– ¿De verdad queréis saberlo? -sonrió con ironía-. En primer lugar, y como cualquiera de los presentes sabrá comprender, nunca estuvo en mi intención envenenaros. Cierto es que añadí este polvo a vuestra bebida -abrió su anillo y aglutinó los restos que aún quedaban en el pequeño recipiente interior-, pero no es ningún veneno. Tan sólo un purgante inofensivo. -Vertió el contenido sobre su mano. Luego, en presencia del rey, se lo echó a la boca y tragó con un gesto de asco-. Lactuca virosa: desagradable, pero poco más. Si hubiera deseado envenenaros, tened por seguro que lo habría conseguido. No, querido Lotario, no. Si os narcoticé fue para evitar otro terrible asesinato. El de un pobre desgraciado cuyo único crimen consistió en nacer retrasado.
– ¿Os referís al Marrano? ¿Al degenerado que degolló a la hija del molinero?
– Me refiero al Marrano. El hombre a quien tratasteis de ajusticiar a sabiendas de su inocencia. El disminuido a quien elegisteis para que cargara con la culpa de un asesinato cometido por otra persona: por Rothaart, el pelirrojo, ayudante de Kohl pero cómplice vuestro.
– ¡Por Dios! Habéis perdido el juicio -bramó Lotario.
– Precisamente él me ha conducido hasta vos -dijo alzando aún más la voz. Respiró hondo para tranquilizarse-. La joven murió acuchillada. Y he de reconocer que en un primer momento yo también culpé al idiota: su cara grotesca, su frente huidiza, sus ojillos de cochino… Pero luego me fijé en sus manos contrahechas, informes de nacimiento, y enseguida comprendí que no habría podido ni empuñar una cuchara.
– ¡Qué sabréis vos!
– Sé que la hija de Kohl murió de una cuchillada en el cuello. Concretamente, en su lado izquierdo y lanzado de abajo arriba. Un tajo obra de un zurdo, sin género de duda. La criada que encontró el cadáver lo describió con minuciosidad, y a la joven le faltaba un pequeño trozo de la oreja.
– Pero de ahí a acusar a Rothaart… -se interesó Carlomagno.
– Rothaart era de sangre ligera; zurdo y hábil con el cuchillo que cada noche esgrimía en la taberna. Manejaba dinero. Mucho. El día que le conocí fanfarroneaba como un matón delante de un amigo, quien días después de su muerte no tuvo reparos en reconocer que al día siguiente del asesinato, Rothaart mostraba arañazos en la cara.
– Lo cual no establece que fuera él quien la matara -señaló el monarca.
– Os lo repito: zurdo y hábil con el cuchillo. Conocía bien a la víctima. De hecho, la noche que apareció muerta, el pelirrojo pernoctó en el molino. Según comentó la mujer de Kohl, esa misma noche su hija se despertó con molestias, abandonó la vivienda para evacuar el vientre y ya nunca regresó. Sabemos que no fue el Marrano porque era incapaz de empuñar ningún utensilio, y sabemos que Rothaart, el zurdo, estaba allí con su cuchillo…
– Pero ¿qué razón podría haber conducido al pelirrojo a matarla?
– Obviamente, el miedo a Lotario -afirmó sin pestañear.
– Explicaos -ordenó Carlomagno.
– Rothaart bebía a menudo. Se agarraba a la barrica como un recién nacido a una teta. Aquella noche, pese a que debía trasladar el trigo contaminado desde el granero al molino, subió al molino borracho. Pero en medio de la faena, se topó de bruces con la hija de Kohl, quien probablemente se extrañó de encontrarle trabajando a aquellas horas. Rothaart podría haberle dado mil razones, pero el aqua ardens le enturbió el sentido y reaccionó como solía hacer en las tabernas: sacó su cuchillo y la mató de un tajo.
– Desconocía que poseyeseis el don de la fabulación -apuntó el obispo con sarcasmo-. ¿O es que acaso estabais allí presente?
Alcuino declinó responder, pero formuló otra pregunta:
– Decidme, Lotario, ¿es cierto que Rothaart acudía a vuestros aposentos con frecuencia? Para tratar asuntos del molino, supongo…
– Veo a tanta gente que si tuviera que recordarla, no tendría otra cosa en la cabeza. -Carraspeó.
