Alcuino apretó los dientes y se encaró a Lotario.
– Pero ¿de qué planes habláis? Dios sabe que es cierto cuanto digo.
– Indudablemente. Y supongo que Dios también estará al tanto de vuestro intento de envenenamiento, ¿verdad? -insinuó Lotario.
– Por todos los santos, no seáis ridículo.
– ¡Ja! ¡Y además soy yo el grotesco! Muy bien. Veamos qué opina de esto nuestro rey Carlomagno. ¡Ludovico! Adelantaos.
El coadjutor obedeció cansinamente mientras desdeñaba a Alcuino con la mirada.
– Querido Ludovico, ¿tendríais la amabilidad de relatarnos lo que observasteis la semana pasada, durante la ceremonia del ajusticiamiento del Marrano? -le solicitó Lotario.
El coadjutor se inclinó al pasar ante Carlomagno. Luego se estiró como si se hubiera tragado un palo y habló orgulloso, como si de su testimonio dependiese la resolución del enigma.
– Vivimos aquel día con gran expectación -comenzó-. Con todos los frailes pendientes del cadalso. Por desgracia, yo no veo bien de lejos, así que me entretuve con las viandas y observando a los invitados. Entonces lo sorprendí -dijo señalando a Alcuino-. Me extrañó que izara una copa, porque este britano rehúsa la bebida, pero mayor fue mi sorpresa cuando comprobé que, en lugar de la suya, sostenía la de Lotario. En ese instante advertí cómo manipulaba su anillo y vaciaba una ponzoña en la copa. Luego Lotario bebió de ella, y al momento cayó fulminado. Afortunadamente pudimos atenderle antes de que el veneno surtiera su mortal efecto.
– ¿Es verdad eso? -preguntó Carlomagno a Alcuino.
– Por supuesto que no -contestó tajante.
En ese instante Lotario agarró la mano de Alcuino y tiró del anillo que lucía en su extremidad derecha. Alcuino se resistió, pero en el forcejeo la tapa se abrió y una nube de polvo blanco se esparció sobre la capa de Carlomagno.
– ¿Y esto? -El soberano se levantó.
Alcuino tartamudeó y retrocedió. No había previsto aquella situación, pero Lotario respondió por él.
– Esto es lo que esconde el alma de un hombre oscuro. Un hombre que enarbola la palabra de Dios mientras su lengua escupe el veneno del maligno. Abbadón, Asmodeo, Belial o Leviatán. Cualquiera de ellos se enorgullecería de tenerlo como amigo. Alcuino de York… un hombre capaz de mentir para lucrarse; capaz de callar; de dejar morir para protegerse; capaz de matar -sacudió el polvo que cubría la capa de Carlomagno- para impedir que lo desenmascaren. Pero yo os revelaré su semblante, el verdadero rostro de la bestia. Porque él fue el primero en descubrir a Kohl, pero en lugar de detenerlo, lo chantajeó para usurparle sus beneficios. Le mintió para ganarse su confianza, y miente ahora, defendiéndolo para defenderse a sí mismo. Fue Theresa, su propia ayudante, quien avergonzada por la carga del pecado, y negándose a participar en el intento de asesinato que Alcuino ansiaba repetir, acudió en confesión a mí. -Se dirigió a Alcuino desafiante-. Y ahora ya podéis escudaros en cuantas mendacidades se os ocurran, porque ningún nacido bajo el manto de Dios se atreverá a atender el fragor de vuestros ladridos.
Alcuino permaneció en silencio mientras escrutaba los rostros que ya le condenaban. Finalmente tomó la Biblia y depositó sobre ella su mano derecha.
– Juro ante Dios Todopoderoso por la salvación de mi alma, que soy inocente de cuanto se me acusa. Si me otorgáis tiempo…
– ¿Tiempo para continuar matando? -terció Lotario.
– He jurado sobre la Biblia. Jurad también vos -le desafió.
– Vuestro juramento vale tanto como el de la mujer que os ha ayudado. Ni siquiera eso. Cátulo afirmaba que los juramentos de las mujeres quedaban grabados en el aliento del aire y en la superficie de las ondas, pero los vuestros se evaporan incluso en vuestro pensamiento.
