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Genserico asintió.

Pese a que Gorgias yacía inerme, el coadjutor advirtió a Zenón que no dejara de vigilarlo. Antes de partir se aseguró de que las cadenas siguieran firmes y confirmó con Zenón el lugar donde guardaba las agujas. Iba a salir cuando volvió a marearse.

– ¿Seguro que os encontráis bien? -insistió Zenón.

– ¡Arreglad ese brazo para cuando vuelva! -Y se marchó de la cuadra guiñando los ojos como si no viera.

Zenón apretó el torniquete bajo el hombro de Gorgias hasta contener la hemorragia. Al examinar de nuevo la herida, observó su color pardo violáceo y meneó la cabeza. Aquel brazo estaba perdido por mucho que Genserico renegara. En ese instante, Gorgias despertó. Al distinguir al médico intentó incorporarse, pero las cadenas y el torniquete se lo impidieron. Zenón lo tranquilizó.

– ¿Dónde os habíais metido? Rutgarda ya os daba por muerto -le comentó el físico. Se agachó al distinguir el brillo de la aguja extraviada.

Gorgias intentó hablar, pero la fiebre se lo impidió. Zenón le informó que debía amputarle el brazo, o moriría sin remedio. Gorgias lo miró con miedo.

– Incluso cortando, puede que muráis -le espetó el físico como quien fuera a sacrificar a un cerdo.

Gorgias comprendió. Hacía días que los dedos no le respondían. Había pretendido ignorarlo, pero bajo el codo ya sólo quedaba un apéndice sin vida. Pensó en las palabras del físico. Si perdía el brazo, perdería su sustento, pero al menos aún podría luchar por Rutgarda. Miró con pesar el brazo cubierto de pústulas. Latía, pero no le dolía. El físico estaba en lo cierto. Cuando Zenón le explicó que Genserico se oponía, Gorgias no le comprendió.

– Lo siento, pero es él quien paga.

Gorgias intentó sacarse algo del cuello, pero Zenón lo detuvo.

– Cogedlo vos -logró articular Gorgias-. Es de rubíes. Nunca habréis ganado tanto.

Zenón examinó el collar que pendía del cuello del enfermo. Lo cogió con fuerza y se lo arrancó. Luego se lo pensó mientras miraba hacia la puerta.

– Genserico me matará.

Escupió al suelo y le dijo que mordiera una rama seca. Luego empuñó la sierra y comenzó a cortar el brazo igual que un carnicero descuartizando una pieza.

Cuando Genserico regresó, encontró a Gorgias desmayado sobre un enorme charco de sangre. Buscó a Zenón, pero no lo encontró. En el suelo yacía un miembro amputado, y donde antes pendía un brazo, ahora sólo asomaba un muñón cosido con destreza.

Al poco apareció Zenón subiéndose los pantalones. Cuando vio a Genserico, trató de explicarle que había resuelto lo inevitable, pero el coadjutor no atendió a razones. Le maldijo mil veces, lo condenó al infierno, le insultó e intentó golpearle. Sin embargo, de repente se calmó, como embargado por un extraño fatalismo, y tras un instante se tambaleó. Parecía confuso. Su mirada vagaba de un lugar a otro. Zenón logró sujetarle antes de que se desplomara. Genserico tosió varias veces. Su rostro había palidecido hasta convertirse en una máscara de mármol. El físico le suministró un sorbo de licor que aparentó reanimarle.

– Parecéis enfermo. ¿Deseáis que os acompañe?

Genserico asintió sin convicción.

Zenón había traído su carro, de modo que acompañó al coadjutor y luego cargó a Gorgias como si fuese un saco de trigo. Finalmente subió él, restalló el látigo y condujo la montura a través del bosque siguiendo las confusas indicaciones de Genserico. Durante el trayecto, Zenón observó cómo el coadjutor se rascaba insistentemente la palma izquierda. Parecía irritada, como si se hubiera rozado con ortigas. Se lo comentó, pero Genserico no se enteró.

