Rogó que no advirtiera los desperfectos. Al cabo de un rato escuchó cómo liberaba el torno y giraba la portezuela.
El plato de guisantes le confirmó que era domingo. Lo retiró sin prestarle atención e introdujo el borrador de un pergamino antiguo, para ver si Genserico era capaz de distinguirlo. El coadjutor giró el torno y recogió el borrador. Tal como esperaba Gorgias, no aseguró el mecanismo.
Rápidamente se agazapó tras el dispositivo. Ahora sólo cabía esperar a que el torno girase de nuevo para golpear la mampara y atrapar el brazo de Genserico. Su respiración se volvió tan profunda que creyó que alertaría a Genserico. Sin embargo, el viejo no se inmutó. Creyó escuchar cómo deslizaba sus arrugados dedos por el pergamino. De repente advirtió que echaba el cerrojo al torno.
– Debo repasar el texto -le informó.
Gorgias se lamentó por su suerte. Sabía que si transcurría demasiado tiempo, Genserico descubriría la manipulación del torno. De repente, tras la puerta, un instrumento rascó las entalladuras. Luego oyó una maldición al tiempo que un golpe en el torno casi le partía la dentadura. Gorgias se retiró mientras al otro lado las maldiciones se sucedían. Temió que Genserico hiciera una locura. Sin embargo, los juramentos se fueron espaciando hasta desaparecer como una tormenta en la lejanía. Luego escuchó cómo la puerta se cerraba con violencia.
Al anochecer, un desconocido acompañó a Genserico. Les oyó discutir acaloradamente con las voces elevándose hasta convertirse en gritos. El recién llegado parecía alterado, y pronto a las voces les siguieron golpes. Momentos después, el torno se abrió. Unos brazos poderosos extrajeron las compuertas manipuladas y la luz entró en el cubículo, dejando a la vista el tatuaje de una serpiente. Gorgias retrocedió creyendo que iba a morir. Sin embargo, no ocurrió nada. El brazo tatuado introdujo en la celda el borrador que le había entregado a Genserico y luego desapareció. Después escuchó cómo volvían a colocar las mamparas en su sitio. No supo de Genserico hasta pasados otros tres días.
– ¡Levántate! -ordenó el coadjutor desde el otro lado de la puerta.
Gorgias obedeció sin saber bien lo que hacía. Miró hacia el ventanuco con los ojos hinchados y comprobó que aún no había amanecido. Se incorporó dando tumbos hasta apoyar la cabeza contra la puerta. Rogó que Genserico hubiese olvidado el incidente del torno, aunque habría resultado más fácil rogar que se derrumbaran las paredes y le aplastaran la crisma. El torno giró dejando pasar un hilo de luz y se cerró con brusquedad. Gorgias tanteó a oscuras el puchero de comida. Lo cogió y comió de él con avidez. No saboreó las gachas porque hacía tres días que no comía.
Apuraba la última cucharada cuando Genserico le ordenó que preparara el pergamino. Gorgias tosió. Apenas si podía pensar.
– Me… me ha sido imposible avanzar -se excusó-. El brazo… Estoy enfermo.
Genserico lo maldijo y amenazó con torturar a Rutgarda.
– Os juro que no miento. Por favor, vedlo vos mismo.
Sin darle tiempo a contestar, Gorgias desmontó una de las mamparas del torno. Cuando lo logró, escuchó cómo del otro lado Genserico liberaba el cerrojo. A través del hueco apreció la luz de un cirio y entornó los ojos. Luego introdujo lentamente su brazo enfermo. De repente sintió cómo algo lo aplastaba hasta hacerle gritar de dolor.
– Si intentáis algo, os lo quiebro aquí mismo -sentenció Genserico.
Gorgias asintió y Genserico levantó el pie. Luego Gorgias apreció el calor del cirio aproximándose a sus dedos mientras el coadjutor le examinaba el brazo. El hombre se asombró. De no ser porque se movía, Genserico habría jurado que aquella extremidad pertenecía a un cadáver.
