaban de negocios.

– ¿Qué clase de negocios?

– No lo recuerdo. De la compra de cereal, supongo. Os lo suplico, santidad. Mi marido es un hombre bueno. Siempre se ha portado bien conmigo, cualquiera puede decíroslo, y nunca me ha pegado. Bastante castigo tenemos con la muerte de nuestra hija. Dejad que nos vayamos.

– Por lo que más quieras, limítate a contestar. Di la verdad, y tal vez el Todopoderoso se apiade de vosotros.

La mujer asintió temblorosa. Tragó saliva y continuó.

– El fraile le solicitó a mi marido una partida de trigo, pero mi marido le respondió que sólo comerciaba con centeno. De eso me enteré porque cuando oí que hablaban de dinero, puse más atención.

– De modo que Alcuino le propuso a Kohl un trato.

– Sí, eminencia. Dijo que necesitaba comprar mucho trigo, que se lo habían encargado en la abadía. Pero os juro, señor, que mi marido nunca habría hecho nada malo.

– Está bien. Ahora retiraos.

La mujer besó el anillo del obispo y se inclinó ante Carlomagno. Luego miró de reojo a Alcuino, antes de seguir a los mismos domésticos que la habían acompañado. Cuando la mujer abandonó la iglesia, Lotario se volvió hacia Carlomagno.

– Ahora resulta que vuestro fraile se dedica a los negocios del trigo. ¿Estabais al tanto de esa actividad?

El rey miró a Alcuino con dureza.

– Majestad -se adelantó éste-, ya sé que lo juzgaréis extraño, pero sólo intentaba descubrir el origen de la enfermedad.

– Y de camino hacer negocio -observó Lotario.

– ¡Por Dios! ¡Claro que no! Necesitaba ganarme la confianza de Kohl para llegar hasta el trigo.

– ¡Oh! ¡Para llegar al trigo! ¿En qué quedamos entonces? ¿Kohl es culpable o inocente? ¿Le perseguís o le defendéis? ¿Le mentisteis a él en el molino, o nos mentís ahora a nosotros? -Se volvió hacia Carlomagno-. ¿Éste es el hombre en quien confiáis? ¿El que hace de la falsedad su modo de vida?

Alcuino apretó los dientes.

– Conscientia mille testes. A los ojos de Dios, mi conciencia vale tanto como mil testimonios. El que no me creáis, sinceramente, no me preocupa.

– Pues debería preocuparos, porque ni vuestra elocuencia ni vuestro desdén os librarán del deshonor al que os ha conducido vuestro comportamiento. Decidme, Alcuino, ¿reconocéis este escrito? -Le mostró una folia entintada, visiblemente arrugada.

– Dejadme ver -lo examinó-. ¡Pero por todos los diablos…! ¿De dónde la habéis sacado?

– De vuestra celda, naturalmente -dijo volviendo a arrebatársela-. ¿Lo habéis escrito vos?

– ¿Quién os ha dado permiso?

– En mi congregación no lo necesito. ¡Contestad! ¿Sois vos el autor de esta carta?

Alcuino asintió de mala gana.

– ¿Y recordáis su contenido? -insistió Lotario.

– No. No muy bien -se corrigió.

– Entonces prestad atención. -Se la solicitó también a Carlomagno-. «Con la ayuda de Dios. Tercer día de las calendas de enero, y decimocuarto desde nuestra llegada a la abadía -leyó-. Todos los indicios apuntan hacia el molino. Anoche Theresa descubrió varias cápsulas entre el cereal que Kohl custodia en sus almacenes. Sin duda el molinero es el culpable. Temo que la pestilencia se extienda por Fulda y, sin embargo, aún no ha llegado la hora de evitarlo.» -Lotario guardó el pergamino entre sus ropajes con una mueca de satisfacción-. Bien. Desde luego no parecen éstas las oraciones de un benedictino. ¿Qué opina su majestad? -preguntó al rey-. ¿Acaso no revelan un nítido afán de encubrimiento?

– Eso parece -se lamentó Carlomagno-. ¿Tenéis algo que alegar, Alcuino?

El fraile dudó antes de responder. Adujo que solía transcribir sus pensamientos para luego reflexionar sobre ellos, añadió que nadie tenía el derecho a hurgar entre sus pertenencias, y que jamás habría hecho algo que pudiera perjudicar a un cristiano. Sin embargo, no aclaró nada respecto al significado del texto.

– Y si recelabais de Kohl, ¿qué os mueve ahora a defenderlo? -le preguntó Carlomagno.

– Es algo que determiné con posterioridad. En realidad sospecho que fue su ayudante pelirrojo quien…

– ¿Os referís a Rothaart, el difunto? -intervino Lotario-. ¡Qué casualidad! ¿Y no os parece extraño que el responsable de envenenar a todo el pueblo muriera a su vez envenenado?

– Quizá no fuera tan casual. -Miró a Lotario desafiante.

Mientras tanto, agazapada tras el coro, Theresa se debatía entre confiar en Alcuino o creer a Lotario. Recordó que Hóos le había prevenido contra el fraile, y ahora Lotario le acusaba con absoluto convencimiento, e incluso el propio rey comenzaba a dudar de su ministro. Ella deseaba su inocencia, pero entonces, ¿por qué la había encerrado en aquella sala?

– ¿Conocéis a una tal Theresa? -escuchó de nuevo a Lotario.

– ¿A qué viene esa pregunta? -respondió Alcuino-.Vos la conocéis tan bien como yo.

– Ya. ¿Y no es cierto que habéis compartido con ella muchas horas de trabajo?

– Sigo sin entender.

– Si vos no lo comprendéis, imaginad, pues, nosotros. Porque admitiréis nuestra extrañeza ante el hecho de que una chica joven y atractiva, según creo recordar, ayude a un fraile por las noches en asuntos para los que por su femenina naturaleza no está capacitada. Por favor, Alcuino, sinceraos. ¿Además de los negocios, perseguís también a las hijas de Eva?

– Contened vuestra lengua. No os permito…

– Y ahora me ordenáis callar -rio artificiosamente-. Confesad, por el amor de Dios. ¿No es cierto que la obligasteis a jurar? ¿No la conminasteis a que callase cuanto le contabais? ¿Acaso de esa forma, prevaliéndoos de vuestra posición, abusando de vuestro conocimiento, aprovechándoos de las carencias propias del intelecto femenino, pretendisteis mantener ocultos vuestros abominables planes?