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– ¡Mierda de trabajo! -espetó uno de ellos-. No sé qué diablos hacemos aquí, porque seguro que a ese escriba se lo han comido los lobos. -Y se protegió como pudo del aguacero.

Gorgias maldijo su suerte. Aquellos hombres eran fieles de Wilfred, y el hecho de que le esperaran parecía indicar que el conde estaba implicado. No podía arriesgarse, así que apretó los dientes y emprendió el regreso, apesadumbrado por no ver a Rutgarda.

De camino a la mina se fijó en las exiguas ventanas iluminadas sobre los muros de la fortaleza. La lluvia parecía jugar con las bujías, ocultándolas y encendiéndolas como si se tratara de una especie de acertijo. Mientras especulaba sobre la ubicación de los aposentos de Wilfred, oyó un cacareo. El hedor le confirmó que al otro lado de la muralla se ubicaban los corrales, lo que le llevó a plantearse robar una gallina. Al fin y al cabo necesitaba alimentarse, y un ave que apenas comía podría proporcionarle un delicioso huevo al día.

Miró en derredor en busca de algún resquicio por donde trepar, aunque se dijo que con un sólo brazo jamás lo lograría. Entonces se dirigió hacia el portalón de las bestias, aun a sabiendas de que allí habría un vigía. Al aproximarse, sus presagios se confirmaron, ya que tras la empalizada distinguió la estampa de Bernardino, el fraile hispano del tamaño de una barrica.

Aguardó bajo un árbol sin tomar una decisión. Por un instante pensó en hablarle, pero enseguida concluyó que resultaría una majadería. Un nuevo cacareo le hizo esperar un poco más. Pasado un rato oyó un carro acercándose por el camino. Cuando llegó a su altura, observó que se trataba de los mismos centinelas que había visto momentos antes frente a la casa de Rutgarda. Al alcanzar el portalón, los hombres llamaron a Bernardino, quien de inmediato les abrió y se acercó al carro con una tea para identificar a sus ocupantes.

– ¡Maldita lluvia! ¿Ya de relevo? -preguntó el enano mientras trataba de protegerse.

Los hombres asintieron con desgana, limitándose a arrear al caballo.

Gorgias aprovechó la oportunidad. Al paso del carro se agazapó tras su lateral y avanzó al tiempo protegido por la negrura. Una vez franqueada la puerta, se ocultó tras unos arbustos hasta que los soldados desaparecieron. Respiró cuando el enano cerró el portalón y se refugió bajo el chamizo sin percatarse de su presencia.

Al poco, cuando los ronquidos le confirmaron que el frailecillo dormitaba, se arrastró entre la hojarasca en dirección a los corrales, donde permaneció un rato observando la gallina que le pareció más rolliza. Esperó a que estuviesen tranquilas y abrió la puerta despacio, con el sigilo de un zorro que entrase de cacería. Cuando se acercó lo suficiente, enganchó por el pescuezo a su presa, pero el ave comenzó a cacarear como si la estuviesen desplumando. De repente todas las gallinas despabilaron, armando tal alboroto que Gorgias pensó que hasta los muertos se despertarían.

Al instante les dio de patadas, obligándolas a desperdigarse. Luego se escondió fuera del corral y esperó a que Bernardino apareciera. El enano no tardó en presentarse, sin comprender bien lo que sucedía, y Gorgias aprovechó la confusión para correr hacia el portalón y escapar con la gallina.

Cuando llegó a la mina aún era noche cerrada. Volvió a guarecerse en el barracón de los esclavos, junto a los toneles, uno de los cuales empleó como jaula para recluir a Blanca, la nueva inquilina. Pese al dolor de su hombro, concilio pronto el sueño, que se prolongó hasta bien entrada la mañana. Al despertar y mirar a Blanca, advirtió que la gallina le saludaba con un huevo bajo las patas.

Gorgias la correspondió con un par de lombrices que encontró por las inmediaciones. Guardó otras pocas en un cuenco de madera que tapó con una piedra, y bebió un poco del agua fresca recién caída. Después, pese al temor que le inspiraba, se despojó de la venda para comprobar el estado del muñón. Zenón había serrado el hueso por encima del codo, y cosido un colgajo que, no sabía de qué modo, también había cauterizado. Aún se apreciaban las ampollas de las quemaduras, que aceptó como mal menor, a sabiendas de que era la única forma de evitar que la podredumbre regresara. Con cuidado volvió a vendarse y se sentó a meditar sobre la situación en que se encontraba.

