– ¡Ungüentos para las pústulas, emplastos para las mataduras de las bestias! -anunció otro que por su aspecto bien parecía necesitarlos.
Dejaron atrás los primeros puestos y se adentraron en el recinto donde se ofrecían animales. Allí, las cabalgaduras, las reses y las cabras paseaban con más libertad que los esclavos que antes habían contemplado. Alcuino se interesó por un buey grande como una montaña. El animal pastaba tras un cercado sobre el que descansaba una remesa de quesos. Un tratante se acercó para convencerle.
– ¡Tiene buen ojo!, ¿eh, fraile? En menudo animal se ha fijado.
Alcuino lo miró de soslayo. Aunque no le gustara tratar con charlatanes, lo cierto era que la bestia parecía de hierro. Preguntó por el precio y el hombre se lo pensó.
– Por ser para el clero… cincuenta sueldos.
La mirada de Alcuino fue de tal indignación, que el hombre rebajó de inmediato a cuarenta y cinco.
– Aun así es mucho dinero. -El animal se veía imponente.
– Si quiere una cabra con cuernos, puedo vendérsela por treinta y cinco -soltó el tratante con desgana.
Alcuino acordó con el hombre que se lo pensaría. Luego él y Theresa regresaron al pasillo de los esclavos. A la entrada, Alcuino le pidió que le dejase a solas para ir más rápido. La joven accedió y acordaron reencontrarse en el mismo punto cuando el sol alcanzara lo más alto.
Mientras Alcuino se dedicaba a regatear con los mercaderes, Theresa decidió volver a donde el ganado. De camino, un traficante le ofreció unas monedas por su cuerpo y ella apretó el paso. Cuando llegó al recinto del buey que había interesado a Alcuino, un hombrecillo se le acercó cojeando.
– Yo no pagaría más de diez sueldos -le comentó de soslayo.
Theresa se volvió sorprendida para encontrarse, apoyado contra el cerco de maderos, a un hombre de mediana edad y aspecto desaliñado que la miraba con descaro. Su cabello rubio entonaba con sus ojos de color hielo. Sin embargo, lo más llamativo era la única pierna que le sostenía. Él, al advertir la sorpresa de Theresa, se adelantó.
– Perdí la otra trabajando, pero aún puedo ser útil -le aclaró.
– ¿Y qué sabes tú de bueyes? -le espetó ella con altanería. Era obvio que aquel hombre era un esclavo, y si algún día poseía uno, debería saber tratarlos.
– Nací en Frisia, donde hay más vacas que prados. Hasta un ciego distinguiría a un buey enfermo.
El cojo aprovechó que el ganadero se hallaba despistado para arrearle un varetazo al animal. La bestia apenas se inmutó.
– ¿Ha visto? Y lo mismo hará cuando le unzáis el arado. No se moverá.
Theresa miró al cojo sorprendida. Luego siguió con la vista las indicaciones que el esclavo le hacía con la vara, comprobando que entre las pezuñas del buey afloraba sangre reseca.
– Si queréis un buen animal, acudid a mi amo Fior. Él no os engañará.
En ese momento regresó el dueño del buey, y el esclavo se retiró con disimulo. Theresa vio que se servía de una muleta para suplir la pierna ausente. Corrió tras él y le preguntó dónde podría encontrar al tal Fior. El esclavo le indicó que lo siguiera.
Mientras caminaban, le contó que Fior sólo vendía bueyes pequeños.
– Tienen menos fuerza, aunque suficiente para tirar de un arado ligero. Sin embargo, resisten como piedras, comen poco y cuestan menos. Para estas tierras os vendrán como anillo al dedo.
Anduvieron entre las carretas sorteando las rieras de detritus que bajaban zigzagueando desde el campamento hacia el riachuelo, hasta que de uno de los puestos salieron a su encuentro una mujer y dos chiquillos. La mujer abrazó al cojo y los chiquillos se colaron entre sus piernas. Theresa observó la extrema delgadez de la mujer y los niños. Sus ojos eran enormes platos en pequeñas calaveras.
– ¿Has conseguido algo? -le urgió la mujer.
