Выбрать главу

Aquella noche Theresa volvió a purgar sus penas. Recordó a su padre Gorgias y especuló sobre su paradero. Quizás estuviera muerto, pero por probable que fuera, ella no lo aceptaba. Evocó a Alcuino añorando los días de aprendizaje, sus palabras amables, su extraordinaria sabiduría. Después repasó a cuantos habían fallecido por su causa: la joven del incendio, los dos sajones en la vivienda de Hóos, ahora Widukindo… Por un instante se preguntó si merecía la pena la fortuna de sus tierras.

Los aullidos de los lobos le hicieron imaginar el cadáver de Widukindo. Luego pensó en su padre y lloró al figurárselo devorado por las alimañas.

De repente se incorporó como impulsada por un resorte. Lucilla se despertó, pero Theresa la tranquilizó. La joven se arropó y salió de la cabaña. Olaf se sorprendió porque aún era noche cerrada. El esclavo se apartó del buey que le servía de cobijo y la miró con extrañeza mientras se frotaba las legañas. Theresa admiró la luna en silencio. En unas horas amanecería y entonces Alcuino partiría hacia Würzburg. Tomó aire y miró a Olaf. Luego le ordenó que se preparara.

– Acompáñame a Fulda. Antes de partir, quiero dejar ciertas cosas arregladas.

En las cuadras de la abadía todo era bullicio aquella madrugada. Decenas de frailes corrían de un lado para otro trasegando con alimentos, animales, armas y equipajes bajo la atenta mirada de los hombres de Carlomagno. Los boyeros terminaban de uncir a las bestias que renegaban con mugidos y derrotes, las domésticas transportaban las últimas raciones de tocino salado, y los soldados atendían a las instrucciones de sus mandos.

Theresa localizó a Alcuino en el instante en que éste cargaba un carro con sus pertenencias. Ella sólo había cogido una muda de ropa y sus tablillas de cera. Lo demás se lo había dejado a Helga la Negra, a quien minutos antes había despertado para comunicarle que se marchaba. Helga cuidaría de sus tierras hasta su regreso, cosa que le prometió sucedería aunque sólo fuera para recoger el arriendo con que la Negra se había empeñado en compensarla. Cuando Alcuino vio a Theresa, fue hacia ella contrariado.

– ¿Se puede saber qué haces aquí?

– Nada que os importe -respondió sin mirarle. Cogió su talega y la echó encima de un carro.

– ¡Baja eso de ahí! ¿Qué pretendes? ¿Que llame a los soldados?

– ¿Y qué pretendéis vos? ¿Que vaya sola caminando? Porque eso es lo que haré.

– ¿Aunque acabes en un barranco?

– Aunque acabe en un barranco.

Alcuino aspiró fuerte y apretó los dientes. Nunca en toda su vida se había topado con una criatura tan obstinada. Finalmente murmuró algo y le dio la espalda.

– Maldita sea. ¡Sube al carro!

– ¿Cómo?

– ¿Es que no me has oído? ¡Que subas al carro!

Theresa le besó la mano, sin saber cómo darle las gracias.

Al amanecer apareció Izam de Padua luciendo una llamativa sarga roja sobre la que refulgía una cota de malla. Le seguía un nutrido grupo de soldados escoltando a la comitiva romana.

Cuando el ingeniero vio a Theresa, hizo ademán de ir a saludarla, pero se detuvo al comprobar que un hombre joven se le adelantaba. Ella se dejó abrazar por Hóos Larsson, quien celebró su presencia besándola en la boca. Izam observó perplejo la escena y Hóos lo advirtió.

– ¿De qué le conoces? -preguntó Hóos cuando vio que Izam se retiraba.

– ¿A quién? ¿Al de la cota de malla? -disimuló ella-. Es un empleado de Carlomagno. Me ayudó con el esclavo del que te hablé. El de la pierna de madera.

– Parecía muy pendiente de ti. -Sonrió, y volvió a besarla, cerciorándose de que Izam los contemplara.

A Theresa le extrañó que Hóos no se hubiera sorprendido al verla, ya que en ningún momento le había manifestado su intención de viajar a Würzburg. Al contrario, imaginaba que ambos habrían permanecido en Fulda para continuar con su relación tranquilamente y, sin embargo, allí se encontraban: hacia un destino desconocido sin haberlo planeado. Hóos le contó que su amigo el ingeniero le había contratado como guía.