En su cabeza ordenó los acontecimientos desde la mañana en que un desconocido de ojos claros le atacó para robarle el pergamino. Después vino el incendio y la pérdida de su hija. Lloró. Tras el entierro, Wilfred le había conminado a que le entregara la Donación de Constantino, pero el documento había ardido en el taller del percamenarius. Luego intervino Genserico, quien al parecer, y en connivencia con el propio Wilfred, le encerró en una cripta para asegurarse de que cumplía con su cometido. Tras un mes de cautiverio, y sin noticias de la delegación papal, intentó la huida, cosa que logró merced a la extraña muerte de Genserico. Entre medias quedaba la presencia de un hombre con una serpiente tatuada, y la amputación de su brazo maltrecho.

Meditó sobre el cometido que habría desempeñado Genserico. En un principio había supuesto que actuaba por su cuenta, incluso que había sido él quien le atacó para robarle el pergamino, pero las insólitas circunstancias de su muerte y el hecho de que Wilfred vigilara a Rutgarda le llevaban ahora a la duda. ¿Y quién sería el hombre de la serpiente? Desde luego alguien al tanto de lo que estaba sucediendo. Además, por la forma en la que amenazó a Genserico, sin duda parecía por encima de este último.

Apoyado contra los barriles, advirtió que la gallina miraba con estúpido interés las vendas de su hombro y sonrió con amargura. Había perdido su brazo derecho, el que empleaba para escribir, por culpa de un vil documento. Sacó el pergamino de su talega y lo observó con detenimiento. Por un instante se vio tentado de romperlo y ofrecérselo a Blanca como pienso. Sin embargo se contuvo diciéndose que al fin y al cabo, si tanto valor tenía, tal vez le pagaran por recuperarlo.

Había dejado de llover, así que se levantó para pasear por los alrededores y bosquejar una lista de prioridades. En primer lugar debía garantizarse el sustento, tema aún sin solucionar pese a la buena voluntad de la gallina. De camino a la mina había pasado por un bosque de nogales. Las nueces y bayas podrían complementar los huevos, pero aun así necesitaría más comida. Pensó en capturar algún animal utilizando como cebo a Blanca, aunque pronto concluyó que lo más probable sería que se quedara sin gallina.

Cazar le resultaría difícil. Con un solo brazo y sin las trampas adecuadas, hasta un pato se le escaparía; sin embargo, pescar tal vez le fuera posible. En la mina disponía de cordeles y cabos, puntas arqueadas para confeccionar anzuelos y suficientes lombrices para ofrecer un banquete. El río quedaba cerca y mientras los peces picaban podría confeccionar más anzuelos.

Se alegró de solucionar el tema del alimento. Luego recordó a su mujer Rutgarda.

Aunque desconocía cuánto tiempo la mantendrían vigilada, anhelaba volver a verla. Pensó en alguien que pudiera ayudarle; alguien que le transmitiera lo que hacía y cómo se encontraba. Se daría por satisfecho con sólo hacerle saber que se acordaba de ella, y, sin embargo, el temor de que le descubrieran era mayor que sus ansias, así que decidió esperar hasta encontrar la oportunidad. Rutgarda estaba bien, y eso era lo que importaba.

Transcurrido un rato, sacó el documento y lo examinó con mimo. Allí estaba la transcripción perfectamente terminada, que leyó una y otra vez deteniéndose en los extremos que durante la copia le habían sorprendido. Había algo oscuro en aquel pergamino. Algo que tal vez ni el mismo Wilfred hubiera advertido. Lo guardó de nuevo en su talega y buscó un lugar donde esconderlo. Así, si le capturaban, siempre podría negociar su entrega. Inspeccionó los alrededores hasta encontrar una viga que consideró adecuada, se encaramó sobre unas barricas y ocultó allí el documento. Luego trasladó las barricas haciéndolas rodar, para que nadie sospechara. Miró a las vigas y se mostró satisfecho. Después desató a Blanca y la llevó a comer lombrices mientras él preparaba los anzuelos.