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– Fue muy amable -le dijo.

– Además de guapo -apostilló Helga guiñándole un ojo. Lo había visto a través de una ventana.

Theresa sonrió. Efectivamente, el ingeniero era atractivo, aunque desde luego, no tanto como Hóos. Continuaron hablando de las tierras hasta que la cocinera, harta de cháchara, salió a buscarlas con un atizador. Las dos mujeres rieron y corrieron hacia la cocina para proseguir la charla durante los momentos en que Favila desapareciera. Theresa le comentó su preocupación por la falta de medios, pero Helga la tranquilizó.

– ¡Es que no imaginas todo lo que hay que hacer! Las tierras están a medio roturar. Necesitaría un arado y un buey, y alguien que me ayudara. ¡Son tantas cosas!

– ¡Y dale! Si en vez de tierras tuvieses deudas, seguro que estabas menos inquieta.

Theresa guardó silencio mientras se decía que tal vez algún vecino pudiera aconsejarla, pero lo cierto era que la única persona a quien podía acudir ya la tenía delante. Al observar su abatimiento, la Negra la rodeó con un brazo.

– ¡Eh! ¡Anímate! Aún conservo parte del dinero que me adelantaste cuando vendiste la cabeza del oso. Podrías emplearlo en comprar un buey joven.

– Pero ese dinero es para pagar mi alojamiento.

– No digas tonterías, nena. Tú me conseguiste este trabajo, de modo que no te preocupes. Además, una oportunidad así sólo se presenta una vez en la vida: cuando esa tierra reviente a dar frutos, ya me lo devolverás con intereses. -Le pellizcó la mejilla.

Le explicó que un buey de un año costaba doce denarios, mientras que uno adulto oscilaba entre los cuarenta y ocho y los setenta y dos, o lo que era lo mismo, el jornal de unos tres meses. A Theresa le pareció una cantidad al alcance de cualquiera, pero Helga le explicó que nadie aguantaba tres meses sin comer.

Cuando terminaron de cocinar, Theresa continuó.

– Izam me dijo que mañana regresaríamos al terreno. ¿Tú crees que debería ponerle nombre?

– ¿A quién? ¿Al ingeniero?

– No, tonta… A las tierras.

– Bueno, pues podrías llamarlas… déjame pensar… ¡las maravillosas tierras de Theresa! -rio.

La muchacha le propinó un coscorrón, pero Helga se lo devolvió y rieron juntas como mozuelas.

Por la tarde, Theresa volvió al scriptorium, donde encontró a Alcuino enfrascado con sus escritos. Tenía cientos de preguntas para hacerle, pero justo cuando iba a planteárselas, el fraile se levantó.

– He visto a ese tal Izam. Me ha comentado que tus terrenos son fantásticos.

– Ya… No sé qué tendrán de fantástico, si no puedo cultivarlos -se lamentó ella.

– Yo te veo dos buenas manos.

– Y poco más. Sin herramientas, ni bestias, ¿de qué me sirven esas tierras?

– En ese caso, podrías arrendarlas y obtener una renta.

– Eso mismo sugirió Izam, pero ¿a quién, si los que pueden pagarla ya poseen tierras de sobra?

– Buscando a alguien que trabaje a cambio de una parte de la cosecha.

– Izam también me lo propuso, pero me aclaró que esas gentes no poseen arado ni bueyes, así que no podrían laborear ni obtener beneficios.

– De acuerdo. Te diré lo que haremos: mañana es jueves. Después de tercia acudiremos al mercado, buscaremos algún esclavo que trabaje duro y lo compraremos para tus tierras.

Los hay a puñados, así que tal vez consigamos alguno a buen precio.

Theresa no dio crédito a lo que oía. Parecía que a cada instante su vida se complicara más y más sin que ella lo pretendiera. Si no tenía ni para sí misma, ¿cómo iba a poseer un esclavo?

Alcuino le confió que Carlomagno le había sugerido esa posibilidad, y le aseguró que, al fin y al cabo, mantener a un esclavo no tenía por qué ser caro.