El esclavo sacó un bulto de la pernera vacía del pantalón y se lo entregó. Ella lo olió y lloró de alegría. Luego cogió a los niños y se los llevó detrás de una tienda para darles un trozo del queso que acababa de recibir. El esclavo cojeó hasta donde se encontraba Fior para explicarle lo que podía necesitar la joven, momento en el que apareció Alcuino con cara de pocos amigos. Le acompañaba el dueño del buey gigante.
– Este tratante dice que un esclavo cojo le ha robado un queso. Y dice que el esclavo estaba contigo. ¿Es cierto eso? -preguntó a Theresa.
La joven comprendió lo ocurrido. Detrás de la tienda, los dos hijos del cojo aún devoraban el queso. Su castigo sería sin duda tremendo.
– No exactamente -mintió-. Fui yo quien le ordenó que lo cogiera. No llevaba dinero y vine a buscar a su paternidad para que pagara el importe.
– ¡Eso es robar! -gritó el tratante.
– Robar es intentar vendernos un buey enfermo -replicó Theresa sin miedo-. Tened. -Cogió la bolsa de la sotana de Alcuino y le entregó un par de monedas ante la extrañeza del fraile-. Y desapareced de mi vista antes de que acuda al corregidor.
El tratante cogió el metal y se retiró mascullando maldiciones. Alcuino miró a Theresa con severidad.
– Quería engañarnos -explicó ella, refiriéndose al ganadero.
Alcuino insistió en su mirada.
– Este esclavo cogió el queso para sus hijos. ¡Miradlos! ¡Se están muriendo!
– Es un ladrón. Y tú has cometido una estupidez al intentar protegerle.
– Muy bien. Pues volved con ese santo vendedor de bueyes y gastad el dinero en una bestia inútil. Sólo sé que el esclavo me advirtió contra ese timador, y que sus hijos quizá no hayan comido en la última semana.
Alcuino meneó la cabeza ante los argumentos de Theresa. Luego la acompañó a hablar con Fior, el ganadero que el esclavo les había recomendado.
Fior resultó ser un normando rechoncho que sólo hacía negocios con un vaso de vino en la mano. Nada más conocerles, les invitó a un trago y les presentó varios animales rebosantes de salud y energía. Finalmente les ofreció un buey manchado de mediano tamaño, del que aseguró trabajaría como un condenado desde el primer día.
Acordaron un precio de veinte denarios, una cifra ventajosa teniendo en cuenta que el animal sobrepasaba los tres años.
– Yo tampoco soy corpulento y arrimo el hombro desde que me levanto -sonrió Fior, dejando a la vista una dentadura ocupada por varios dientes de madera.
Luego les mostró algunos arreos de cuero y varios aperos de labranza. Algunos necesitaban ser reparados, pero les eran necesarios y se los ofreció baratos, de modo que Theresa y Alcuino juzgaron conveniente adquirirlos. Después de asegurar los bártulos sobre el buey preguntaron a Fior sobre esclavos baratos, pero cuando el tratante se enteró del dinero de que disponían, meneó la cabeza y les aseguró que por esa cifra no encontrarían ni un cerdo domesticado.
– Por ese precio os podría vender a Olaf. Es un trabajador duro, pero desde que perdió la pierna sólo me causa problemas. Si os place, podéis llevároslo.
Alcuino hizo un aparte con Theresa al ver que ésta parecía interesarse.
– Sólo sería una boca que alimentar. ¡Y por Dios santo, está cojo! ¿Por qué lo regalaría si tuviese alguna utilidad? -le espetó.
Sin embargo, la muchacha sacó a relucir su tozudez. Si iba a poseer esclavos, sería ella quien decidiese cuántas piernas debía tener cada uno.
– Su mujer y sus hijos también pueden trabajar -argumentó.
– A ellos no los venderá. O pedirá más dinero. Más del que podemos pagar. Además, tú necesitas un esclavo, no una familia completa.
– Fuisteis vos quien me advirtió que eran preferibles los casados, con vínculos que les impidieran huir.
– ¡Pero por todos los diablos! ¿Cómo va a huir si es cojo?
Theresa se dio la vuelta y se acercó a Fior, quien aguardaba divertido con un vaso de vino en la mano.