Se detuvieron en el robledal cercano a la muralla de la fortaleza. Genserico bajó del carro y echó a andar arrastrando los pies como un espectro. Zenón le seguía de cerca, con Gorgias cargado a cuestas. En la oscuridad, el coadjutor llegó al muro, tanteó entre las enredaderas hasta dar con una pequeña portezuela, sacó una llave de su sotana y la introdujo con dificultad en la cerradura. Luego se apoyó contra el marco para descansar. Abrió y entró como un sonámbulo. Finalmente se derrumbó.

Cuando Gorgias despertó al día siguiente, encontró a su lado el cadáver de Genserico.

Transcurrió un tiempo hasta que Gorgias logró incorporarse. Con la vista aún nublada miró el muñón que Zenón le había vendado con un harapo de su propia casulla. Le dolía terriblemente, pero al menos no sangraba. Luego contempló a Genserico. El fraile yacía con el gesto contraído, sus manos aferradas al estómago, la izquierda de un extraño color púrpura. Deseó patearlo, pero se contuvo. Miró alrededor y comprobó que se hallaba en la cripta circular donde le habían retenido aquellos días. Se giró hacia la celda y empujó la portezuela hasta abrirla con un chirrido. Por un instante se amedrentó, pero finalmente entró para rebuscar entre sus documentos. Por fortuna, los verdaderamente valiosos permanecían donde los había escondido, de modo que se guardó el original y la transcripción del griego antes de romper cuantos encontró a mano. Luego cogió unas hogazas de pan olvidadas y abandonó la cripta en dirección a la antigua mina.

A media mañana divisó el extenso panal corroído en que se había convertido el yacimiento de hierro. Avanzó por las viejas sendas mineras entre túmulos de arenisca, restos de arcones desperdigados, lucernas rotas y arneses de cuero roídos que, tras el agotamiento de las minas, nadie se había molestado en retirar. Poco después alcanzó los antiguos barracones de esclavos.

Se detuvo para observar aquellas construcciones medio derruidas, a menudo ocupadas por bandidos y alimañas, y rogó que en aquel momento se encontraran abandonadas. La lluvia arreciaba, así que entró en el único barracón que conservaba parte de la techumbre y buscó refugio entre las poleas, ánforas de cáustico, aparejos y tornos desmantelados. Al final encontró un hueco junto a unos toneles repletos de agua estancada. Se dejó caer contra ellos apoyándose en su espalda, y cerró los ojos para sobreponerse al dolor que le acuchillaba. Por un instante deseó desprenderse del vendaje que le oprimía el muñón, pero comprendió que resultaría una locura.

Pensó en su esposa Rutgarda.

Necesitaba comprobar que nada malo le hubiera sucedido, así que decidió visitarla aquella noche. Esperaría a que el sol se ocultase y accedería a Würzburg por el reguero de los desagües, una entrada que solía utilizarse para franquear las murallas cuando se encontraban cerradas.

Intentó conciliar el sueño, pero no lo consiguió. Recordó entonces a su hija Theresa. ¡Cuánto, cuánto la añoraba!

Comió un poco del pan que había cogido de la cripta.

Mató el tiempo imaginando qué le habría sucedido a Genserico. A lo largo de su existencia había presenciado numerosos fallecimientos, pero nunca antes había contemplado un rostro tan desencajado como el del coadjutor, ahogado en su propio vómito. Se dijo que tal vez lo hubieran envenenado. Quizás el hombre de la serpiente tatuada.

De repente lo vio como en una aparición: la noche en que fue asaltado; aquellos ojos claros; un brazo apuñalándole y él intentando sujetarle. En su mente se iluminó el dibujo de aquella serpiente empuñando la daga que le hería. Sí, no le cabía duda. El hombre que le había atacado era el mismo que una vez discutió con Genserico en la cripta. Era el hombre de la serpiente tatuada.

A la caída de la noche emprendió el regreso a Würzburg, adonde llegó protegido por la penumbra. Encontró su casa vacía, e imaginó que Rutgarda seguiría compartiendo techo con su hermana, así que decidió acercarse hasta el domicilio de sus cuñados, situado en la ladera de una colina. Ya en los aledaños, escuchó a su mujer tarareando la cancioncilla que a menudo entonaba. Por un momento el dolor del hombro desapareció. Se disponía a entrar cuando advirtió la presencia de unos hombres apostados tras una esquina.