– Tendrías que haberles visto. Cuando les dije que la nieve aún cegaba los pasos, berrearon como locos. Fue entonces cuando les propuse retroceder hasta Fráncfort y desde allí remontar el río en algún navío. A estas alturas, el deshielo ha comenzado, así que a poco que nos acompañe la fortuna podremos alcanzar Würzburg navegando.

– ¿Y pensabas marchar sin avisarme?

– Estaba seguro de que vendrías. -Sonrió-. Además…

Theresa lo miró desconfiada.

– Además ¿qué?

– Que de haber sido necesario te habría traído a rastras. -Rio y la izó en volandas.

Theresa sonrió feliz entre los sólidos brazos de Hóos. Se dijo que mientras él estuviese cerca, nada malo le sucedería.

Entre los reunidos, Theresa contabilizó unas setenta personas. Diez o doce pertenecían a la delegación papal, unos veinte parecían soldados u hombres de armas, y el resto se dividían entre boyeros, mozos y gentes de la zona. Advirtió que, en efecto, era la única mujer, pero no le preocupó. Además de los hombres, ocho carros tirados por bueyes, y otros tantos más ligeros uncidos a muías completaban la comitiva.

A una voz de Izam, los látigos restallaron sobre las bestias, que mugieron de dolor y tiraron penosamente en dirección a las murallas. Alcuino avanzaba tras el primer carro acompañado por la delegación papal. Theresa se bamboleaba sobre el segundo, pendiente de Hóos, que abría la marcha. Izam cerraba el convoy con el grueso de la soldadesca.

Dejaron atrás Fulda en dirección a Fráncfort.

Durante el trayecto, Hóos conversó varias veces con Theresa. Le comentó que en Würzburg la gente se moría de hambre, y por ese motivo doce carros transportaban grano. En Fráncfort añadirían las provisiones que pudieran cargar en los navíos. Ella le habló sobre Alcuino y sobre cómo había resuelto el caso del trigo envenenado.

– Te repito que no te fíes de él. Ese fraile es listo como el hambre, pero oscuro como el diablo.

– No sé… Se ha portado bien con Helga. Y a mí me ha proporcionado un empleo.

– Me da lo mismo. Cuando esto acabe y me paguen, ya no necesitarás ningún trabajo.

Theresa concedió sin entusiasmo, y le confió que su único interés consistía en encontrar a su padre vivo. Cuando Hóos le señaló las dificultades de tal anhelo, ella se negó a escucharle y se acurrucó bajo una manta.

La comitiva avanzó cansinamente toda la mañana. Dos jinetes provistos de antorchas abrían el paso, cuidando que los carros superaran las dificultades del camino. A poca distancia, cuatro mozos con guantes se ocupaban de retirar las piedras que obstaculizaban el avance de las carretas, mientras los boyeros, a fuerza de rebenque y juramentos, se afanaban por mantener a los bueyes apartados de los barrancos. Atentos a cualquier peligro, otra pareja bien pertrechada vigilaba la retaguardia.

Tras superar un trecho embarrado en el que los hombres hubieron de tirar tanto como las bestias, Izam ordenó el alto. A su juicio, el camino se abría lo suficiente como para proporcionar una acampada segura, de modo que los hombres dispusieron los carromatos en hilera junto al arroyo, ataron los caballos al primer carro y descargaron el forraje para los animales. Un mozo encendió una fogata sobre la que dispuso varias piezas de venado, mientras Izam congregaba al resto para organizar las guardias. Una vez cumplimentadas, se acomodaron junto a la hoguera y comenzaron a beber hasta que la carne quedó asada. Theresa ayudó a los mozos de cocina, quienes celebraron la presencia de una mujer con habilidad para los pucheros. Un par de oteadores regresaron con unos conejos que hicieron las delicias de los miembros de la delegación papal. Los menos afortunados hubieron de conformarse con gachas de avena y pata de cerdo salada; sin embargo, el vino pasó de mano en mano y los hombres comenzaron a parlotear y reír a medida que se vaciaban las jarras.