Выбрать главу

Alcuino apretó los dientes. Había supuesto que Lotario se derrumbaría con el peso de sus argumentos, pero había ocurrido lo contrario. Ahora, sin verdaderas pruebas, difícilmente conseguiría que Carlomagno le respaldara. Miró al monarca y éste denegó con la cabeza.

Se disponía a replicar cuando Theresa se levantó y avanzó hasta Carlomagno.

– Yo poseo esas pruebas -anunció con voz firme.

Todos callaron.

De su bolsa sacó una hoja arrugada que desplegó frente al rey. Alcuino la miró asombrado. Era la hoja del políptico. El pliego que Theresa había logrado arrancar justo antes de que Lotario arrojara el volumen a la hoguera. El rey tomó la hoja y la miró con atención. Luego se la mostró a Lotario, quien no daba crédito a sus ojos.

– ¡Maldita diabla! ¿De dónde la has sacado?

El rey apartó el pliego de Lotario antes de que éste se lo arrebatara. Luego se lo dio a Alcuino, quien ante todos los presentes repitió el proceso de frotamiento del anverso. Cuando el texto oculto tomó forma, el propio rey lo leyó en voz alta.

Lotario se rebeló.

– ¿Y quién dice que yo he intervenido en eso? Ese texto fue escrito hace dos años por el antiguo abad, quien entonces manejaba todos los polípticos. Preguntad a cualquiera.

Varios frailes confirmaron la versión de Lotario.

– Así es. El texto original, el texto que la ceniza revela, fue escrito por el abad, pero el raspado posterior y el nuevo texto que lo encubre fue escrito por vos, de vuestro puño y letra, pensando que de tal forma ocultabais la única prueba que relacionaba el trigo con la enfermedad -aseguró Theresa.

– ¡Yo jamás escribí ese texto! -gritó furibundo.

– Sí que lo hicisteis -insistió la muchacha-. Yo misma lo comprobé comparándolo con vuestras cartas. «In nomine Pater.»

– ¡Ja! ¿Qué cartas, maldita embustera? -Y le soltó un guantazo que resonó en toda la iglesia-. No hay cartas. No hay documentos.

Theresa miró impotente a Alcuino, comprendiendo que Lotario tendría tiempo de destruir cualquier documento que pudiera imputarle. Sin embargo, Carlomagno se levantó.

– Comprobémoslo -dijo. De su pecho sacó un rollo lacrado que abrió y extendió con cuidado-. ¿Recordáis esta epístola, Lotario? Es la misiva que me hicisteis llegar ayer, copia de las que teníais previsto enviar al resto de los obispos. Me la entregasteis para que admirara vuestro recto proceder cristiano, y supongo que también como paso previo a una demanda de mejor posición.

Carlomagno se fijó en la frase que acababa de pronunciar Theresa: «In nomine Pater.» En ambos escritos, los trazos coincidían hasta en el más mínimo detalle.

– ¿Tenéis algo que decir? -exigió el rey a Lotario.

El obispo permaneció mudo de ira. De repente se giró hacia Theresa e intentó golpearla, pero Alcuino se interpuso. Lotario volvió a intentarlo, pero el fraile se lo impidió derribándolo de un puñetazo.

– Llevaba tiempo deseando hacer esto… -murmuró mientras se masajeaba el puño con que acababa de golpear al obispo.

Cuatro días después, Alcuino le contó a Theresa que Lotario había sido apresado y conducido a una celda donde permanecería bajo custodia hasta el momento del juicio. No llegó a dilucidarse en qué momento el obispo descubrió que el trigo era el causante de la epidemia, pero sí que, pese a advertirlo, continuó comerciando con él como si nada hubiera ocurrido. A Kohl lo liberaron tras descartar su participación en la conjura, y lo mismo ocurrió con el Marrano, aunque por desgracia, su espíritu quedó reducido al de un perrillo asustadizo al que hubieran apaleado.

– ¿Y no ajusticiarán al obispo? -preguntó ella mientras ordenaba unos manuscritos.

