– Tal vez desees acompañarnos -le sugirió.
Theresa intuyó cierta oscuridad en sus palabras, pero consideró que le brindaba una oportunidad para informar a Alcuino de la implicación de Lotario en la falsificación del políptico. Tras aceptar, el obispo le indicó que se acomodara. Los congregados ocupaban los mismos asientos que antes del receso, como en una pintura ya vista. Cuchicheaban sobre la responsabilidad de Alcuino, mientras éste, apartado, caminaba de un lado a otro como un animal acosado. Cuando el fraile la vio, pareció incomodarse. La saludó levemente y continuó paseándose mientras revisaba su tablilla de cera. Instantes después apareció Carlomagno, ataviado con la imponente coraza que solía lucir en las celebraciones de juicios sumarísimos. Todos se levantaron hasta que el monarca ocupó su asiento. Luego de autorizar a los demás a que hicieran lo propio, Carlomagno indicó a Alcuino que reanudara su testimonio. Sin embargo, éste continuó revisando su tablilla hasta que los carraspeos del monarca le señalaron su demora.
– Disculpad, alteza. Releía mis notas.
Carlomagno concedió con un gesto mientras el silencio se apoderaba de la iglesia. Luego Alcuino comenzó.
– Bien, ha llegado el momento de revelar la verdad. Una verdad difícil, incestuosa y malvada. Una verdad que en ocasiones me ha conducido por el sendero de la mentira, por los desfiladeros del pecado, de los que he debido apartarme para alcanzar la cumbre del discernimiento. -Hizo una pausa para escrutar los ojos de los congregados-. Como todos sabéis, extraños acontecimientos han golpeado la ciudad de Fulda. Cualquiera de los aquí presentes ha perdido un hermano, un padre o un amigo. Mi propio ayudante, Romualdo, un muchacho sano y fuerte, falleció sin que pudiera hacer nada por evitarlo, y tal vez por esa egoísta razón me juré averiguar qué estaba pasando. Analicé cada óbito; pregunté a cada enfermo; indagué sus hábitos, sus conductas y comportamientos. Todo en vano. Nada que relacionara unas muertes tan injustas como repentinas. Entonces recordé una antigua epidemia que asoló York en mis años de docencia. En aquella ocasión la causa fue el centeno, aunque aquí, en Fulda, los muertos no consumían ese cereal. En cualquier caso encaminé mis pesquisas hacia el trigo, imaginando que si los síntomas eran parecidos, tal vez las causas estuviesen vinculadas. -Hizo una pausa que aprovechó para releer sus anotaciones-. De todos es conocido que en Fulda existen tres molinos: el de la abadía, el del obispado y el que pertenece a Kohl. Revisé sin éxito los dos primeros, de modo que acudí a este último con la intención de proveerme de una muestra del trigo. Cierto es que propuse un trato a Kohl, pero sólo para averiguar si disponía del cereal contaminado.
– Todo eso está muy bien -comentó el monarca-, pero en nada altera la versión de Lotario.
– Si me permitís continuar…
– Adelante.
– Para mi sorpresa, en una muestra que me proporcionó mi ayudante, Theresa, descubrí los corpúsculos causantes de la enfermedad. He de admitir que culpé a Kohl de inmediato; sin embargo, aunque el trigo encontrado en su molino le señalaba como implicado, en realidad tales corpúsculos no identificaban al culpable.
– Perdonadme -intervino Lotario-, pero ¿qué tiene que ver todo esto con vuestras mentiras? ¿Con vuestro intento de envenenarme? ¿Con vuestra confesión escrita en la que reconocíais la culpabilidad de Kohl, y vuestra negativa a detener los envenenamientos?
– ¡Por el amor de Dios… permitidme avanzar! -Alcuino buscó la aprobación de Carlomagno, que concedió con gesto impaciente-. Sabíamos que el trigo emponzoñado había transitado por el molino de Kohl…
– ¡Estaba en el molino de Kohl! -precisó hábilmente Lotario-. ¿Acaso pretendéis obviar que un ministerial encontró todas las partidas escondidas en sus dominios?
– ¡Oh, sí! ¡El ministerial! Lo había olvidado… Es este hombre que tenemos aquí enfrente, ¿verdad? -dijo Alcuino señalando a un hombrecillo apocado-. ¿Vuestro nombre, por favor?