El coadjutor regresó al anochecer para anunciarle que Zenón, el físico, se había mostrado dispuesto a atenderle, pero Gorgias no le entendió porque la fiebre le devoraba. Cuando se despejó, oyó cómo en el exterior Genserico golpeaba el torno hasta extraer las dos trampillas. El halo de luz se expandió. Luego Genserico le ordenó que apoyase la espalda contra la puerta e introdujese ambos brazos por el torno. Gorgias obedeció casi sin darse cuenta. Ni se quejó cuando unas cadenas le atenazaron las muñecas. Después notó cómo Genserico introducía un palo entre sus antebrazos para aprisionarle contra la puerta. Transcurrieron unos momentos antes de que el coadjutor abriera, obligándolo a arrastrarse siguiendo el giro de la puerta.
Apenas tuvo tiempo a alzar la vista, pues Genserico le enfundó un capuchón que aseguró por la nuca. Antes de retirar el palo que le mantenía prendido a la puerta, le advirtió que si intentaba escapar le mataría. Gorgias asintió y el coadjutor lo soltó. A duras penas logró mantenerse en pie cuando Genserico lo izó tirando de las cadenas.
No supo cuánto tiempo anduvieron; sólo que el camino se le antojó eterno. Finalmente se detuvieron en algún lugar al cobijo del viento. Al poco llegó alguien que saludó a Genserico. Por el tono, Gorgias supuso que se trataba de Zenón, pero igual podría haber sido el hombre del tatuaje. El coadjutor insistió en que lo atendiera con la capucha enfundada, pero Zenón se negó.
– Podría morirse y no me enteraría.
Cuando le sacó la capucha, a Gorgias le pareció encontrarse en una cuadra abandonada. Dos antorchas iluminaban el cubículo en el que, por algún motivo, habían dispuesto una mesa. Zenón pidió a Genserico que le quitara las cadenas.
– ¿Es que no veis cómo está? No va a ir a ninguna parte -alegó el físico.
Genserico se negó. Liberó el brazo enfermo, pero encadenó el sano a una argolla de la mesa.
Zenón aproximó una antorcha a la herida. Al verla, no pudo reprimir un gesto de horror. Acercó la nariz y se retiró con un respingo. Con una madera presionó sobre la herida, pero Gorgias no respondió. Zenón meneó la cabeza.
– Ese brazo es carne muerta -le susurró a Genserico-. Si la podredumbre ha alcanzado la linfa, ya podéis ir buscando una tumba.
– Haced lo que debáis, pero que no pierda el brazo.
– Ese despojo ya está perdido. Ni siquiera sé si podré salvarle la vida.
– ¿Queréis cobrar o no? Me da igual si el resto revienta. Sólo necesito que ese brazo escriba.
Zenón renegó. Le entregó la antorcha a Genserico y pidió que le alumbrara. Luego extendió la bolsa de instrumental sobre la mesa, tomó un cuchillo delgado y lo aproximó a la herida.
– Puede que esto os duela -advirtió a Gorgias-. He de abriros el brazo.
Iba a comenzar cuando Genserico se tambaleó. El físico lo advirtió a tiempo para sujetarle.
– ¿Os encontráis bien? -le preguntó.
– Sí, sí. No ha sido nada. Continuad.
Zenón lo miró extrañado antes de volver a aplicarse. Vertió un poco de licor sobre la herida y luego abrió un tajo paralelo a la cicatriz. La piel se separó como la tripa de un sapo, dejando escapar un reguero de supuración. El hedor hizo que Genserico se apartara. Zenón buscó una aguja e intentó enhebrarla.
– ¡Mierda! -exclamó Zenón cuando se le escapó entre los dedos. Se agachó para recogerla, pero por más que la buscó le fue imposible localizarla.
– Dejadla y coged otra -dijo Genserico.
– No tengo más aquí. Tendréis que ir a mi casa.
– ¿Yo? Id vos.
– Alguien ha de contener la hemorragia. -Soltó el codo de Gorgias y un chorro de sangre regó la mesa hasta inundarla. Zenón volvió a presionar la arteria.