– Sinceramente, no lo creo. Considerando que Lotario es pariente del rey, y que continúa ostentando el cargo de obispo, me temo que tarde o temprano eluda su castigo.

Theresa siguió apilando los códices que había utilizado durante toda la mañana. Desde que Lotario fuera descubierto, aquélla era la primera ocasión en que volvía al scriptorium.

– No lo veo justo -dijo.

– Si en ocasiones es complicado entender la justicia divina, imagina comprender la mundana.

– Pero ha fallecido mucha gente…

– La muerte no se paga con la muerte. En este mundo en que la vida se balancea al antojo de las enfermedades, al capricho del hambre, de las guerras y las inclemencias de la naturaleza, de nada serviría ejecutar a un criminal. La vida de un asesinado se corresponde con el valor de su fortuna, y según ese valor, así será entonces la multa.

– Y como muchos de los que han muerto no son potentados…

– Veo que despabilas pronto. Por ejemplo, el asesinato de una mujer joven, en edad de procrear, se castiga con seiscientos sueldos, lo mismo que si el muerto fuera un varón menor de doce años. Sin embargo, si la fallecida fuese una niña de igual edad, tan sólo se le impondrían doscientos.

– ¿Y pretendéis que entienda esto?

– Ante los ojos de Dios, varón y hembra son iguales, pero a los ojos de los hombres, evidentemente, no: un hombre genera dinero y fortuna; una mujer, hijos y problemas.

– Hijos que traerán riqueza y trabajo. Además, si Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, ¿por qué el hombre no imita la mirada de Dios?

Alcuino enarcó una ceja, sorprendido por lo cabal de la contestación.

– Bueno, como te iba diciendo, a veces el homicidio se repara con una multa y, sin embargo, delitos que conllevan pérdidas graves, como el incendio o el estrago, acaban resolviéndose con la ejecución del culpable.

– De modo que a quien mata se le multa, y a quien roba se le mata.

– Más o menos, así es la ley.

Theresa continuó con el evangelio en que llevaba enfrascada desde primeras horas de la mañana. Tras mojar la pluma, acometió un nuevo versículo para acabar cuanto antes con la página diaria que Alcuino le exigía. Cada página constaba de unas treinta y seis líneas, las cuales solía completar en unas seis horas de trabajo, la mitad de lo que tardaría un amanuense aventajado. Alcuino llevaba tiempo trabajando en una clase de caligrafía que permitiese una escritura más rápida y sencilla, fácil de entender y simple de transcribir. Para ello empleaba un nuevo tipo de letra uncial, de inferior tamaño al de las mayúsculas, con la que facilitar la copia de Vulgatas. Theresa se valía de ella, y de ahí su velocidad, que llenaba de orgullo al fraile.

Después de la copia, Alcuino se dedicó a ampliar los conocimientos de Theresa, insistiendo en el Ars Dictaminis, el arte de escribir epístolas.

– No sólo habrás de copiar. También tendrás que pensar lo que quieres escribir.

En alguna ocasión, cuando Alcuino se ausentaba del scriptorium, Theresa extraía de la talega de su padre el pergamino que éste había escondido, y lo estudiaba con intención de descifrarlo. A veces consultaba códices griegos que encontraba en los anaqueles del scriptorium, pero ni en ellos, ni en ningún otro texto latino, halló referencias sobre la Donación de Constantino. Le extrañó que ningún códice la mencionara, pero no se atrevió a preguntar a Alcuino.

Además de analizar el pergamino, Theresa empleaba su tiempo en un libro apasionante: el Liber glossarum, un códice único, compendio de un universo de conocimientos. Según Alcuino, aquel facsímile había sido duplicado en la abadía de Corbie a partir de un original visigótico inspirado en las Etymologias de san Isidoro. En más de una ocasión la había prevenido contra los párrafos en que se adivinaban las palabras paganas de Virgilio, Erosio, Cicerón o Etropio, pero Theresa se apoyaba en las vertidas por Jerónimo, Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno para que Alcuino le permitiera seguir leyendo. Aquel libro era una ventana a un mundo desconocido, un saber más allá de la religión.