– Ma… Maar… tín -tartamudeó.
– Martín. Insigne nombre… ¿Os importa acercaros? -El hombrecillo apenas dio un paso al frente-. Decidme, Martín, ¿lleváis mucho tiempo de ministerial?
– No mu… mucho, señor.
– ¿Cuánto tiempo? ¿Un año? ¿Dos? ¿Tres, tal vez?
– No taaanto, se… señor.
– ¿Menos? ¿Entonces cuánto?
– Doo… os… meses, se… se… ñor.
– Ya. No mucho, por cierto…
– Su hermano murió por la enfermedad, y él ocupó el cargo -aclaró Lotario.
– ¡Ah! Obviamente, ése es un buen motivo. Y claro está, le nombrasteis vos…
– Siempre los he nombrado yo.
– Bien, bien. Permitidme proseguir. Martín, decidme… -Se metió la mano en un bolsillo de la sotana y sacó un puñado de granos de trigo que repartió entre cada mano, cerró los puños y se los mostró a Martín-. ¿En qué mano está el trigo?
El ministerial sonrió, dejando a la vista un rosario de dientes desportillados.
– En és… ta. -Señaló.
Alcuino abrió la mano, mostrándola vacía.
– En és… és… ta. -Señaló la otra.
La enseñó también, mostrándola igualmente desnuda. Martín abrió la boca casi tanto como los ojos. Su cara era la de un niño al que le hubieran robado una manzana.
– So… sois… un… diablo.
Alcuino bajó los brazos y de sus mangas cayeron los puñados de trigo escondidos. Martín se sonrió.
– ¿Se puede saber a qué esta bufonada? -intervino Lotario indignado.
– Perdonad -se disculpó Alcuino-. Perdonad, majestad… Era tan sólo una broma. Permitidme continuar.
Carlomagno asintió de mala gana. Alcuino le reverenció y se dirigió de nuevo al hombrecillo.
– Martín, decidme… ¿es cierto que vos encontrasteis ese trigo?
– A… Así es… señor.
– ¡Ya! Pero según creo recordar, Lotario anunció que estaba muy, muy escondido… Tan bien escondido que, en sus palabras, jamás nadie lo habría encontrado.
– Así es… se… ñor. Mu… muy escooon… dido. Estu… tuve to… da la maña… na buuus… cando.
– Pero al final lo descubristeis.
– Sí… señor. -Sonrió como un muchacho que hubiera capturado un gato escurridizo.
– Y decidme, Martín, si tan escondido estaba el trigo, ¿cómo es posible que lo encontrarais, si ni siquiera sois capaz de encontrar un puñado entre mis manos?
Menos Lotario, todos, incluido el propio Martín, se carcajearon. Sin embargo, al hombrecillo se le heló la sonrisa cuando advirtió el gesto frío de Lotario.
– Él. Él me a… a… ayudó -dijo señalando al obispo.
– ¡Vaya por Dios! Esta parte de la historia no la había escuchado. -Se volvió hacia Lotario. ¿De modo que el obispo os indicó dónde buscar el trigo?
– ¿Y qué pretendíais? -replicó el obispo-. ¿No habéis visto que es medio lerdo? Lo trascendente no es si le ayudé o no, sino el hecho de que fue encontrado.
– Ya veo, ya… -Se paseó de un lado a otro-. Y decidme, mi buen Lotario, ¿cómo sabíais que el trigo estaba contaminado?
El obispo dudó un instante, pero enseguida contestó:
– Por las semillas de que me habló Theresa.
– ¿Por estas semillas? -Alcuino hundió la mano en el bolsillo y le mostró otro puñado de trigo en el que se apreciaban diminutas bolitas oscuras. Lotario lo miró con desgana. Luego sus ojos vidriosos se alzaron hacia Alcuino.
– Como esas mismas -afirmó.
Alcuino enarcó las cejas.
– Qué extraño, porque es pimienta. -Cerró el puño y guardó el cereal limpio, al que había añadido ralladuras de pimienta.
– No tan rápido -le espetó el obispo-. Aún falta que expliquéis por qué intentasteis envenenarme y por qué, aun sabiendo cuanto sabíais, decidisteis guardar silencio.