– Pero vuestro acólito sí que lo recuerda. De hecho, me contó que pasabais largos ratos hablando de dinero.
Lotario miró a su acólito con severidad. Luego se volvió hacia Alcuino.
– ¿Y qué si hablaba con él? El obispado posee un molino, y Rothaart trabajaba en otro. A veces nos molía grano, y en otras ocasiones, nosotros a ellos.
– Pero lo sensato hubiera sido tratar esos negocios con el dueño del molino, no con su subalterno.
– ¿Y de ahí inferís lo del asesinato…? Mirad, Alcuino, dejaos de necedades y aceptad lo evidente: hiciera lo que hiciera Rothaart, Kohl era quien vendía el trigo.
– Si no os importa, continuaré con mis necedades… -Echó un nuevo vistazo a sus notas-. Como he señalado antes, Rothaart el pelirrojo manejaba mucho dinero: vestía jubones lujosos, calzaba botines de cuero fino, y adornaba sus brazos con oro suficiente como para comprar un alodio con sus correspondientes labriegos. Algo inexplicable para un ayudante de molinero. Parece obvio pensar que disponía de otros recursos, cosa que concuerda con la actividad que, junto con su colega Gus, desempeñaba los domingos.
– ¿A qué actividad os referís? -preguntó el monarca.
– Hablé con Gus tras la muerte de Rothaart. Un par de jarras de cerveza, y enseguida se avino a contarme lo mucho que iba a lamentar su pérdida. Por lo visto, Rothaart conseguía trigo de no sabía dónde, el cual molía los domingos en el molino de Kohl cuando éste se ausentaba para asistir a la misa mayor. Una vez molido, trasladaban el cereal a un almacén clandestino donde aguardaba el momento para ser vendido, mezclado con el centeno.
– ¿Y os contó todo esto, sin más? -se interesó Carlomagno.
– Bueno. No fue problema convencerle de que ya sabía de sus confabulaciones. Si a ello añadimos la inesperada muerte de Rothaart, que obviamente atribuí a un castigo divino, y la cantidad de cerveza que le di a ingerir, no es de extrañar que confesara lo que en cualquier caso tampoco consideraba un pecado. Pensad que a Gus le tenían engañado, haciéndole trabajar por poco más que algo de vino y cuatro cuartos mal contados.
– Gus, un borracho, y Rothaart, un asesino. Pues bien, ¡tal vez lo fueran! Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo? -preguntó Lotario indignado.
– Ya termino. Paciencia… ya termino. Como he explicado antes, deduje que el mal procedía del grano por la semejanza entre los síntomas de los enfermos y los presentados durante la hambruna en mi natal York. Por eso solicité a Lotario los polípticos del obispado: para buscar algún dato referente a centeno contaminado. Sorprendentemente, ni Theresa ni yo encontramos nada que hiciese referencia al centeno, pero sí una hoja raspada y rectificada en cuyo interior residía el secreto de este asunto. En ella, como por ensalmo, se revelaba que un cargamento de trigo viajó desde Magdeburg hasta Fulda. Un cargamento mortal, con un trigo comprado a bajo precio por el antiguo abad.
– ¿Entonces de qué habláis? Id al cementerio y acusad al abad difunto.
– Eso habría hecho, de no ser porque siempre sospeché de los vivos. Sobre todo desde que descubrí que vos estabais roturando un terreno inculto, preparándolo para la siembra en pleno mes de enero. Decidme, Lotario, ¿desde cuándo se siembra trigo en invierno?
– ¡Pero qué estupidez! Ese terreno me pertenece, y puedo hacer con él lo que me venga en gana. Y os digo más. Estoy harto de vuestras acusaciones infundadas y vuestro afán de sabiduría. No habláis más que de necedades sin aportar prueba alguna: invocáis a Rothaart, pero éste ha muerto; habláis del Marrano, pero a su demencia se une su mudez; os referís al antiguo abad de Fulda, pero su cuerpo hace años que descansa en el camposanto; y por último, denunciáis un políptico que revela secretos desconocidos mediante no sé qué arte de brujería, en una hoja que nadie ha visto, y mucho menos comprobado. Muy bien. ¿Tenéis ese políptico? Pues mostradlo de una vez, o tragaos vuestras palabras.