– ¡Dejaos de patrañas y jurad! -exigió Alcuino-. ¿O acaso teméis que Carlomagno os despoje de vuestro cargo?
– ¡Qué pronto olvidáis nuestras leyes! -sonrió paternalmente-. Nosotros, los obispos, no somos de esa categoría de gente que como vulgares súbditos deban encomendarse a vasallaje; ni de esa clase de gente que deba prestar de cualquier manera un juramento. Sabed que la autoridad evangélica y canónica nos lo veda. Sabed que las iglesias que se nos han confiado por Dios no son como los beneficios y la propiedad del rey, cuya naturaleza hace que éste pueda darlas o quitarlas de acuerdo a su voluntad inconsulta. Todo lo que se vincula a la Iglesia está consagrado a Dios. Pero incluso aunque pudiera jurar… ¿cómo os atrevéis a exigirme juramento? Porque si supieseis que juro con verdad, de nada os serviría que lo hiciera, y si por el contrario creyeseis que juro en falso, entonces exigiéndome juramento me estaríais induciendo a pecar, y con ello alentando la comisión del pecado.
Alcuino intentó replicar, pero para su desdicha, el enviado papal coincidió con la argumentación de Lotario.
– Bien. Parece obvio que el molinero es culpable -concluyó el monarca-. Le ha sido encontrada una partida de cereal con la simiente que al parecer produce el veneno, y eso es algo irrefutable, de modo que no veo razón para que vos, Alcuino, le sigáis protegiendo. A menos, claro está, que como insinúa Lotario, también estéis involucrado.
Alcuino lo miró con severidad.
– ¿Desde cuándo el peso de la defensa recae sobre el inocente? ¿Dónde se encuentran los doce hombres necesarios para que su acusación se valide? Lo que ha dicho Lotario no son más que simplezas, sandeces y majaderías. Si me otorgáis unas horas os demostraré…
En ese instante, el impacto de un candelabro provocó que los presentes se giraran sorprendidos.
Theresa se agazapó tras la balaustrada. En su afán por enterarse de lo que ocurría, se había apoyado en una lámpara que había cedido desplomándose contra el suelo. Uno de los clérigos advirtió su escondrijo y, a su voz, dos auxiliares corrieron hacia el coro. Cuando comprobaron que se trataba de una mujer, la condujeron a empellones ante Lotario, quien la obligó a arrodillarse para pedir perdón por su conducta.
– Pero si es la cazadora de osos -se extrañó el monarca-. ¿Se puede saber qué hacías ahí arriba escondida?
Theresa besó el anillo real antes de implorar misericordia. Tartamudeando, explicó que buscaba a una amiga desaparecida; que pensaba que había muerto, pero que en realidad estaba viva; que no había escuchado de lo que discutían, y que lo único que pretendía era saber por qué Helga la Negra huía de ella.
Cuando la joven terminó de parlotear, Carlomagno la miró de arriba abajo. Por un momento pensó que había perdido el juicio, aunque por lo atropellado de su explicación, se dijo que tal vez no fuese una embustera.
– ¿Y pensabas encontrar a tu amiga en el coro, ahí arriba?
Theresa se sonrojó.
– Es la ayudante de Alcuino, mi señor -intervino Lotario-. Quizá deseéis interrogarla.
– Mejor no. Ahora prefiero hacer una pausa. Tal vez orando encuentre una respuesta.
– Pero, majestad, no podéis… Este fraile precisa de un castigo inmediato -insistió.
– Después de rezar -zanjó el monarca-. Mientras tanto, que permanezca custodiado en su celda. -Hizo un gesto para que escoltaran a Alcuino, y se retiró por un lateral dejando a Lotario con la palabra en la boca. Al punto, el obispo olvidó a Theresa, y se dirigió hacia el centinela que debía conducir a Alcuino a su celda y asegurarse de que no saliera de ella.
– Si quiere evacuar, que lo haga por la ventana -le espetó.
Alcuino emprendió la marcha flanqueado por dos guardias, y Theresa siguiéndole a pocos pasos. Durante el trayecto la joven trató de disculparse, pero a cada intento el fraile respondió apresurando la marcha.