Por la mañana, salieron temprano en dirección al campamento que los hombres del rey habían levantado en las afueras de la ciudad. Según Alcuino, los traficantes de esclavos aprovechaban los desplazamientos del monarca para acudir a su encuentro y realizar nuevas transacciones, bien comprando esclavos entre los enemigos capturados, bien vendiendo alguno de sus mejores ejemplares. Sin embargo, pasados unos días, rebajaban los precios a fin de deshacerse de los individuos menos preparados.

– ¿Doce sueldos? -Theresa se llevó las manos a la boca-. ¡Pero si eso es lo que valen tres bueyes adultos!

Alcuino le explicó que ése era el precio común de un esclavo joven y entrenado, pero que buscando encontrarían uno más barato. Cuando Theresa le informó del dinero del que disponía, Alcuino le mostró una bolsa bien repleta.

– Podré prestarte algo.

Mientras caminaban hacia las murallas, Alcuino le habló sobre la responsabilidad de poseer esclavos.

– Porque no es sólo mandarles y que obedezcan -le explicó-. Aunque no lo creas, los siervos también son criaturas de Dios, y como tales hemos de velar por su bienestar. Y eso incluye alimentarlos, vestirlos y educarlos como buenos cristianos.

Theresa lo miró sorprendida. En Constantinopla había crecido rodeada de esclavos a los que siempre había visto como criaturas de Dios, pero nunca imaginó que el convertirse en dueña de uno acarreara tantos problemas. Cuando Alcuino le explicó que los propietarios también eran responsables de los delitos cometidos por sus siervos, aún se asustó más.

– Por eso es mejor no adquirirlos jóvenes. A esas edades son ágiles y fuertes, pero también rebeldes e irresponsables. A menos que estés dispuesta a tratarlos con látigo, es preferible elegirlos casados, con mujer e hijos a los que atender para que no intenten huir, ni cometan tropelías. Sí. Lo mejor será buscar una familia que trabaje duro y te proporcione beneficios.

Añadió que aunque se hiciera con un buen trabajador, sería necesario vigilarle de cerca porque, de natural, los esclavos eran gente de cortas entendederas.

– No sé si necesito un esclavo -admitió finalmente Theresa-. Ni siquiera estoy segura de que debiera haberlos.

– ¿A qué te refieres?

– No entiendo por qué un hombre ha de decidir sobre la vida de otro. ¿Acaso esos infelices no han sido bautizados?

– Pues supongo que la mayoría no, pero aunque lo estuvieran, y pese a que el pecado original desaparece con el bautismo, es justo que Dios discierna sobre la vida de los hombres convirtiendo a unos en siervos y a otros en señores. Por naturaleza, el esclavo tiende a obrar el mal, que es reprimido por el poder de quien le domina. Si el esclavo no conociese el miedo, ¿qué le impediría actuar con perfidia?

Theresa pensó en replicar, pero prefirió dar por concluida una conversación para la que no tenía argumentos ni ideas.

Al poco de atravesar las murallas, un olor a sudor rancio les anunció la proximidad del mercado de seres humanos. Los puestos se alineaban a lo largo del río en una sucesión de tiendas y carpas destartaladas en las que los esclavos pululaban cual ganado. Los más jóvenes permanecían encadenados a gruesas estacas clavadas en el suelo, mientras los mayores trabajaban sumisos en las tareas de limpieza y mantenimiento del campamento. Al paso del fraile, varios comerciantes se apresuraron a ofrecerle su género.

– Mire éste -le abordó un traficante comido por las ronchas-. Fuerte como un toro. Acarreará sus bultos y le defenderá en sus viajes. ¿O prefiere un mozuelo? -le susurró ante su indiferencia-. Dulce como la miel y solícito como un perrillo.

Alcuino le dirigió una mirada que el traficante comprendió, retirándose con el rabo entre las piernas. Siguieron deambulando entre los tenderetes, donde además de esclavos se ofrecía toda clase de mercancías.

– ¡Armas afiladas! -gritó uno, mostrando un arsenal de puñales y espadas-. Salvoconductos al infierno de un solo tajo.